Eliza y Miguel
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15.03.2012 21:13 / Cuentos de Eliza

Profesiones paralelas

Esteban Beltrán era un tipo normal, con un poco de todo y sin exceso de nada. A los treinta y pico, nunca se había sentido infeliz, ni tampoco se había detenido a pensar en la felicidad como parte importante de su vida.

Con estudios, amistades y trabajo había llenado su vida casi sin esfuerzo, como dejándose vivir. Encaraba su profesión de forma responsable y con optimismo. Si bien era su medio de sustento, carecía de ambición. No lo apremiaban metas utópicas ni deseos inalcanzables.

Según sus amigos, necesitaba una compañera. Según Esteban, todavía no era tiempo de pensar en eso.

Culminados sus estudios, obtuvo el ansiado diploma y con él, ese lugar preferencial para el que se había especializado. El doctor Beltrán dejó de recepcionar pacientes, armar historias clínicas e indicar análisis y estudios, para integrarse al equipo de cirujanos plásticos de la clínica.

Veía su profesión como la forma de ayudar a la gente a sentirse más a gusto con su propia imagen, y eso lo reconfortaba. Sus colegas, haciendo lo mismo, lo enfocaban de una forma menos altruista: cada paciente era una fuente de ingresos y nada más.

Fue así que se fue ocupando de las cirugías reparadoras, mientras los otros se dedicaban a la estética, no tan necesaria pero mucho mejor remunerada. Era una situación en la que todos estaban cómodos, porque satisfacía las necesidades esenciales de cada uno. Esteban adquiría experiencia y habilidad, y los otros hacían plata.

En la recepción de la clínica empezó a trabajar la joven esposa de uno de los cirujanos, Camila, quien con su flamante título de médico, se abocaba ahora a la misma especialización de todos los integrantes del equipo.

También ella sentía vocación por la cirugía reparadora, y aunque su marido quería impulsarla hacia la plástica, ella prefería presenciar las intervenciones de Esteban y muchas veces mantenía con él conversaciones técnicas que le resultaban instructivas y enriquecedoras.

En la clínica se mezclaban dos clases de pacientes. Por un lado, la clientela de los cirujanos plásticos, que sugiriendo a las damas cualquier retoque innecesario, las habían convertido en un grupo estable de asidua concurrencia. Por otro lado, personas de ambos sexos con marcadas y visibles desfiguraciones, secuelas de accidentes graves.

Las primeras, obsesionadas por la belleza extrema, formaban una especie de clan, mostrándose los resultados de sus cirugías e inculcándose entre sí como obligación, que a ninguna le faltara lo que otras ya tenían. Entre charlas y risas destacaban la belleza de haberse dado volumen en los pómulos, un respingue en la nariz, o pronunciado el arco de las cejas.

Los segundos, aunque descorazonados por un aspecto que verdaderamente necesitaban mejorar, intercambiaban relatos sobre sus lesiones y se daban ánimo entre sí.

Al final de la consulta, los cirujanos solían cenar en un restorán cercano, y en la sobremesa discutían asuntos inherentes al funcionamiento de la clínica. La noche en que celebraban la culminación de la especialización de Camila, los dos plásticos tocaron un tema que anteriormente habían evitado: Los reparadores ya podrían trabajar juntos, y era la oportunidad para sentar sus consultorios en otro lado, de forma que sus horrorosos pacientes no distorsionaran con la élite de las bellezas.

Esteban, asombrado por la alocución, se quedó en silencio. Camila en cambio, visiblemente molesta y mirando fijamente a su marido, aceptó el planteamiento y, mencionando un lindo piso a la venta en un edificio cercano, le pidió apoyo económico para comprarlo e instalarse de inmediato, y así poder reintegrarle el préstamo lo antes posible.

Semejante exposición como respuesta, y en presencia de los otros, le dio el resultado esperado. ¿Cómo podía negarse a invertir en algo que él mismo había pedido? Sin siquiera preguntar el precio, asintió, aclarando que su aporte sería una colaboración no reintegrable.

Esteban comprendió y tal vez todos, que se había gestado una situación ambigua. Cada par de especialistas tendría su espacio, ambas clientelas estarían más cómodas y el apoyo monetario les permitiría la compra de instrumental moderno imprescindible para optimizar su labor. Pero no había sido un obsequio para Camila por haberse recibido... sino una forma hipócrita de reparar una evidente discriminación.

La nueva clínica de cirugía reparadora, con dos profesionales de vocación auténtica, tomó notoriedad en poco tiempo, al conocerse los excelentes logros en un personaje famoso cuyo rostro se había destrozado en un accidente automovilístico. La prensa divulgó el caso, las fotos de cirujanos y paciente ocuparon las portadas de todos los diarios y se hicieron reportajes en televisión. Esteban y Camila habían sido los héroes salvadores de un eminente magnate que se mostró junto a ellos jerarquizando su destreza y capacidad.

El esposo de Camila empezó a tratarla con desprecio, minimizando sus condiciones y llevando la relación a un punto insostenible que culminó en separación. Su colega se mostró indiferente y peyorativo con ella y con Esteban y la antigua amistad entre todos ellos desapareció.

Pero en la clínica de cirugía estética también hubo intervención periodística, aunque por otro motivo. Una paciente se negó a someterse a los estudios y análisis previos a una intervención múltiple, aduciendo falta de tiempo y asegurando excelente salud. Ofreció mejor pago por la urgencia, ambos profesionales aceptaron sin chistar y la dama murió en el quirófano.

Los dos cirujanos plásticos fueron acusados de negligencia y homicidio culposo, se les retiró la licencia y fueron sentenciados a muchos años de penitenciaría.

Sin escuela alguna para moverse en el ambiente carcelario, exteriorizaron su talante despreciativo ante los otros presos y fueron víctimas de una agresión masiva que les dejó el rostro irreconocible. Como no hay en las cárceles atención especial para estos casos, se les practicaron primeros auxilios sin ocuparse de pómulos hundidos, caballetes rotos ni hendeduras en los labios.

También ese insuceso tuvo publicidad, y así se enteraron Esteban y Camila. Lo conversaron, y decidieron ofrecer su ayuda honorariamente, con la condición de que su identidad se mantuviera oculta. Los dos pacientes debían estar anestesiados antes de que ellos entraran al quirófano.

Así se hizo, y los dos ex-médicos, en su calidad de pacientes, nunca supieron el nombre de los benefactores que devolvieron la normalidad a sus rostros. Tal vez lo sospecharon, y por vergüenza, ni siquiera lo hablaron entre ellos.

Esteban y Camila se amalgamaban cada día más, en la profesión, en la conducta, en la solidaridad, en la forma de encarar la función de vivir.

Entonces, Esteban se detuvo a pensar en la felicidad como parte importante de sus necesidades; decidió que había llegado su tiempo de alcanzarla junto una compañera... y Camila se convirtió en la señora de Beltrán. La felicidad existía, y ambos la habían encontrado.

Eliza



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