(III) EL PROTAGONISMO DEL JOVEN DOCTOR DE CHUQUISACA ... Y DESPUÉS EL OLVIDO
Al igual que en octubre de 1811, levantado el sitio Antonio Pérez volvió a reunirse con sus hijos y las diferencias políticas cedieron su lugar a los bien consolidados intereses familiares. En tiempos de abierta guerra civil, cuando los porteños se comportaron en Montevideo como un ejército de ocupación, Juan María Pérez y su hermano Pedro se integraban al nuevo aparato de poder, y en particular Juan María recibía del Director Supremo el cargo de Capitán en el Batallón de Milicia Activa de la Provincia Oriental del Uruguay, “concediéndole las gracias, exenciones y prerrogativas que por este título le corresponden”. Pero esa sosegada convivencia con el bando que tenía a Artigas como enemigo neto, no impidió al joven abogado jugar un papel relevante cuando después de Guayabos las cosas cambian de signo.
Alvear se va y Otorgués entra en Montevideo. El 26 de febrero de 1815, al tiempo que es recibido por el Cabildo, una multitud pide audiencia y quien dice representarlos expone en elocuente alegato el objeto de sus demandas: “… el pueblo, por mi intermedio, expresa que es ilegítimo e incompatible con sus reclamaciones, la existencia del actual Cabildo de la ciudad de Montevideo, puesto que, siendo hechura del Gobierno de Buenos Aires, es escandaloso que subsista y dirija el régimen de los negocios de la comunidad”, y pide “se permita a la ciudad elegir libremente el nuevo Cabildo que deba gobernarlo”, habiendo antes dejado constancia que la libertad reconquistada, gozaba ahora de la garantía “de la fuerza armada de la provincia, que tiene a su cabeza al Jefe de los Orientales, General Artigas”. Quien así habla y convence, es Juan María Pérez. El 4 de marzo se constituyó el nuevo Cabildo, y en él el joven doctor de Chuquisaca -entonces con 24 años-, fue elegido Caballero Síndico Procurador General de la Ciudad, asumiendo a partir de allí un protagonismo que vería pronto un dramático final.
Siguieron tiempos turbulentos, cuando aún pesaba la amenaza de la expedición de reconquista armada en Cádiz y la intervención portuguesa -preparada sin tapujos- iba en camino de convertirse en parte de la estrategia porteña para librarse del peligro de las provincias desafiantes. A la vez que se tensaba la relación entre Purificación y Montevideo. Otorgués, que según Larrañaga “estuvo a dos dedos de romper con Artigas”, se rodea de un círculo poco o nada afecto al proyecto federal, capaz de alentar unas veces medidas de rigor jacobino y otras de hacer la vista gorda ante las demandas del “Protector”.
En ese círculo se mueve Juan María Pérez y allí aporta sus dotes -heredadas y ahora confirmadas- de buen administrador; pero en tiempos de vientos cambiantes y de visiones e intereses que no logran concertarse, no es de extrañar que sufriera durante seis meses, entre diciembre de 1815 y los primeros días de junio de 1816, los rigores de “la Purificación”. Y tampoco que a su vuelta estrechara sus vínculos con “la gente principal de la ciudad” y se comprometiera en el golpe frustrado de los “Cívicos” contra la administración de Miguel Barreiro, en setiembre de 1816. Preso primero en el Cabildo y luego en la Ciudadela, aquí “engrillado y con centinela de vista”, logra escapar -a lo Montecristo- en la noche del 11 de octubre. Tal vez tuvo tiempo en su huída de pasar por la casona natal… desde donde pocos meses después se verían desfilar las tropas al mando de Lecor, en su tranquila marcha por el camino Real hacia la toma incruenta de Montevideo.
Rotos los lazos con los orientales en armas, al igual que tantos otros miembros del patriciado montevideano, Juan María Pérez encontró en la Cisplatina un respiro -al decir de Real de Azúa-, un tiempo para intentar poner orden en las cosas que, para sus intereses, se habían salido de madre; y en su caso, el ambiente adecuado para retomar el trillo emprendedor de su padre. Dedicando entonces toda su energía a los negocios familiares, diversificó sus actividades dentro y fuera de fronteras y multiplicó sus activos en una dimensión que pocos podían igualar.
UN ESCENARIO MARGINAL EN EL TERCER SITIO DE LA CIUDAD
Con la independencia no cambiaron las cosas, salvo en el hecho de que volvió Juan María a asumir responsabilidades políticas, en forma transitoria en el primer gobierno de Rivera y de manera muy activa con Oribe, ejerciendo el Ministerio de Finanzas (y en todos los casos, siguiendo muy de cerca los consejos de Adam Smith de enajenar en manos privadas las tierras públicas, aquí del Ejido y los Propios).
Cuando en 1832 Besnes e Irigoyen hace el croquis antes citado, ya habían fallecido Antonio Pérez y su esposa, y sus hijos vivían en el casco histórico de la ciudad. Aunque reducida su actividad al rango de quinta familiar, todavía la casona y el Oratorio mantenían su presencia, pero pronto habría un tercer sitio y a diferencia de los dos anteriores, sería esa una tierra de nadie en medio de las avanzadas oribistas y las esporádicas incursiones de los hombres de la Defensa; un escenario de múltiples escaramuzas de las que dan cuenta otros cronistas de la época, señalando las afectaciones y saqueos que sufrieron aquellas construcciones.
Al decir de Vázquez Franco, la Guerra Grande, “de guerra tuvo poco y de grande nada”, pero en el caso de Juan María Pérez fue suficiente para casi acabar con su enorme fortuna -que al inicio de los años 40 Isidoro de María estimaba en cuatro millones de pesos fuertes-, y también para terminar con los buenos tiempos de las construcciones levantadas por sus padres en Arroyo Seco. Así, en el plano de Montevideo y sus alrededores levantado por el francés d´Albernard en 1867, consta la ubicación de la casona que entonces ocupaba Juan Antonio Caravia -casado con Catalina, la hija mayor de los Pérez-, contigua a una “iglesia en ruinas”… tal el viejo Oratorio, nunca más rehabilitado.
EL EXTRAÑO INJERTO DE LOS IGLESIAS-CANSTATT
Tuvo que pasar un siglo para que la historia volviera su mirada hacia el escenario que los Pérez-Cerante habían construido a lo largo de dos generaciones y donde ocurrieron tantas cosas importantes, ligadas a tiempos fundacionales de la nación. En ese lapso tan extenso, sólo el interés -hoy renovado- por las historias de la vida cotidiana podía justificar volver el foco sobre la vieja casona. El predio se fue fraccionando en lotes menores, separados a su vez por el trazado de nuevos caminos, y cada familia que ocupó el padrón en el que se encontraban las construcciones principales, las fue adaptando a necesidades que ya poco tenían que ver con aquellas de sus orígenes. Se sucedieron a lo largo de los años demoliciones, reconstrucciones y ampliaciones; de muchas obras antiguas sólo quedaron vestigios, pero se mantuvo casi sin variante el cuerpo principal sobre el camino Real, aquel cuya fachada dibujó Besnes en 1832.
Cuando en el último cuarto del siglo XIX Felipe Iglesias y su esposa Ercilia Canstatt se establecen en Montevideo, asumen la propiedad del bien y proyectan una intervención de gran porte. Ya no se trata de reformas de adaptación, sino de construir una mansión señorial, discreta en su apariencia pero comparable en su programa con las mejores que entonces se levantaban en la ciudad. Lo curioso es que ese programa se concreta “incrustando” la nueva construcción en el espacio comprendido entre aquel cuerpo principal de la casona y el Oratorio (probablemente ya inexistente, salvo el arranque de un muro lateral, todavía visible), reutilizando parte de viejos cimientos y vinculando en compleja funcionalidad nuevos espacios con otros preexistentes.
El resultado es desconcertante y ha confundido a mucha gente, siendo común oír hablar de un conjunto unitario, cuando ni la nueva vivienda que una vez abierta la calle San Fructuoso ocupa la esquina del padrón, ni la muy cuidada reja que protege su espacio frontal, tienen la menor relación temporal con las construcciones que Antonio Pérez hiciera levantar ...un siglo antes. Pero allí sigue en pie el volumen principal de la casona patricia. ¿Lo quisieron así los Iglesias-Canstatt?, ¿quisieron hacer una reverencia a la memoria del pasado, un sentimiento entonces apenas cultivado por estos lares? No sería de extrañar, siendo Felipe Iglesias sobrino de Lavalleja y su esposa hija del doctor Bernardo Canstatt ("médico alemán que acompañó al general Rivera en sus campañas militares", según anota Schulkin). Había lazos fuertes con la historia profunda y a la vez, un curioso paralelismo entre las vidas de los Pérez y los Iglesias. Si por esas u otras razones hubo una voluntad explícita de mantener las preexistencias, hoy adjudicaríamos a ese hecho una significación muy especial, teniendo en cuenta que recién en 1951 se llegaría a formalizar una lista oficial de protección patrimonial, que incluía entre algo menos de cien ejemplos, la casa de los Pérez. Lista que tuvo un valor, según veremos, puramente testimonial…
EL EJEMPLAR EMPEÑO DE PIVEL Y BARRIOS PINTOS, AUN SABIENDO QUE ENTRE NOSOTROS… 50 AÑOS NO ES NADA
Siendo Edil en el Consejo Departamental de Montevideo, en setiembre de 1958 Pivel Devoto propone y fundamenta con rigor histórico la expropiación del padrón conocido como “Quinta de Iglesias”, donde se conservan construcciones levantadas por Antonio Pérez; tres años después, actuando ya como Ministro, impulsa la aprobación de la ley Nª 13.032 declarando de utilidad pública la expropiación de referencia, y en 1967, cuando publica “La conservación de los monumentos históricos nacionales”, incluye la casa de los Pérez entre los ejemplos relevantes y expresa que el Poder Ejecutivo ha previsto restaurarla para sede del Círculo Nacional de Bellas Artes. Pero no hay avances concretos y todo se complica con el fallecimiento, en octubre de 1970, de la última propietaria allí residente, doña María R. Iglesias.
Aníbal Barrios Pintos, en ese entonces vecino del lugar y testigo de su decadencia, ocupa tapa y dos primeras páginas del suplemento dominical de EL DIA del 31 de enero de 1971 para “volver a reclamar la acción de las autoridades nacionales para salvar un trascendente testimonio de nuestro pasado”. La argumentación es contundente y tal vez haya contribuido a que el 30 de diciembre de ese mismo año se formalizara la declaración de expropiación. Que también poco significó en la práctica, e hizo que volviera a urgir por una acción de salvaguarda concreta, también en el suplemento de EL DIA, el 25 de junio de 1972 (“Agonía de un monumento histórico nacional”).
A todo esto, ya teníamos ley del Patrimonio, aunque el primer listado de protección recién se formalizaría en 1975. Pero aquí los esfuerzos de Barrios Pintos y Pivel se juntaron, y ante el riesgo de perder lo que quedaba en manos de ocupantes precarios cada vez más activos en sus estrategias de sobrevivencia depredatoria, se logró aprobar en julio de 1973 -terribles tiempos- la resolución por la cual la casa de los Pérez era reconocida como Monumento Histórico. Pero eso tampoco cambió nada. Un año después se pergeña un curioso procedimiento que las sucesoras de María Iglesias hacen suyo, proponiendo donar la parte del padrón en que se asientan las construcciones antes citadas, con la condición de que el Estado librara de toda afectación el resto del bien. El 20 de mayo de 1980, 22 años después que Pivel propusiera la expropiación del padrón, el Poder Ejecutivo aceptaba la fórmula convenida, y se hacía -sin costo- de la parte principal del bien protegido. Parece una solución interesante, pero como el Estado no pudo antes expropiar por falta de fondos, ahora, propietario del bien, tampoco disponía de rubros para hacer nada, aunque más no fuera evitar que el desmantelamiento continuara.
Y de tal forma continuó ese proceso que el 9 de noviembre de 1995 aparecía una nota en el semanario BUSQUEDA anunciando la decisión de la Comisión del Patrimonio de demoler las construcciones existentes, habiendo constatado su alto grado de deterioro y el riesgo de derrumbe, un riesgo que poco había aliviado el apuntalamiento de un tramo de la casa de los Iglesias, hecho en la segunda mitad de los años 80. La Comisión relativizó el anuncio, aunque confirmándolo en lo esencial, diciendo “…que ha decidido, previa consulta con el Ministerio, emprender su recuperación conformando con los elementos existentes un espacio de uso público…”. Pero tampoco esa intención llegó a concretarse.
Han transcurrido desde entonces casi 13 años, y casi 50 desde que Pivel Devoto presentó su propuesta de expropiación y rehabilitación. ¿No será tiempo suficiente para definir una estrategia medianamente sustentable para salvar ese “trascendente testimonio de nuestro pasado”?. ¿O seguiremos debilitando nuestra memoria patrimonial, borrando -o si cabe peor, bastardeando- esos mojones de identidad que dan referencia material y concreta a todo “relato” histórico?. Al inicio de esta década se hizo un esfuerzo importante para evitar la destrucción total de las preexistencias más significativas. Hoy está proceso un programa de rehabilitación selectiva, llevado adelante con criterios que merecerían una evaluación crítica -que no han tenido, aunque las demoliciones visibles no ocultan una intención tan radical como discutible-, pero que ojalá llegue a concretarse en términos razonables, cerrando este periplo impresentable. Pivel Devoto ya no, pero Barrios Pintos podrá verlo y sentir que su prédica no fue en vano. Bien que lo merecería.
(*) NOTA: Han sido textos de referencia la obra de Raúl Montero Bustamante (“Juan María Pérez” / 1790-1845); los artículos que Aníbal Barrios Pintos publicara en el suplemento dominical del diario EL DIA con fecha 31.01.1971 y 26.06.72, y el “Diario del Sitio” de Acuña de Figueroa, citado en PARTE II.
IMAGEN DE PORTADA: he aquí la situación actual, la fachada del cuerpo principal de la casa de los Pérez mantiene -en líneas generales- el aspecto que Besnes e Irigoyen trasladó a su croquis, en tanto la mansión de los Iglesias es ruina total. En síntesis, un híbrido que espera una intervención inteligente de rescate y puesta en valor...para poder "tocar" la historia que nos han contado (o para contarla mejor).