Versión para imprimir 10/12/18



Pensacrimen: el delito de pensar distinto

 

Se le atribuye a Voltaire una frase que seguramente casi todos conocemos y que en verdad pertenece a una de sus biógrafas, Evelyn B. Halla, quien recrea en uno de sus libros una falsa conversación con la que pretendía mostrar la impronta liberal del filósofo ilustrado y que hoy más que nunca deberíamos levantar como bandera: “estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

 

Pese a la confusión en torno a su autoría, la frase condensa un principio fundamental para los liberales, negado, combatido y vituperado como es obvio por sus enemigos de siempre: la libertad de expresión y de pensamiento. Desde los absolutistas de corona y cetro dorados, pasando por los totalitarios de la hoz y el martillo o la esvástica, hasta los nostálgicos de los regímenes militares, coinciden en que el pensamiento debe ser único (esto es, que nadie piense salvo el mandamás de turno y sus acólitos, si es que se le puede denominar de ese modo a la maza que repica sobre el clavo en forma machacona y monocorde) y que, en lo posible, nadie exprese nada demasiado alejado al discurso oficial, porque, de lo contrario, ya sabemos… ¡chácate!

 

Acabo de leer que el conocido actor y director teatral Franklin Rodríguez, fue declarado por las autoridades de una reconocida institución teatral –un viejo reducto de la cultura a cuya historia flaco favor le hacen los torquemadas vocacionales- “persona no grata” y que se le prohibió ensayar en sus instalaciones, por sus críticas al programa Socio Espectacular de esa institución y, acaso, por sus cuestionamientos a la izquierda en el poder. Un “crimen” que, por lo visto, merece un “correctivo” simbólicamente desproporcionado, para que sirva como ejemplo a cuanto verso libre ande en la vuelta.

 

Por desgracia, se trata una perla más de un largo collar de patoteadas, ninguneadas y “tatequietos” que se infringen a disidentes y críticos de ciertas verdades absolutas asumidas con pasión religiosa o excesiva comodidad intelectual, en ámbitos –Educación y Cultura- en los que debería reinar el pensamiento libre, la confrontación pacífica de ideas y el pluralismo democrático, y no el sectarismo o el dogmatismo.

 

Días atrás, le tocó al consejero en representación de los docentes en el CODICEN, Robert Silva, que un sindicato de profesores le impusiera un rótulo similar, luego de que éste solicitara la investigación de los hechos producidos durante un simulacro de secuestro realizado por algunos estudiantes en una institución educativa en la previa a la Marcha del Silencio. ¿Investigar? ¿Poner orden? ¿Exigir que se respeten las normas básicas de la convivencia en sociedad también es un “crimen”? Por lo visto, sí.

 

Poco después, le tocó al actor Petru Valensky pasar por las llamas purificadoras del escarnio público, padeciendo todo tipo de descalificaciones y agravios provenientes de personas anónimas e incluso de algunos compañeros de rubro, luego de que decidiera –pese a declarar que fue, es y será socialista- apoyar con su firma la iniciativa de reforma constitucional que impulsa el senador Jorge Larrañaga. Equivocado o no, ¿acaso no tiene derecho a estampar su firma donde más le plazca e impulsar el recurso plebiscitario que entienda conveniente? ¿O debería actuar conforme a un libreto preestablecido, según el cual un buen socialista debe hacer, decir y pensar tal o cual cosa o de lo contrario correr el riesgo de dejar de ser reconocido como tal y colgado en la plaza pública como si fuera un “criminal”?


Recuerdo también otro episodio de este tipo, que tuvo como protagonista nada más y nada menos que al escritor y premio nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, a quien, un par de años atrás, se propuso concederle un Doctorado Honoris Causa por parte de nuestra Universidad y algunos docentes y representantes del sector estudiantil se opusieron alegando que el escritor era un “militante neoliberal” admirador de Margaret Thatcher. Otro “crimen” inaceptable para quienes se creen dueños de una institución que es de todos y con el derecho de proscribir ideas diferentes a las suyas.

 

En “1984”, la novela más conocida de George Orwell, el “Gran Hermano” se encarga de perseguir a los "ciudadanos" que "piensan" en cosas que van en detrimento de las consignas del Partido. El crimen de pensamiento ("pensacrimen" o “crimental”, los llama el autor) es lógicamente el más grave de todos los crímenes sancionados por el régimen y por tanto el más vigilado a través de cámaras y micrófonos desperdigados por todas partes, porque es el germen de la disidencia y el camino hacia la libertad. Quien piensa, es libre. Y quien no lo hace, sencillamente no lo es.

 

En nuestra aldea, cada día más parecida a un suburbio del infierno orwelliano, se aplica el escrache, el insulto, el ninguneo, la descalificación, la injuria entre otros tantos recursos más o menos evidentes para callar al díscolo. Si piensa diferente, si tiene dudas, si mastica alguna crítica, si está en desacuerdo, que mejor que no lo diga. Que alimente, manso, y en lo posible con una sonrisa complaciente, la ficción del pensamiento único. Esto es, que no contagie a otros. De ahí las Gestapos. Las Stasis. Las KGBs. Los Comités de Defensa revolucionarios. O los tiras que hay desperdigados por ahí, a veces disfrazados de docentes y en otros casos de artistas populares.

 

La historia enseña que el fascismo es una plaga contagiosa, que puede infectar a una democracia de a poco y en silencio, hasta desvirtuarla por completo. Pulverizando su pluralismo, criminalizando la disidencia, fomentando el pensamiento único y entronizando a un grupo de totalitarios en el poder.

 

Ante este devenir trágico, que vamos naturalizando, no podemos permanecer en silencio. Es preciso decir, bien fuerte, que pensar no es delito y que cada uno tiene derecho a pensar como quiera y a decirlo en voz alta a todo aquel que quiera oírlo sin temer a ningún tipo de represalia por ello.

 

Alcanza con que los liberales -no importa en qué partido o rincón del país nos encontremos- olvidemos la esencia de la frase volteriana, para que el crimen termine de ser perpetrado y el “Gran Hermano” pueda -¡finalmente!- cantar victoria.





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