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27.05.2011 10:21  |  Mis artículos

El perro que cambió nuestras vidas

Rabito entró en mi vida cuando yo tenía 14 años. Era un época difícil, el liceo, las peleas constantes con mis padres, las primeras novias, los granitos en la cara y principalmente la muerte de mi hermano.

Cuando cumplió 18 años ya estaba en la facultad y papá como premio le dio un auto. El primer sábado que salía con sus amigos chocó contra una columna. Fueron 15 días en coma, lo que aumentó aún más el sufrimiento de la familia. Mis padres envejecieron 15 años en dos semanas.

Pasaron más de dos meses de aquella noche, cuando Rabito apareció en la puerta de casa (mejor dicho en la ventana), a partir de ese momento cambió radicalmente nuestras vidas.

Era un perro callejero muy especial, blanco con manchas negras, peludo, con una cola que nunca paraba de moverse. Debía estar con tres meses cuando aquel domingo lluvioso empezó a ladrar debajo de mi ventana, eran las 7 de la mañana, recuerdo la hora con precisión, pues fui yo el que abrió la abrió con ganas de matar a aquel animal que no estaba dejándome dormir. Al abrirla los ladridos pararon. La cerré y nuevamente empezaron. La abrí de nuevo y allí estaba, me miró y ladró, movió su colita incesantemente, y podría jurar que se rió.

Respondí con otra sonrisa, esa si de verdad, y le pregunté que quería. Aquella bolita peluda ladró y se apoyó con sus patitas en la pared. Prácticamente me colgué de la ventana, lo agarré y lo metí en mi cuarto. Desde ese momento, raramente o por motivos muy especiales él saldría de allí.

Le había preparado a mis padres un largo discurso de todos los beneficios de tener un perro en casa, como eso podría ayudar en mi desarrollo y un montón de bobadas. No fue necesario, ellos se limitaron a decir “está bien”, no porque les agradase la idea de tener un animal en casa y si porque todavía estaban en estado de shock y casi más nada les importaba, hasta llegué a pensar que yo no tenía la menor importancia.

 

Aquellos meses fueron interminables, sabía que el tiempo se encargaría de poner todo en su debido lugar, pero el golpe había sido demasiado grande.

Mi hermano era el ídolo de la familia, alto, fuerte, inteligente, parecía indestructible. Y a pesar de ser tan joven  me enseñó muchas cosas, a besar, a entender un poquito a las mujeres, si es que eso es posible, a jugar al fútbol (nunca tan bien como él lo hacía), como estudiar y memorizar las lecciones, sin duda mi hermano también era mi ídolo.

 

A pesar de saber que la naturaleza no estaba ayudándome mucho (a los 14 años medía poco más de un metro y medio, mi hermano a esa edad casi uno ochenta), no tenía un porte atlético, casi repetí de año, introvertido, tímido, en fin, no era lo que se puede llamar el orgullo de la familia.

 

Fue en esa tremenda crisis que Rabito empezó a ser parte de muestra historia.

 

Desde la primera noche durmió en mi dormitorio, arriba de la cama, en invierno el bandido amanecía debajo de las frazadas, y ni pensar en sacarlo, pues había crecido tanto que ni un guincho conseguiría levantarlo, además tenía el sueño más pesado que vi en mi vida…

En un año llegó al tamaño que sería el de toda su vida, creció por lo menos cuatro veces más que aquel día en que apareció debajo de mi ventana.

Rabito se transformó en mi confidente, mi grande y a veces único amigo.

Llegaba del liceo corriendo para abrir la puerta y verlo saltar sobre mi lamiéndome sin parar  y moviendo su colita a una velocidad supersónica. Nunca entendí por qué tanta alegría y desespero. Podrían pasar cinco minutos que si yo saliese y entrase de nuevo, el festejaba otra vez.

 

Yo subía a mi cuarto corriendo, tiraba la mochila en la cama (él siempre atrás mordiendo mis tobillos) y lo llevaba a pasear. Era más fácil enlazar un buey que colocarle el collar, Rabito, lo detestaba, era una pelea para ponérselo, pero finalmente entendía que solamente así iría a la calle, todos los días era la misma lucha.

Íbamos siempre a una placita cerca de casa, había un lugar que nos encantaba, la vista era maravillosa, acostado en el pasto admiraba todo alrededor, el lago, los árboles que lo cercaban, el cielo azul, el sol en mi rostro, era el mejor lugar del mundo para un chico de 14 años pensar en la vida.

Reflexioné muchas veces con Rabito sobre todo lo que estaba pasando, algunas veces él  me escuchó, otras estaba ocupado corriendo detrás de los pájaros que frecuentaban el lugar, y que -tengo que confesarlo- odiaban a aquel perro loco, si pudiesen hablar dirían “como puede ser tan bobo, todos los días hace lo mismo: nos corre como un loco con la lengua colgando, ladrando, babeando”. Rabito repetía diaria y religiosamente todo lo que le hacía feliz. Con los años aprendí la lección y me di cuenta que él no era bobo y si muy inteligente.

 

Con el pasar del tiempo las cosas mejoraron en casa, si bien mis padres nunca superaron el trauma, estaban por lo menos más resignados, y se dieron cuenta que el que había muerto era mi hermano y no yo.

 

Rabito era cada vez más parte de la familia, mi padre que al principio no le daba importaba mucho, se había encariñado con el bichito, a pesar que por detrás de su orgullo intentaba esconder sus verdaderos sentimientos. Algunas veces los pesqué jugando y peleándose, sea por el simple robo de un zapato o por aparecer alguna media destruida debajo de la cama. Siempre terminaba diciendo “este perro no tiene arreglo”.

 

Mi madre en un invierno muy riguroso le tejió a Rabito un tipo de buzo, era rojo y verde, ella se lo puso, cuando llegué de la escuela y lo vi, no pude dejar de soltar una carcajada. Estaba preciosamente  ridículo, él lo sabía, pero como era un payaso no le importaba. Vistió su busito durante todo el invierno. No quería sacárselo ni para bañarse, mi madre se sintió toda orgullosa por la receptividad que el regalo había tenido. 

 

Se pasaron otros inviernos.

Fue a Rabito a quien le conté mi primera vez, fue con él que lloré cuando aquella idiota no quiso saber más de mi.

Con mi primer sueldo le compré un hueso de goma que le duró meses, hasta deshacerlo completamente.

Me alejé un poco de aquella pelotita de pelos, cuando entré en la facultad que quedaba a 300 kilómetros de nuestra ciudad.

Al principio fue difícil, mis padres me contaron que Rabito no estaba comiendo, muy triste se tiraba en un rincón del comedor hasta que llegaba la noche, cuando se iba a nuestro cuarto, se acostaba en la cama y esperaba que yo llegase.

Cada 15 días yo volvía y la alegría era la misma de siempre, saltando como un loco. Volvían los paseos al lago, donde el continuaba corriendo atrás de los pájaros, en esos fines de semana no se separaba de mi ni un segundo. Hasta cuando me iba a bañar, se quedaba en la puerta, esperando que saliese, y claro, era nuevamente una fiesta.

Con el tiempo se acostumbró a mis visitas esporádicas y ansiaba por las vacaciones donde pasábamos varios meses juntos.

En una de esas vueltas regresé con mi primera novia, fue aprobada por todos, menos por él. No paraba de ladrar, probablemente por ser la primera vez que me veía de manos dadas y tan junto a alguien.

En el cuarto fue una pelea, el hasta entonces amo y señor, veía su espacio invadido. De mañana no conseguía moverme, mi novia me abrazaba de un lado y Rabito del otro presionando a los dos contra la pared. Esa pelea duró varias semanas, hasta que terminó aceptándola, pero eso fue casi al final, cuando nuestra relación estaba agonizando.

Un jueves mamá me llamó desesperada, Rabito no estaba bien y mi papá corrió con él hasta el veterinario. “Parecía que era algo malo” me dijo mamá en voz baja, como si susurrando disminuyese la gravedad de la enfermedad.

 

Volví a casa esa misma noche, llegue casi de madrugada. Mamá me llevó a la clínica donde papá había pasado la noche (volvió a casa apenas para cenar y bañarse). El viejo estaba cansado, abatido, cuando me vio me dio un fuerte abrazo y sus ojos se llenaron de lágrimas, la situación, guardando las debidas proporciones, me hizo acordar a otra similar ocurrida algunos años atrás.

 Al parecer, Rabito había tenido un problema cardíaco, algo crónico nos contó el veterinario en un tono altamente académico. Tendría que tomar remedios durante toda su vida “No corre riesgo de muerte, puede ser que un día se vaya de causas naturales, no es para preocuparse”, nos dijo aquel hombre con aires de cardiólogo internacional.

Mi padre desde ese momento cuidó de Rabito como si fuese la cosa más importante en su vida, del trabajo llamaba por teléfono para preguntarle a mamá si no se había olvidado del remedio. Ella me contó que de noche cuando sentía que la respiración de Rabito no parecía normal, se levantaba de la cama y se quedaba a su lado, hasta que se le pasase. Con el tiempo Rabito se acostumbró a dormir en el cuarto de ellos, solamente en los fines de semana venía a dormir conmigo, pero de madrugada cuando se imaginaba que yo estaba en el quinto sueño se iba al cuarto de mis padres. A mi siempre me pareció que era una deuda de gratitud, estaba premiándolos por la manera como lo cuidaban.

 

Cuando terminé la facultad volví a casa. Mi carrera, mi empleo, mi novia. No tenía la altura de mi hermano, nunca la tendría, ni sería el atleta que él fue, pero estaba haciendo las cosas correctamente, mis padres estaban orgullosos del hijo que no se murió.

Mi novia se hizo muy amiga de Rabito, esta si le gustó.

A veces cuando iba a casa y no me encontraba, ella lo sacaba a pasear. Muchas veces los fui a buscar a la placita. Ella se recostaba contra un árbol y le gritaba que parase de correr atrás de los pájaros, el ladraba como si quisiese decir “está bien, está bien”, pero seguía corriéndolos. 

Yo llegaba por atrás, le tapaba los ojos y ella empezaba a decir varios nombres para dejarme enojado, el último era siempre el último. Yo la abrazaba y me tiraba arriba de ella, la besaba dulcemente, y Rabito venía como un tren descarrilado y saltaba sobre nosotros. Eran momentos inolvidables y muy felices entre ladridos, gritos, risas y mucho amor.

 

Mi mamá falleció exactamente 12 primaveras después de la muerte de mi hermano. Muy joven, una bella señora, inteligente, delicada, ella sabía oír, una virtud rara en la mayoría de las personas.

Intenté acordarme de algún día en que ella hubiese  levantado la voz, pero no lo logré. Para doña Coca todo era diálogo, conversación, siempre queriendo que todos se tranquilizasen, mi madre fue una gran mujer.

Rabito a pesar de racionalmente ser imposible que supiese o sintiese lo que estaba pasando, parecía triste, durante días no ladró, ni movió su colita supersónica.

Mi padre llevó este dolor mejor que el otro, por lo menos era lo que aparentaba. 

 

Rabito pasó desde ese momento a ser su amigo, confidente y compañero fiel, principalmente después que se jubiló.

Daban largos paseos juntos, a pasos cortos, pues la edad estaba llegando para ambos.

Rabito tenía reuma, mi padre le hacía masajes en sus piernas, y el bandido se dormía en el medio de la sesión, mi padre lo miraba y decía “que buena vida tiene este bacán”.

 

Más de una vez, al llegar del trabajo, encontré a papá llorando: él decía que era porque estaba muy sensible y cualquier película lo hacía moquear, yo sabía que era mentira, la nostalgia que lo invadía era enorme.

Cuando Fernanda me contó que estaba embarazada decidimos casarnos. Nos amábamos desde el primer beso, teníamos todo en común, era la persona que siempre soñé.

Mi idea era no salir de casa, había espacio suficiente para todos, pero el viejo siempre fue muy especial para esas cosas, y le pareció que deberíamos tener nuestra independencia. Fue así que él y Rabito se quedaron viviendo en aquella inmensa y vacía casa, acompañándose uno al otro.

 

La vejez lo agarró primero a Rabito. Los paseos eran una vez al día, siempre a la noche. Rabito a veces hacía pichi en los rincones de la casa, no podía aguantar. Cuando eso pasaba, lleno de vergüenza raramente salía del cuarto, mi padre limpiaba sin decir nada, pienso que sentía lástima de ver a su amigo en aquella situación. Era una silenciosa complicidad que solamente ellos entendían.

 

Mi hijo nació un domingo lluvioso como aquel en que Rabito ladró debajo de mi ventana. Mi padre me dio un abrazo, que pareció ser eterno. Yo sentí en ese momento el espíritu de los que ya no estaban, un poco de mi hermano, de mi madre y de Rabito.

 

Rabito había muerto unos meses antes, se fue en una noche llena de estrellas, mi padre nos contó que algo hizo que se despertarse y fuese a verlo. Lo acarició, Rabito abrió los ojos y respiró hondo, fue su último suspiro. Papá emocionado nos siguió contando “por increíble que pueda parecer tuve la nítida impresión que se estaba riendo, pero ¿eso será posible?

 

Rabito fue muy especial en nuestras vidas, llenó un vacío, dos vacíos, todos los vacíos de una familia especialmente igual a tantas otras.

Nunca nos pidió nada, apenas nos dio.

Nos dio alegría, compañerismo, daba ganas de vivir y fue gracias a él que todos pudimos sobrevivir en aquellos momentos tan difíciles.

 

Ahora, sentado con mi esposa, en este verde césped, viendo a mi hijo correr detrás de aquellos pájaros, se cuán importante en nuestras vidas fue aquella pelotita peluda y lo mucho que nos hace falta.

 

En algún lugar, en otro mundo, o quién sabe en otro tiempo….

...un perrito viste un ridículo busito rojo y verde, que una bella señora terminó de tejer. Moviendo sin parar su colita supersónica corre atrás de un ágil adolescente, pero antes de alcanzarlo y morderle sus tobillos, el chico vuela y sentado en lo alto de  una nube sonríe feliz, el perro ladra sin parar, como hacía con los pájaros, en otro tiempo, en otro lugar y en otra vida.

 


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el autor
Escritor y periodista residente en San Pablo, Brasil, desde los años 80. Marcelo Puglia es autor de ocho libros en toda América Latina le escribe al amor con humor. Su última obra "Como evitar enamorarse de un boludo" es el mayor éxito teatral de la temporada en Uruguay y fue adaptada en Chile y actualmente en Puerto Rico. Marcelo Puglia es productor internacional del Portal y corresponsal de Radio Sarandí.

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