Versión para imprimir 05/12/18



Conociendo el peligro

Mostrar el mundo como es, para que a edad temprana se puedan conocer los peligros que encierra, debe ser una de las formas más efectivas de enseñar. La propia visión de la realidad no estimula  —como sí lo hace la imposición de los tabúes teóricos—   el impulso de saciar la curiosidad por lo prohibido. Claro está que para ejercer esta docencia, una pareja debe ser  —necesariamente—   como la de este cuento. 

La pareja había sido linda desde el principio. Se querían mucho y se complementaban perfectamente. Esperaron su retoño con amor, esperanza, y esa responsabilidad innata en todos aquellos que sinceramente desean un hijo. Cuando nació, iniciaron una vida de tres con alegría, dedicación y empeño. Así lo fueron atendiendo y protegiendo, hasta que llegó el momento de empezar a formarlo. 

La vida en pleno campo implicaba una instrucción concienzuda, el pequeño tenía que ir conociendo de a poco los riesgos del entorno en que se iría desarrollando. Así fue advirtiendo las distintas actitudes de los animales del monte; percibió el respeto que merecía el río con su corriente, crecidas y remolinos; supo qué plantas y frutos elegir acertadamente; aprendió de la fuerza del clima y la naturaleza…  

La pareja, orgullosa, lo veía crecer sano y fuerte, pronto podría valerse por sí mismo. Sólo faltaba una lección: ya era tiempo de mostrarle el peligro que acechaba más allá del hermoso y tranquilo lugar agreste en que estaba su morada. 

Con la primera claridad del alba, emprendieron el viaje. Atravesaron el monte, cruzaron el río, bordearon el valle por la senda de pinos hasta alcanzar el cerro arbolado; y ya en la cima, se detuvieron. Un añoso ombú habría de guarecerlos y podrían observar a salvo, sin ser vistos, hacia el poblado que se extendía  —allá abajo—   hasta el pie de la sierra.  

A lo lejos, se divisaban las edificaciones y el movimiento del centro. Más cerca de ellos, el cinturón del pueblo mostraba una imagen distinta. Vieron carros tirados por caballos transportando pesadas cargas, y a los carreros apurando el paso de los animales a golpe de látigo. En el patio abierto a los fondos del frigorífico, desfilaban las reses por el brete hasta alcanzar  —una a una—  el certero golpe que pondría fin a su existir.  

Al costado, en un largo corral, podían verse las pequeñas jaulas que aprisionaban  —casi inmóviles—  los productos de blanco plumaje de la avícola. Del otro lado, en un enorme parque cerrado por altos muros, animales exóticos dormitaban en grandes jaulones, y en el centro, dentro de una semiesfera gigantesca cubierta de fino enrejado, miles de pájaros revoloteaban desorientados buscando una salida inexistente. Ese lugar  —el zoológico—   era uno de los paseos preferidos por los niños del lugar. 

Los ojos del pequeño, agrandados por el asombro, estaban apreciando claramente aquella realidad que sus padres tenían que mostrarle. Poco después, le dieron su consejo: "Nunca vayas más lejos de este cerro. Allá abajo… sólo podrás encontrarte con el peligro".       

Ya empezaba a oscurecer, la pareja cambió una mirada de conformidad y dio por terminada la más dura de las enseñanzas. Entonces, las tres aves levantaron vuelo y regresaron a su nido.





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Eliza y Miguel
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