¿ Libertad de expresión ?
Anna Donner Rybak. Compañeros; hasta la victoria.

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07.04.2014 15:00 / Cine, libros y afines.

El comienzo del horror talibán en Pakistán según Malala Yusufzai

Malala Yusufzai, de 14 años, fue atacada por los talibán en su localidad natal de Mingora -en el valle del Swat- tras haber sido amenazada por los insurgentes a raíz de su defensa pública de la educación de las niñas en contra de los postulados integristas.

La niña recibió dos disparos el pasado día 9 de octubre de 2012, cuando volvía de la escuela, y actualmente se encuentra ingresada en un hospital de Birmingham, en el Reino Unido, donde se recupera de sus graves heridas.

Fazlullah, llamado también "mulá FM" por su propensión a las arengas radiofónicas, huyó de Swat tras la ofensiva militar de 2009 y buscó cobijo junto a un millar de seguidores en suelo afgano, desde donde sigue hostigando a las fuerzas paquistaníes.

En el valle donde el 'mulá FM' siembra el terror

Los islamistas convierten el paraíso de Swat en un frente de su guerra contra Pakistán. El joven mulá Fazlullah ha impuesto la interpretación más radical del islam. Se han cerrado las escuelas para niñas y las barberías y el burka es obligatorio. 

Fazlullah dijo que la televisión era un ejemplo de la decadencia moral de Occidente y, poco después, columnas de humo dibujaban el horizonte de Swat. Los aparatos de las gentes del valle ardían en piras.  

Fazlullah exigió el fin de las vacunaciones contra la polio, asegurando que provocan impotencia, y las madres dejaron de dársela a sus bebés. Y cuando Fazlullah ordenó que todas las niñas mayores de ocho años llevaran burka, incluso las menores de esa edad lo hicieron por miedo a represalias. 

Resulta muy peligroso que el poder esté en manos de individuos a quienes nada importa acerca del prójimo.

Alarmante destrucción vandálica de estatua del Buda en Paquistán

Emulando los horribles actos de vandalismo que aniquilaron las estatuas gigantescas de Buda en Bamiyán, Afganistán, un grupo de rebeldes talibanes llevaron a cabo un segundo ataque contra una estatua colosal de 40m del Buda de Jehanabad, en el Valle del Swat, destruyendo la cabeza, los hombros y los píes.

El Valle del Swat posee una herencia histórica budista invaluable. Las estupas de Harmarajika, en Taxila, y de Butkaha, en Swat, se encuentran entre los monumentos budistas más antiguos de Gandhara, un antiguo reino que abarcaba lo que hoy es Peshawar, Taxila, Swat e, incluso, partes de Cachemira.

En un valle sin ley, donde el río escupe cadáveres decapitados con mensajes que los identifican como “espías de América”, el mulá Fazlullah ha impuesto la suya. Tiene 32 años y 4.500 muyahidin a su servicio.

Es difícil imaginar que este paisaje de montañas imponentes y ríos plateados fuera hasta hace un año la joya turística de Pakistán. Los carteles describiendo el lugar como la Suiza de Oriente chirrían ahora sarcasmo. La única estación de esquí del país sigue en su sitio, pero en sus laderas es más fácil encontrarse a guerrilleros armados con AK-47 que a aficionados deslizándose por la nieve.

El relato de Malala (Fuente: “Yo soy Malala” Libro)

Yo tenía diez años cuando los talibanes llegaron a nuestro valle. Moniba y yo habíamos empezado a leer los libros de Crepúsculo y deseábamos ser vampiros.

Nos parecía que los talibanes habían llegado por la noche, igual que los vampiros. Aparecieron en grupos, armados con cuchillos y kalashnikovs. Primero llegaron al Alto Swat, a la montañosa zona de Matta. Al principio no se autodenominaban talibanes y no se parecían a los talibanes afganos con turbantes y de párpados pintados de negro que habíamos visto en las fotos.

Éstos eran hombres de aspecto extraño, con barbas y pelo largo y enmarañado, y chalecos de camuflaje sobre el shalwar kamiz, que llevaban con los pantalones enrollados muy por encima de los tobillos. Llevaban zapatillas deportivas o sandalias de plástico baratas, y a veces se cubrían la cabeza con calcetines en los que habían hecho agujeros para los ojos y se sonaban los mocos ruidosamente con el extremo de sus turbantes. Llevaban insignias negras en las que ponían SHARIAT YA SHAHADAT, sharía o martirio, y veces turbantes negros, por lo que la gente los llamaba Tor Patki, o Brigada del Turbante Negro. Tenían un aspecto tan sombrío y sucio que un amigo de mi padre los describió como “gente sin baños ni barberos”.

Su líder era el maulana Fazlullah, un hombre de veintiocho años que había operado el telesilla para cruzar el río Swat y que arrastraba la pierna derecha porque de niño había tenido poliomielitis. Había estudiado en la madrasa del maulana Sufi Mohammad, el fundador del TNSM, y se había casado con su hija. Cuando Sufi Mohammad fue encarcelado en una redada de líderes militantes en 2002, Fazlullah se había hecho cargo de la dirección del movimiento. Poco antes del terremoto, Fazlullah apareció en Imam Dheri, una pequeña aldea a unos kilómetros de Mingora, al otro lado del río Swat, e instaló allí su emisora de radio ilegal.

En nuestro valle recibíamos la mayor parte de la información por radio, pues mucha gente no tenía televisor o era analfabeta. Pronto todo el mundo estaba hablando de la emisora de Fazlullah, que empezó a conocerse como Mulá FM y a Fazlullah como el Mulá de la Radio. Transmitía cada noche, de 8 a 10, y por la mañana de 7 a 9.

Al principio, Fazlullah era muy prudente. Se presentaba como reformador islámico e intérprete del Corán. Mi madre es muy devota y al principio le parecía bien.

Fazlullah utilizaba su emisora para animar a la gente a adoptar buenos hábitos y abandonar las prácticas que él calificaba de deleznables. Decía que los hombres debían dejarse barba y dejar el tabaco que fumaban o mascaban. Decía que la gente debía abandonar la heroína y el chars, que es como nosotros llamamos al hachís. Decía cuál era la forma correcta de hacer las abluciones para rezar, qué parte del cuerpo había que lavarse primero. Incluso decía cómo había que lavarse las partes íntimas.

A veces su voz sonaba razonable, como cuando los adultos tratan de convencerte de que hagas algo que no quieres hacer, y a veces sonaba llena de vehemencia y daba miedo. Con frecuencia lloraba mientras describía su amor por el islam. Normalmente hablaba un rato y después continuaba su lugarteniente, Shah Douran, un hombre que solía vender chucherías en un triciclo en el mercado. Había que dejar de escuchar música, ver películas y bailar. Actos pecaminosos como ésos eran los que habían causado el terremoto, atronaba Fazlullah, y si la gente no cambiaba esos hábitos volvería a provocar la ira de Dios. Los mulás con frecuencia interpretan equivocadamente el Corán y los hadices cuando los enseñan en nuestro país, pues pocas personas comprenden el original árabe. Fazlullah explotaba esta ignorancia.

¿Tiene razón, Aba?”, pregunté a mi padre. Recordaba lo terrible que había sido el terremoto.

No, jani —repuso—. Sólo está engañando a la gente”. Mi padre decía que la emisora de radio era la comidilla de la sala de profesores. Para entonces nuestros colegios tenían unos setenta profesores, más o menos cuarenta hombres y treinta mujeres. Algunos eran contrarios a Fazlullah, pero muchos le apoyaban. La gente pensaba que era un buen intérprete del Corán y admiraba su carisma. Les parecía bien lo de volver a implantar la ley islámica, pues todo el mundo estaba decepcionado con el sistema judicial pakistaní, que había sustituido al nuestro cuando nos integramos en el país. Casos como las disputas sobre tierras, frecuentes en nuestra zona, que solían resolverse rápidamente ahora tardaban diez años en llegar a juicio. Todo el mundo estaba harto de los funcionarios corruptos que el gobierno había enviado a nuestro valle. Casi era como si pensaran que Fazlullah iba a recrear nuestro antiguo principado de la época del valí.

Seis meses después la gente estaba desprendiéndose de sus televisores, dvds y cds. Los hombres de Fazlullah los reunían en grandes montones en la calle y los prendían fuego, creando nubes de espeso humo negro que se alevaban muy alto. Cientos de tiendas de cds y dvds cerraron voluntariamente y sus propietarios recibieron una compensación de los talibanes. Mis hermanos y yo estábamos preocupados, pues nos gustaba mucho ver la televisión, pero mi padre nos tranquilizó diciendo que la conservaríamos. De todas formas, para estar seguros, la metimos en un armario y la veíamos con el volumen muy bajo. Se sabía que los talibanes escuchaban detrás de las puertas y después entraban por la fuerza, cogían los televisores y los hacían añicos en la calle. Fazlullah odiaba las películas de Bollywood que a nosotros nos gustaban tanto y las tachaba de antiislámicas. Sólo estaba permitida la radio y toda la música, excepto las canciones talibanes, fue declarada haram.

Un día mi padre fue a visitar a un amigo que estaba en el hospital y encontró a numerosos pacientes escuchando cintas de sermones de Fazlullah. “Tiene que conocer al maulana Fazlullah —le dijeron—. Es un gran sabio”.

En realidad no ha logrado terminar la educación secundaria y su verdadero nombre ni siquiera es Fazlullah”, repuso mi padre, pero no estaban dispuestos a escucharle. A mi padre le deprimía que la gente hubiera empezado a creerse las palabras de Fazlullah y su romanticismo religioso. “Es ridículo —decía— que este presunto sabio esté sembrando la ignorancia”.

Fazlullah era especialmente popular en las zonas remotas en las que la gente recordaba cómo los voluntarios del TNSM habían ido a ayudar durante el terremoto cuando el gobierno no se había dejado ver. En algunas mezquitas conectaron altavoces a la radio de forma que sus charlas pudieran ser oídas por todo el mundo en la aldea y en los campos. El momento más popular de su emisión llegaba cada tarde, cuando mencionaba nombres de personas. Decía: “El señor tal fumaba chars, pero lo ha dejado porque era pecaminoso” o “El señor tal se ha dejado barba y le felicito” o “El señor tal ha cerrado por voluntad propia su tienda de cds”. A la gente le gustaba oír su nombre por la radio. También le gustaba enterarse de quiénes de sus vecinos eran pecadores para poder chismorrear: “¿Has oído lo de fulanito?”.

Mulá FM hacía bromas sobre el ejército. Fazlullah denunció por “infieles” a varios cargos del gobierno pakistaní y dijo que se oponían a implantar la sharía.

Declaró que, si no lo hacían, sus hombres “la aplicarán y los harán pedazos”. Uno de sus temas favoritos era la injusticia del sistema feudal de los khans. A los pobres les alegraba ver cómo cambiaban las tornas para los khans. Fazlullah les parecía una especie de Robin Hood y creían que cuando llegara al poder distribuiría entre ellos las tierras de los khans. Algunos khans huyeron. Mi padre estaba contra el “khanismo”, pero decía que los talibanes eran peores.

Su amigo Hidayatullah ahora era funcionario gubernamental en Peshawar y nos advirtió: “Así es como operan estos militantes. Quieren ganarse el corazón y la mente de la gente, así que primero miran cuáles son los problemas locales y centran sus denuncias en los responsables; de esta forma obtienen el apoyo de la mayoría silenciosa. Eso es lo que hicieron en Waziristán, cuando persiguieron a los secuestradores y bandidos. Después, cuando ya están en el poder, se comportan como los criminales a los que antes perseguían”.

Las emisiones de Fazlullah con frecuencia iban dirigidas a las mujeres. Quizá sabían que muchos de nuestros hombres estaban lejos de casa, trabajando en las minas de carbón en el sur o en la construcción en el Golfo. A veces ordenaba: “Hombres, salid ahora. Voy a hablar a las mujeres”. Y decía: “Las mujeres deben cumplir sus responsabilidades en el hogar. Sólo pueden salir en caso de emergencia, pero entonces deben llevar el velo”. A veces sus hombres mostraban las adornadas ropas que, según decían, habían cogido a “mujeres decadentes” para avergonzarlas.

Mis amigas del colegio decían que sus madres escuchaban al Mulá de la Radio, aunque nuestra directora, la señorita Maryam, nos había recomendado que no lo hiciéramos. En casa sólo teníamos la vieja radio de mi abuelo, que estaba rota. Pero todas las amigas de mi madre la escuchaban y le contaban lo que habían oído.

Elogiaban a Fazlullah y hablaban de su largo cabello y de cómo montaba a caballo y se comportaba como el Profeta. Las mujeres le contaban sus sueños y le pedían que rezara por ellas. A mi madre también le gustaban aquellas historias, pero mi padre estaba horrorizado.

A mí me causaban confusión las palabras de Fazlullah. En el Corán no está escrito que los hombres tengan que salir y las mujeres permanecer en casa todo el día.

En la escuela, en la clase de estudios islámicos escribíamos redacciones tituladas “Cómo vivió el Profeta”. Aprendimos que la primera esposa del Profeta era una mujer de negocios llamada Jadiyah. Tenía cuarenta años, quince más que él, y ya había estado casada con anterioridad; no obstante, se casó con ella. Por mi propia madre, yo también sabía que las mujeres pashtunes son muy poderosas y fuertes. Su madre, mi abuela, había cuidado a sus ocho hijos sola después de que mi abuelo tuviera un accidente y se fracturase la pelvis, por lo que no se pudo mover de la cama en ocho años.

Un hombre va a trabajar, gana un salario, regresa a casa, come, duerme. Eso es lo que hace. Nuestros hombres piensan que el poder radica en ganar dinero y dar órdenes a los demás. No creen que el poder esté en manos de la mujer que atiende a todos durante todo el día y pare a sus hijos. En nuestra casa mi madre organizaba todo porque mi padre estaba muy ocupado. Era mi madre la que se despertaba temprano por la mañana, nos planchaba la ropa del colegio, nos hacía el desayuno y nos enseñaba a comportarnos. Era mi madre la que iba al mercado, compraba y cocinaba para nosotros. Se encargaba de todas aquellas cosas.

En el primer año de los talibanes, me tuvieron que operar dos veces, una para extraerme el apéndice, y la otra, las amígdalas. A Khushal también le operaron de apendicitis. Fue mi madre quien nos llevó al hospital. Mi padre nos venía a ver y nos traía helados. Sin embargo, mi madre seguía creyendo que en el Corán estaba escrito que las mujeres no deben salir de casa ni hablar con hombres, excepto parientes con los que no se pueden casar. Mi padre la decía: “Pekai, el purdah no está sólo en el velo. El purdah está en el corazón”.

A muchas mujeres les emocionaba tanto lo que decía Fazlullah que le daban oro y dinero, especialmente en las aldeas y hogares pobres, en los que los maridos estaban trabajando fuera. Se colocaban mesas donde las mujeres entregaban sus brazaletes y collares de boda, y ellas hacían cola para ello o enviaban a sus hijos.

Algunas se desprendieron de los ahorros de toda su vida, creyendo que así harían feliz a Dios. Empezó a construir en Imam Deri un gran recinto de ladrillo rojo con una madrasa, una mezquita, altos muros y un dique para protegerlo del río Swat. Nadie sabía dónde obtenía el cemento y las vigas de hierro, pero la mano de obra era local. Todas las aldeas se turnaban enviando hombres por un día para su construcción. Un día uno de nuestros maestros de urdu, Nawab Ali, dijo a mi padre: “Mañana no vengo”. Cuando mi padre le preguntó por qué, respondió que le correspondía a su aldea trabajar en la obra de Fazlullah.

Tu principal responsabilidad es enseñar a los alumnos”, respondió mi padre. “No, tengo que hacer esto”, dijo Nawab. Mi padre vino muy enfadado a casa. “Si la gente estuviera igual de dispuesta a construir escuelas o incluso a limpiar el río de bolsas de plástico, por Dios, Pakistán sería un paraíso en un año —dijo—. La única caridad que conocen son las donaciones a la mezquita y la madrasa”.

Unas semanas más tarde el mismo maestro le dijo que ya no podía enseñar a las niñas, porque “al maulana no le parece bien”.

Mi padre intentó hacerle cambiar de idea. “Estoy de acuerdo en que a las niñas las eduquen maestras —repuso—. ¡Pero primero tenemos que formar a nuestras niñas para que sean maestras!”.

Un día Sufi Mohammad declaró en la cárcel que las mujeres no debían recibir ninguna educación, ni siquiera en madrasas de niñas. “Si alguien puede mostrarme algún ejemplo en la historia en el que el islam permita una madrasa femenina, puede venir y orinarse en mi barba”, dijo.

Entonces, el Mulá de la Radio dirigió su atención a las escuelas. Empezó hablando contra los directores de los centros de enseñanza y felicitando por su nombre a las niñas que habían dejando de estudiar. “La señorita tal ha dejado la escuela e irá al paraíso”, decía, o “La señorita X de la aldea Y ha dejado las clases en el quinto curso, la felicito”. A las niñas que, como yo, seguíamos yendo al colegio, nos llamaba búfalos y ovejas.

Mis amigas y yo no podíamos entender qué tenía de malo. “¿Por qué no quieren que las niñas vayamos a la escuela?”, pregunté a mi padre. “Porque tienen miedo del bolígrafo”, respondió.

Otro profesor de nuestra escuela, un maestro de matemáticas de pelo largo, también se negó a enseñar a niñas. Mi padre le despidió. Pero otros maestros estaban preocupados y enviaron una delegación a su despacho. “Señor, no lo despida —le rogaron—. Son días difíciles. Permítale quedarse y nosotros le supliremos”.

Cada día parecía traer un nuevo edicto. Fazlullah cerró las peluquerías y prohibió afeitarse, por lo que los barberos se quedaron sin trabajo. Mi padre, que sólo lleva bigote, insistía en que no se iba a dejar barba por los talibanes. También dijeron que las mujeres no debían ir al mercado. A mí no me importaba no ir al mercado de Cheena. En realidad, no me gustaba ir. No me lo pasaba bien comprando, a diferencia de mi madre, a la que le gustaba la ropa bonita, aunque no teníamos mucho dinero. Mi madre siempre me decía: “Tápate la cara, la gente te está mirando”. Yo respondía: “No importa, yo también les miro a ellos”, y ella se enfadaba.

Mi madre y sus amigas estaban disgustadas por no poder ir de compras, en especial en los días anteriores al Eid, cuando nos arreglábamos e íbamos a los puestos iluminados con guirnaldas de luces en los que se vendían brazaletes y henna. Todo eso se acabó. Las mujeres no eran atacadas si iban a los mercados, pero los talibanes les gritaron y amenazaron hasta que se quedaron en casa. Un talibán tenía el poder de intimidar a una aldea entera. Los niños también estábamos disgustados.

Normalmente se estrenan películas en vacaciones, pero Fazlullah había cerrado las tiendas de dvds. Por aquel entonces mi madre también se hartó de Fazlullah, especialmente cuando empezó a hablar en contra de la educación e insistió en que quienes fueran a la escuela acabarían en el infierno. 

Fazlullah convocó una shura, una especie de tribunal local. A la gente le parecía bien porque la justicia era rápida, a diferencia de los tribunales pakistaníes, donde podías esperar años y tenías que pagar sobornos para que se ocuparan de tu caso. Empezaron a acudir a Fazlullah y a sus hombres para resolver las reclamaciones sobre cualquier cosa, desde asuntos de negocios hasta disputas personales. “Tenía un problema desde hacía treinta años y me lo han resuelto en un santiamén”, dijo un hombre a mi padre. Los castigos decretados por la shura de Fazlullah incluían latigazos públicos, algo que no habíamos visto antes. Uno de los amigos de mi padre le dijo que había visto a tres hombres azotados públicamente cuando la shura los declaró culpables de participar en el secuestro de dos mujeres. Se levantó un escenario cerca del recinto de Fazlullah y, después de escucharle a él en la oración del viernes, cientos de personas se reunieron allí para presenciar las flagelaciones gritando “¡Allahu Akbar!”, “Dios es grande”, con cada latigazo. Fazlullah se presentó allí montado en un caballo negro. Sus hombres impidieron que el personal sanitario distribuyera las vacunas contra la poliomielitis, diciendo que las vacunas eran un complot de Estados Unidos para hacer estériles a las mujeres musulmanas y extinguir así a la población en Swat. “Curar una enfermedad antes de que aparezca es contrario a la sharía —dijo Fazlullah por la radio—. En Swat no habrá ni un solo niño que beba una gota de la vacuna”. 

Sus hombres patrullaban las calles buscando infractores. Parecían la policía de moralidad talibán, que, según habíamos oído, se había implantado en Afganistán.

Crearon una policía de tráfico integrada por voluntarios llamada Comandos Halcón que recorrían las calles con ametralladoras montadas en sus camionetas.

Había gente que estaba contenta. Un día mi padre se encontró al director de su banco. “Lo bueno que tiene Fazlullah es que ha prohibido a las mujeres y las niñas ir al mercado de Cheena, lo que para los hombres es un ahorro de dinero”, dijo. Pocos protestaron. Mi padre se quejaba de que la mayoría de la gente era como nuestro barbero local, que un día se lamentaba de que sólo tenía ochenta rupias en la caja registradora, menos de una décima parte de lo que solía ganar. Sin embargo, el día antes el barbero había dicho a un periodista que los talibanes eran buenos musulmanes.

Después de que Mulá FM hubiera estado emitiendo durante un año aproximadamente, Fazlullah se volvió más agresivo. Su hermano el maulana Liaquat, junto con tres de sus hijos, estaban entre las víctimas del ataque del drone estadounidense a la madrasa de Bajaur a finales de octubre de 2006. Habían muerto ochenta personas en aquel ataque, incluidos muchachos de doce años, algunos de los cuales eran de Swat. Aquello nos horrorizó a todos y la gente de la zona juró vengarse. Diez días después un terrorista suicida mató a cuarenta y dos soldados pakistaníes en el cuartel de Dargai, entre Islamabad y Swat. En aquella época los atentados suicidas no eran frecuentes en Pakistán —ese año hubo seis en total— y aquel fue el mayor atentado llevado a cabo hasta entonces por militantes pakistaníes.

Con motivo de la fiesta de Eid sacrificamos animales como ovejas o cabras. Pero Fazlullah declaró: “En este Eid se van a sacrificar animales de dos patas”.

Pronto supimos a qué se refería. Sus hombres empezaron a asesinar a khans y activistas políticos de partidos seculares y nacionalistas, especialmente del Partido Nacional Awami. En enero de 2007 un íntimo amigo de un amigo de mi padre fue secuestrado en su aldea por ochenta matones enmascarados. Su nombre era Malak Bakht Baidar. Pertenecía a una familia khan acomodada y era el vicepresidente local del PNA. Poco después su cuerpo fue hallado en el cementerio ancestral de su familia. Le habían roto los brazos y las piernas. Fue el primer asesinato selectivo en Swat y la gente decía que era porque había ayudado al ejército a encontrar los escondites de los talibanes.

Las autoridades gubernamentales hicieron la vista gorda. Nuestro gobierno provincial seguía integrado por partidos de mulás que no iban a criticar a nadie que afirmara luchar por el islam. Al principio pensamos que estaríamos a salvo en Mingora, la ciudad más grande de Swat. Pero el cuartel de Fazlullah se hallaba a unos pocos kilómetros de distancia y aunque los talibanes no estaban cerca de nuestra casa, se les veía por los mercados, por las calles y las colinas. El peligro se iba acercando.

Para la fiesta de Eid fuimos a la aldea de nuestra familia, como siempre. Yo iba en el coche de mi primo; habíamos cruzado un río en el que la carretera desaparecía cuando tuvimos que detenernos en un puesto de control talibán. Yo iba en los asientos de atrás con mi madre. Mi primo nos dio rápidamente sus cintas de música para que las escondiéramos en nuestros bolsos. Los talibanes iban vestidos de negro y llevaban kalashnikovs. Nos dijeron: “Hermanas, traéis la vergüenza. Debéis llevar burkas”.

Cuando volvimos a la escuela después de Eid encontramos una carta pegada a la verja. “Señor, la escuela que dirige es occidental e infiel —decía—. Entre sus alumnos hay niñas y su uniforme es antiislámico. Ponga fin a esto o tendrá problemas y sus hijos llorarán y se lamentarán por usted”. La firmaban “Fedayines del islam”.

Mi padre decidió cambiar el uniforme de los niños y sustituir las camisas y los pantalones por shalwar kamiz. El nuestro siguió siendo un shalwar kamiz azul eléctrico con dupatta, pañuelo de cabeza, blanca, y nos recomendaron que nos cubriéramos la cabeza al salir y al entrar en la escuela.

Su amigo Hidayatullah le animó a que se mantuviera firme. “Ziauddin, tienes carisma; tú puedes alzar la voz y organizar a la gente contra ellos —le dijo—. La vida no es sólo aspirar oxígeno y emitir dióxido de carbono. Puedes quedarte ahí aceptando todo de los talibanes o puedes tomar postura contra ellos”.

Mi padre nos contó lo que había dicho. Entonces escribió una carta al Diario Azadi, nuestro periódico local: “A los Fedayines del islam [o sacrificadores del islam], ésta no es la forma correcta de aplicar el islam —escribió—. Por favor, no hagan daño a mis hijos porque el Dios en el que creéis es el mismo Dios al que ellos rezan cada día. Podéis tomar mi vida, pero no matéis a mis alumnos”. Cuando mi padre vio el periódico estaba muy descontento. La carta estaba en una página interior poco visible y, en contra de los deseos de mi padre, el director había publicado el nombre y la dirección de la escuela. Pero le llamó mucha gente. “Ha echado la primera piedra al agua estancada —decían—. Ahora tendremos valor para hablar”.



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Sobre mí
Anna Donner Rybak nace en Montevideo el 21 de setiembre de 1966.Desde 1989 hasta 1996 es docente en UTU de Programación de Sistemas y de Lógica.En 1993 se recibe de Analista de Sistemas.Escribe desde 2000, diversos géneros: Cuentos históricos, cuentos de humor, Columnas de actualidad, Ensayos, Poesía y fantástico.

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