¿ Libertad de expresión ?
Anna Donner Rybak. Compañeros; hasta la victoria.

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19.07.2007 21:40 / Memorias Informales

La Tierra Prometida.

A Diego.

Eretz Israel,  ella entonaba el Atikva. Desde siempre la habían cautivado esas cadencias en acordes menores, cada vez que iba a un casamiento de familia y los ritmos hacían que la gente bailase tomada de las manos, practicando los pasos aprendidos en las clases de Rikudim, niños, abuelos, derecha, izquierda.

 

Su madre había tenido tanto miedo que Eretz Israel se la llevase, que le amputó sus derechos como judía de visitar su casa.

 

Su vida transcurría oyendo las historias de Eretz Israel. Lo único que sabía era que muchos se sentían como ella, extraños en tierras lejanas. Tan lejos de su casa, como los tripulantes detenidos en Karaolos, o sitiados en el mar por los faros ingleses.

 

Ismael Ibrahim pasaba las tardes de su infancia, jugando con sus primas, en las calles polvorientas de Ramlé, leyendo la borra del café. Su padre le vaticinaba un porvenir próspero, enviándolo a cursar sus estudios superiores en alguna universidad del Imperio, solo así absorbería las occidentalidades.

 

Ismael tenía ojos marrones, y una mirada penetrante. El ceño fruncido, una expresión como de siempre enojado, o a veces triste, una mirada de dolor.

 

Nuevos vecinos habían comenzado a afianzarse en territorios fangosos linderos. Nadie entendía cómo dormían en medio de los humedales. Todos los días intentaban limpiar la tierra, trabajaban a cambio de casa y comida.

 

Lo que Ismael no sabía, era que ellos habían sobrevivido de las cloacas del gueto, o  habían sido arrojados al mundo en un  destartalado navío en alta mar.

 

Las culturas semitas fueron por los intereses de quienes se disputaban aquella tierra. Unos y otros se encargaban de destilar su veneno. Los conquistadores, otrora en la piel de los ejércitos de las legiones de Roma, ahora en la piel de la monarquía británica.

 

Pero, ninguno reparaba en los deseos de estos semitas, ni en el origen y la semejanza de las culturas árabe y judía, en los ojos almendras, en el aroma de olivos, en la historia de la reina de Saba.  

Chocaron a las culturas, combustión que beneficiaría para siempre sus intereses capitalistas, el único alimento de los poderosos. Bastardeando raíces, generando refugiados de uno y otro lado. Queriendo construir un muro como el que va separar Yankilandia de América Latina.

 

Ismael vio el mundo, y se le fueron las ganas de reír. Sus semejantes estaban poseídos por un odio desconocido. La calle de su infancia había desaparecido, y su amigo Ahmed estaba consustanciado con los propósitos de unir a todas las hermandades del Islam en el paraíso.

 

Ismael se debatía, Ahmed renovaba en él sus deseos de venganza.

 

Ismael tenía un puñal en la mano.

Leah adoraba a Ismael.

 

Ismael se había enamorado de Leah cuando tenía nueve años, y ella doce, el día que la vio acompañada de su padre León, de visita a Ramlé desde Yerushalaim.

Se había encandilado con sus ojos azules y su pelo dorado, la quería proteger para siempre de todos los peligros del mundo, con su espada filosa. De grande, quería casarse con ella, y que todos sus hijos tuviesen un ojo celeste y otro marrón, cabellos dorados y miel.

El día que Ismael se fue de Ramlé, todo cambió para siempre. El nunca se había olvidado de Leah. Pero ahora no podía discernir si la amaba o la odiaba. Lo invadían sentimientos contradictorios. La deseaba y la repudiaba, por su condición de usurpadora. Se despertaba poseído por vapores de sangre y sudor.

Todo estaba minuciosamente planificado. Ismael había repasado el plan con Ahmed, había memorizado todas las coartadas. El último año, había residido en Argentina, y se había infiltrado en la familia Cohen. Les arrendaba una destartalada buhardilla, se había declarado tasador de pinturas y antigüedades, tarea que lo habilitaba a cumplir horarios libres, y poder dedicar sus noches a rezar con dirección a La Meca, evocando con Ahmed las mujeres perfectas de las que dispondrían en el cielo. Ismael quería una con los ojos de Leah.

El fue arrojado en la Diáspora. Israel lo tomó por sorpresa. Con todo el dolor de su alma, se llevó el olor al asado. Con su voz melancólica, cantaba el Adagio a mi País, en la piel de Zitarrosa, y se le escapaba una lágrima de vez en cuando, porque extrañaba la rambla, justo ahí en la esquina de Hipólito Irigoyen.

Pero con el tiempo ratificó que su tierra  está sumida en el quietismo, y la inacción, gobernada por las leyes del curro.

El tiene una cosa clara: Jamás volverá.



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Sobre mí
Anna Donner Rybak nace en Montevideo el 21 de setiembre de 1966.Desde 1989 hasta 1996 es docente en UTU de Programación de Sistemas y de Lógica.En 1993 se recibe de Analista de Sistemas.Escribe desde 2000, diversos géneros: Cuentos históricos, cuentos de humor, Columnas de actualidad, Ensayos, Poesía y fantástico.

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