Versión para imprimir 23/11/18



La vergüenza del cobarde

Todo comenzó la madrugada de un domingo al finalizar lo que se había vuelto, al menos a esa altura de la noche, un interminable periplo por recintos de amigos, esquinas alegres y boliches de la ciudad de Montevideo. Mi estado no era el mejor por que agradecí la poca concurrencia del ómnibus que me devolvía al hogar.
Aunque disponía de varios asientos libres, uno solo era el que estaba desocupado en sus dos posiciones, ya mi cuerpo me molestaba por lo que la cercanía a otro era un contexto que prefería evitar. Este era el asiento al final de la fila del conductor. Seré preciso, casi al final de la fila, porque luego de ese asiento hay un espacio para ocupar de pie y luego una última línea de asientos. Típica organización de los volvos de Coetc (este en particular era un 468). Estos lugares de la penúltima fila cuentan con la particularidad de que miran hacia atrás, a la inversa que el resto de los puestos, muy a mi pesar (sin tardar mucho en darme cuenta por que), quedé con vista panorámica a la fila final de asientos.

Tenía dos ocupas: frente a mi, alguien que se encontraba en una situación muy similar a la mía excepto que no contó con un momento de lucidez o un amigo prudente que lo haga frenar a tiempo. Con la cabeza recostada contra la ventana fría y húmeda como si fuera una almohada de plumas, dormía profundamente. El otro, un pibe que en bajada y con viento a favor arañaba los diez y siete, edad que intentaba dejar atrás con no más de nueve pelos de barba, as bajo la manga para enfrentar a algún desprevenido y/o aburrido portero de boliche. Bien vestido y con una cara de santo que es el orgullo de las abuelas y la vergüenza de sus amigos. Si no fuera por que la hora lo prohibía, diría que estaba yendo a la iglesia.

El viaje ayudado por la distancia y el agotamiento se hacia largo. Nunca pude dormir en los ómnibus sin importar el sueño que acumule, se me hacen tareas incompatibles dormir y andar en bondi. Para mi sistema resulta lo mismo que comer en un baño público. Intolerable. Y gracias a esta particularidad fui testigo presencial de una atrocidad.

Entró a mis espaldas, avanzando en un zigzag lento, como una serpiente escalando la rama de un árbol. Mucho antes que el sonido de sus pasos la delató la invasiva fragancia de su perfume. El aroma, denso y dulce, atrofiaba el olfato desestimando a la distancia e incluso al viento. La vista no era un sentido más favorecido. El pantalón blanco aunque firme no lograba homogeneizar las formas, en su lugar expulsaba hacia arriba las holguras de la forma como el relleno de un churro manejado con rudeza. Flameando las gastadas pieles opuestas a sus pasos, como banderas de batalla, avanza con andar pastoso pero constante, no se detendrá hasta la última fila, excepto por la breve pausa para inútilmente ajustar su maquillaje.

La señora, aunque a ella no le conste, superaba cómodamente la quinta década y soportada en la experiencia y el camuflaje trataba de socavar los impulsos sexuales que el tiempo no pudo menguar. Si bien no encontró sabanas para enredarse en el correr de la noche y tenía pronta la vuelta a casa (es la razón que asumo la lleva hasta el ómnibus) el avistamiento de una nueva presa activa sus habilidades de caza. La pequeña gacela apartada de la manada se vuelve una situación imposible de desperdiciar. No es su culpa, es simplemente la ley de la selva.

Yo intuí la maniobra, y simulando dormir me recosté en el vidrio para tener mejor visión, aunque imaginé que seria un espectáculo nauseabundo no quería perderme detalle. Supongo que es lo mismo que me pasa cuando encuentro el cadáver de algún animal en la calle, no importa lo desagradable que sea tengo que mirarlo, captar sus detalles, elegir que es lo realmente desagradable aunque esto prolongue el mal trago. Masoquismo puro e inútil. Esa es la única explicación que logra convencerme.
Ella se pidió permiso y el se lo entregó sonriendo e ignorando la trampa que lo estaba esperando. Pasó su pierna izquierda sobre la derecha para ganar comodidad así como también la única salida. No recuerdo con precisión pero tengo la idea que comenzó la charla preguntando la hora, o diciendo que estaba por llover. Sin notar la presencia del depredador contestaba cortésmente sin manifestar interés alguno (obviamente), ignorando que la circunferencia que lo separaba del peligro disminuía su radio lentamente.

Entonces sucedió de repente, la explosión de una risa lanzó al aire tanto la cabeza como las garras de la hiena cayendo una de ellas sobre la rodilla de la victima y al momento de sentir la carne todos los dedos comenzaron a deslizarse como babosas rumbo al norte, dejando una estela de bilis (quizás esta última parte de la bilis corre por cuenta de mi imaginación, anteriormente describí que mi estado no era el mejor).

Fue solamente ante esta audaz jugada que el desprevenido usuario del trasporte publico reconoció la situación y en consecuencia su alta peligrosidad.

Con un movimiento corto primero de su pierna y luego de todo su cuerpo se replegó a la pared del ómnibus liberándose del contacto pero cediendo terreno para el avance de la amenaza. Ya con la vista clavada en el cuello, ella continúo su charla esperando que los encantos de la palabra actuaran como un bálsamo sobre la porosa defensa de corcho del joven. Es aquí y no antes donde mis actos me generan vergüenza y no es para menos. Maldeciría mil veces el nombre de quien supiera actuó con mi cobardía y egoísmo. Juzgaría en forma pública y privada al individuo que es capaz de ignorar las necesidades más urgentes de sus prójimos para conservar su comodidad y confort. Bueno, eso me gustaba creer.

La charla se había vuelto soez, creo que el peor degenerado o pederasta de nuestro tiempo se hubiera sentido asqueado de escuchar esos términos. A mi que era una tercera persona escuchando el dialogo, oscilaba entre los estados de nausea y miedo. Entonces los ojos llenos terror de la victima encontraron los míos y enviaron un feroz pedido de ayuda y empatía. Conteste simulando mirar por la ventana. Seguramente no pudo creer mi omisión porque otra mirada llegó hasta mí. Esta vez fingí dormir. No quería formar parte de semejante espectáculo, la situación ya me había superado como público ¿Qué hubiese podido hacer como actor?

Ya no hubo un tercer pedio de ayuda. El episodio se terminó resolviendo de la única forma posible, cuando el acosado logro juntar la fuerza necesaria se paróde un salto y toco el timbre para descender pasando su brazo sobre la baranda que separa la última fila de la escalera de la puerta. Levantó su pierna por sobre las de ella y salió hasta la zona descenso, ahí espero unos segundos pero prefirió la seguridad de bajar por adelante. Dudo que esa haya sido su parada. ¿Soy un hipócrita si digo que me sentí feliz por el?

Un par de paradas después bajó ella, con los mismos movimientos felinos con los cuales abordó. Seguramente atenta a las presas que podía encontrar en la calle.
Para mi fue todo reflexión por unos días. Una sola pregunta para la cual no tengo respuesta. ¿Cuál es el error más grande de la naturaleza? no matar la líbido de la criatura en el mismo momento que le quitó la chance que cualquier hombre, mujer o bestia manifieste un interés de índole sexual para con ella, o dotar a un hombre con el valor de un ratón. Yo no lo sé





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Intento Fallido
Quizas no le guste... lo que pasa es que no esta bueno.

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