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21.07.2012 03:29 / Breves historias de vida

La leyenda de Facundo Cabral - Parte 2, Final

Por Leila Guerriero

Ver parte 1 en: http://blogs.montevideo.com.uy/blognoticia_56467_1.html

La furia, allá en Tandil, no se detuvo. Cabral consiguió una guitarra, empezó a componer canciones y a trabajar como cosechero.

 

–Me echaban de todas partes. Bebía mucho. Pero leía, y quería ser historietista como Hugo Pratt, el autor del Corto Maltés. Siempre dibujé. Y quería hacer la revolución. Leía a Proudhon, a Malatesta. Pero quería ser Hugo Pratt.

 

Y para ser Hugo Pratt no encontró mejor camino que viajar a Buenos Aires e inscribirse en la Escuela Panamericana de Arte; donde daban clases los mejores ilustradores e historietistas de la época. Era junio de 1960.

 

–Pero una cuadra antes de llegar a la escuela vi un cartel de la discográfica Odeón. Crucé la calle. Había una chica en la recepción y le dije: «Buenas, vengo a grabar un long play». Y me dijo: «Pero usted no es artista de la compañía». Y le dije: «No, elegí este sello por tus senos». Se armó un escándalo, y en ese momento entran tres tipos, uno de ellos el director del sello. Le digo: «Vengo a grabar un disco y no me dejan pasar». Y el tipo me dice: «Ah, no me diga que nos eligió, maestro». Y los mira a los otros dos como diciéndoles: «Síganle la corriente al loquito». Y dice: «¿Cómo es su nombre, maestro?». «Cabral». «Ah, qué bueno, pase por acá. ¿Cuándo podemos empezar a grabar?». Le digo: «Ahora». Y me ponen una silla y un micrófono, y se disponen a matarse de risa del loquito. Y yo canto “Vuele bajo”, que la había compuesto en esa época.”Vuele bajo porque abajo está la verdad, eso es algo que los hombres…”. Bajó volando el tipo y me dijo: «¿Cuántas tenés?» «¿Cuántas querés?». Me quedé una hora y grabé un long play. Al mes era el número uno en ventas en la Argentina.

 

Entre 1960 y 1965 Facundo Cabral fue, bajo el seudónimo del Indio Gasparino, un éxito de ventas. Le compró casa a su madre y creyó que esa vida era todo lo que quería hasta el fin de los días.

 

–Pero eran los 60 y me acordé que quería hacer la revolución. Así que dejé todo y me fui a recorrer el mundo. En jeep, en moto, en avión. Me fui por curioso.

 

Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, México. En 1969 llegó a Estados Unidos, en 1970 a Europa, y su vida devino lo que es: una iconografía extravagante en la que convergen Eva Perón y George Brassens; Rainiero y la viuda de Pancho Villa; Krishnamurti, a quien conoció en un parque de San Francisco; la madre Teresa, que lo llamó durante un programa de televisión en México invitándolo a orar con ella al día siguiente, y, claro, Borges.

 

–Yo había grabado un disco en Roma y se lo dediqué a Borges. Vuelvo a la Argentina, voy caminando por la calle y me para alguien y me dice: «Señor Cabral, soy Carlos Frías, editor de Borges. Lo acompañé al maestro a Inglaterra y un crítico italiano le regaló un long play suyo que está dedicado a él, y él está encantado y me dijo: “Si un día lo encuentra a este señor, por favor déle las gracias e invítelo a casa”». Yo me quedé paralizado. Frías lo llamó desde un teléfono público y le dijo: «Maestro, estoy aquí con el señor Cabral». Y fui a la casa y me fui a las tres de la mañana. Él decía que yo era un optimista a priori. Un día me dijo: «Señor Cabral, me conmueve su inocencia. Yo conozco su forma de vivir. Usted no es un artista popular, usted adhiere a lo popular. Usted, camino a la cancha de Boca, se detiene en la Biblioteca Nacional». Y es verdad. Uno sabe que no es eso, pero adhiere.

= = = = = = = = =

El restaurante, en plena Recoleta, está casi vacío, pero hay, todavía, una mesa con mexicanos que piden saludarlo. Cabral se acerca y se escuchan risas eufóricas, celebraciones. Cuando regresa dice:

 

–¿Viste qué hermosa la mujer que está con los mexicanos?

 

La mujer es una de esas bellezas artificiosas, el pelo alzado, el maquillaje, cejas sibilinas: una telenovela de las cuatro de la tarde.

 

–Le dije que si yo era presidente de México, no la dejaba salir del país.

 

Comerá bife jugoso, helado de vainilla, vino rosado. En un rato, cuando la mexicana pase junto a la mesa –porte de reina con carroza– él mirará con descaro y un hiato de admiración.

 

–Los Cabral somos todos medio sexópatas. Yo siempre creí que por mis venas corre semen, no sangre. ¿Vos usás tanga?

 

–¿Tanga?

 

–Tanga. Esa cosa finita. ¿Querés helado? ¿Vamos a tomar un café por ahí?

= = = = = = = = =

Barbra es, de todas las mujeres, la única a la que llama suya. Ella tenía 18 cuando él 40.

 

–La vi en un restaurante. Estaba almorzando con los padres. Me acerqué y les dije: «Miren, esta mujer se tiene que ir conmigo porque es mi mujer». Y ella vino.

 

Princesa en el concurso Miss America, tapa de Playboy, póster desplegable: era linda. Viajaron por el mundo –dice que vieron ballenas con Jacques Cousteau, que estuvieron en Vietnam los últimos meses de la guerra invitados por un comediante de la BBS, que fueron de misión con la Cruz Roja– y se correspondieron con un amor enfebrecido y una infidelidad muy mutua, consentida.

 

–Ella me dijo: «Sospecho que te voy a amar mucho, pero quiero que sepas que yo no soy fiel». Y yo le iba a decir lo mismo. Los dos tuvimos otras historias, pero nada nos divertía tanto como estar juntos. «¿Podemos salir el martes, en vez del miércoles? Porque conocí a un alemán». Nunca conocí a un ser tan libre, tan sano. Un día me dijo: «¿Arreglaste lo del concierto de esta noche?». Y le dije: «Sí, el empresario siempre tiene un lugar para vos, mi amor». Y me dijo: «No, pero ahora somos dos». Estaba embarazada. Me pareció la cosa más increíble del mundo. ¿Yo, padre? Inconcebible. Y después vino el accidente. Ella tenía que tomar un avión en Chicago, y yo no llegaba pero le dije: «Andá, mi amor, que yo voy más tarde, en otro vuelo». Era 1978. Mi hija tenía un año.

Cayó el avión, cayeron Barbra y la niña, y todo fue borrado por una furia majestuosa que venía del mismo sitio del que vendría, dirá después, toda belleza.

 

–Yo hablaba ocho idiomas, pero me los olvidé todos. Bajé treinta kilos, perdí la vista. Estuve dos años así. Un día fui a ver a Krishnamurti. Le conté lo que me había pasado y me dijo: «Te envidio». Te envidio, me dijo. «Siempre te quita lo que más amás. ¡Cómo te envidio! Qué tarea debe tener pensada para vos. Toda pérdida es una liberación. La vida no te quita cosas. Te libera de cosas». Mi madre murió hace veintiún años. Y no tuve dolor. Sentí liviandad. Era tan grande el amor que sentía por mi madre, que era una cadena. Cuando uno siente tanto amor por alguien, llega un momento en que dice bueno, ya está bien.

 

Cuando la democracia volvió a la Argentina, en 1983, Cabral regresó al país y presentó un espectáculo llamado Ferrocabral. Estructurado en diversas estaciones –la estación de la Partida, la de la Ignorancia, la de la Verdad, la de la Naturaleza–, con su tono elegíaco y sus aires de pastor hereje, decía cosas como: «Este es el viaje más extraordinario/. Vean qué espectáculo/: a la derecha los reaccionarios/, a la izquierda los revolucionarios/. En el medio, los hombres/, los que deciden su propia vida/, es decir, tres o cuatro». Y cerraba con una canción que había compuesto en Uruguay, en 1968, y que se transformó en su sello de fábrica, su marca en el orillo: “No soy de aquí ni soy de allá”. Hizo varias funciones en un teatro de la avenida Corrientes, llamado Astral, y allí, cuarenta y seis años después de no haberlo visto nunca, encontró a Rodolfo Cabral: su padre.

 

–Me fue a ver y yo lo reconocí enseguida. Mi madre me había dicho: «Vos, que caminás mucho, algún día te lo vas a cruzar». Nos dimos un gran abrazo, me invitó a su casa. Lloré en su biblioteca. En un momento me dejó solo y vi que él leía lo que yo había leído. Nunca le pregunté nada, ni a qué se dedicaba ni por qué nos había dejado Nunca hablamos nada porque no es de caballeros. Mi madre me había dicho: «Cuando lo encuentres, no cometas el error de juzgarlo. Ese hombre es el hombre que más amó, más ama y más amará tu madre. Dale un abrazo y las gracias porque por él estás en este mundo». Y así fue. Él tenía mujer, hijos. Una alemana deliciosa. Hacía treinta años que vivía con ella. Mi padre murió en 1993. Tuve una amistad de diez años con él.

 

–¿Y cómo se explica usted que él se haya ido sin explicar nada?

 

–No sé. La vida es así. Otra frase de Krishnamurti: la vida no es como debería ser, la vida es como es.

 

Pasados los ´90, con decenas de discos grabados –Cabralgando, Pateando tachos, Entre Dios y el Diablo, Ferrocabral–, una gira exitosa con Alberto Cortez

 

–Lo Cortez No Quita Lo Cabral– y varios libros escritos –Ayer soñé que podía y hoy puedo, No estás deprimido, estás distraído–, Cabral volvió a un segundo plano discreto y a una carrera que, todavía hoy, lo lleva por toda Latinoamérica: Chile, Uruguay, Perú, Ecuador, Colombia, México y un etcétera abrumador para alguien que tuvo cáncer, problemas glandulares, óseos, dos desprendimientos de retina y una pierna que no funciona.

 

–Yo no tendría que trabajar más. Pero emocionalmente no puedo. Económicamente sí, podría. Un tipo que a los 70 años no tiene solucionado lo económico es bastante estúpido. Estoy becado. Subo al escenario y me dan un café, dulce de leche, spaghettis, una botella de vino, un hotel, un avión. Vivo fenómeno. Pero mi salud es más que endeble, aunque soy de la clase de gente que no se queja. Me parece una vulgaridad quejarse. Para mí la muerte nunca fue un tema serio. Más bien es excitante la idea de la gran hembra, la muerte. Yo me imagino que el paso final debe ser como el silencio en el teatro, antes de que se encienda la luz. El paso al otro lado debe ser así. Ese silencio.

= = = = = = = = =

En el shopping hay las marcas –Max Mara, Lacroix– y señoras y señores que las compran. Allí Facundo Cabral va cada día, o cuando puede, a mirar librerías, a tomar café, a deleitarse mirando gente bien vestida.

–Amo a la gente que se viste bien. La gente cree que yo soy un hippie, pero a mí me gusta el refinamiento. Beber y comer bien, vestir bien. Me gusta la gente refinada. Yo pensé que a mi edad iba a viajar con un valet que me iba a llevar las valijas con los trajes. Mirá, ¡ahí hay bolsos!

 

–Son de mujer, Facundo.

 

–Ah.

 

Afuera cae la noche.

 

–Vení, sentémonos ahí. ¿Querés café? ¿Tenés papel y lápiz?

 

Papel, lápiz.

 

–Hace años yo escribí un libro en el que especulaba dónde me encontraría la muerte. Ahora es muy fácil saber dónde va a ser el final, porque queda muy cerca. No sé si son tres, cinco años más, pero si no es acá en Buenos Aires…

 

Traza un círculo sobre el papel blanco.

 

–… será acá, en Quito.

 

Otro círculo.

 

–… o acá, en Chicago.

 

Otro más.

 

–… o puede ser Mar del plata. Pero es por acá. Y seguramente en un hotel frecuentado, conocido por mí, o en una clínica de alguna de esas ciudades. No me preocupa, pero pensé que a los 70 años iba a tener una casa en el sur de la provincia de Buenos Aires, y a esta hora iba a estar tomando mi primera copa de vino frente a un hogar, leños ardiendo y un montón de niños jugando por ahí. Y yo contando historias. Nunca lo tuve ni lo tendré. Tampoco hice nada para eso. Pero creí que, naturalmente, se terminaba así. Que la soledad y el vagabundeo eran un juego hasta llegar a ese final. Una vez fui a Medellín. Todos los verdes del mundo y curvas, curvas. En la ladera de una montaña había una casita y dos viejitos de la mano, tomando sol. Destrozaron toda mi idea del mundo. Pensé «Qué imbécil, yo creí que sabía qué era la felicidad. Y tengo razón, pero si sacan a estos dos de acá». A esa edad debe ser lindo ir a una casa en la montaña, tomar una copa de vino, hablar tonterías. «¿Viste qué humedad?». «Escuché en la radio que mañana va a haber menos humedad».

 

Las palabras, separadas por hilos de respiración, caen como ácido sobre el velo frágil del lugar común.

 

–«Ah. ¿Llamó mi ahijado?». «Sí, dice que lo llames, que va a estar en la casa de la madre». «Ah». «Conseguí ese pan que te gusta». «No me digas». «Sí. Don Fermín lo trae de nuevo». «Me parece que me voy a ir a acostar». Vivir así. Es una posibilidad, ¿no?

 

Cruza las manos sobre la empuñadura del bastón.

 

Después suspira y dice:

 

–No.

 

Hagan CLIC en el TÍTULO para ver en video a Facundo interpretando esta hermosa canción compuesta en Uruguay en 1968, con un prólogo excelente:


NO SOY DE AQUÍ, NI SOY DE ALLÁ


Nota de Leila Guerriero (Junín, 1967) Periodista y escritora argentina

Video recogido de YouTube

Ver PARTE 1 en: http://blogs.montevideo.com.uy/blognoticia_56467_1.html



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