Versión para imprimir 23/11/18



LA ESTATUA DE LA LIBERTAD

    

        En marzo de 1811, la Junta Provisional Gubernativa decidió levantar en la entonces Plaza de la Victoria, frente al Cabildo de Buenos Aires, un monumento en celebración del primer aniversario de la Revolución de Mayo. A sólo dos meses de esa decisión -al asomar el sol del veinticinco-, se inauguraba la histórica “pirámide”, tan modesta en su materialidad como fuerte en su simbolismo.

      Cuarenta años más tarde, el monumento parecía poca cosa a los ojos de los vencedores de Caseros, y obrando a la manera de las muñecas rusas, hicieron sobre la base de la anterior un obelisco más alto y de terminación más esmerada -el que hoy conocemos, aunque ahora corrido hacia el centro de la plaza unificada- poniendo en su cima una estatua de la Libertad diseñada por el francés Duburdieu, 34 años antes que otro francés -Bartholdi, secundado por Eiffel- plantara su emblemática imagen a la entrada de Nueva York. 

         A todo esto, en el entorno de 1860, el muy activo Jefe Político de Paysandú, coronel Basilio Pinilla, tal vez inspirado en la obra de Duburdieu, promovió la instalación de una estatua de la Libertad en el centro de la plaza principal de la ciudad, frente a la iglesia que entonces levantaban los hermanos Poncini. Sería éste el primer ejemplo entre nosotros de estatuaria monumental ligada a un espacio urbano, porque no habían necesitado apelar a ese recurso españoles, portugueses y brasileños para afirmar en clave simbólica el poder que en su momento detentaron. No tuvieron tiempo de hacerlo los ingleses ni tampoco Alvear, y habría que esperar a los primeros años de la República para que en la prensa de Montevideo se hiciera sentir una demanda a la que Zucchi, en su informe de 1837 daría forma, aunque su concreción, bien sabemos, llevó su tiempo... Manejando un imaginario más genérico y a la vez más preciso –“la Libertad”, a secas-, Pinilla en Paysandú fue más expeditivo y también más exitoso. Aunque el fruto de sus esfuerzos no se mantendría por mucho tiempo.                      

Abatir en Paysandú, erigir en Montevideo 

          En diciembre de 1864, Flores sitiaba Paysandú por segunda vez, ahora en alianza con las fuerzas invasoras del Imperio del Brasil. Cual símbolo de la heroica defensa, la estatua de la Libertad fue uno de los primeros blancos de los cañones de los “aliados”… y nunca volvió a su lugar, siendo posible que fuera llevada y reconstruida en Buenos Aires por el Almirante Murature, testigo de aquellos trágicos acontecimientos (1). Tomada la ciudad, el cerco se trasladó a Montevideo,  amenazada de igual ominosa suerte. Pero Inglaterra jugó sus cartas -y da Silva Paranhos las suyas, felizmente apartadas de los deseos imperiales de restaurar la Cisplatina-, de modo tal que el 20 de febrero de 1865 Flores asumió como Gobernador Provisorio, apuntalado por las tropas brasileñas que impusieron esa fecha para entrar en Montevideo -como 13 años antes lo habían hecho en Buenos Aires tras la caída de Rosas-, y no justamente para celebrar Ituzaingó. Con ese epílogo de oscura trama, se desvanecía la presión sobre la República al precio de consolidar la innoble alianza -Mitre incluido-, que apuntaba al Paraguay.  

           Apenas un año después, el Jefe Político de Montevideo coronel Manuel Aguiar tomó la iniciativa de erigir un monumento conmemorativo a la forzada paz del 65, previendo ubicarlo en la Plaza Matriz, allí donde el italiano José Livi había proyectado años antes, a instancias del gobierno de Gabriel Pereira, una estatua de mármol representando a la Constitución. Esta obra no llegó a concretarse, pero el mismo Livi fue uno de los dos escultores convocados por Aguiar, retomando en la propuesta finalmente seleccionada el esquema de aquel trabajo frustrado.  Modela entonces una imagen de la Libertad con la Constitución en sus manos, imagen que sometida a la crítica del comitente, perdió “el librito” y derivó en la efigie que hoy conocemos: una Libertad bandera en alto, espada en ristre y pie apretado sobre una cabeza segada, luciendo más recatada pero no menos combativa que la pintada por Delacroix. 

          Por esas vueltas del destino, el escultor que había visto destruidas en el ataque a Paysandú “la Libertad” antes citada y “la Justicia” -obra esta de su cosecha, situada sobre el frontón de la Jefatura-, fue el encargado de modelar la estatua a erigir en Montevideo. Usando además el bronce de dos de los cañones que bien pudieron servir a los sitiadores en aquellas trágicas jornadas (2).  La obra de Livi  fue ubicada finalmente en el centro de la desolada plaza de Cagancha, allí donde en 1862 el gobierno de Berro, con iniciativa legislativa de Tomás Diago, proyectara erigir un monumento a Artigas (una iniciativa que también con escenario modificado -y discutido-, tardaría sesenta años en concretarse). En ese entonces la “plaza” prevista en el proyecto de Reyes existía sólo en el papel; las aceras de 18 de Julio seguían derechas, dejando a ambos lados  unos “huecos” que -se decía en la prensa- servían a menudo de depósito de basura y escombros, y todo el lugar era un “potrero y refugio de carretas que venían de campaña”, trayendo frutos del país para las barracas instaladas en los alrededores 

De ayer a hoy, entre gladios y cadenas

            Al inaugurarla el 20 de febrero de 1867, se decía: “Aquí queda para la eternidad esta columna y este bronce de la Paz. Que esta estatua sea un símbolo de la concordia en la familia oriental”. Pero casi exactamente un año después -el infausto 19 de febrero de 1868-, los ojos de la bella dama volcados hacia la península pudieron ver el cuerpo acuchillado de Flores próximo a la esquina de Rincón y Ciudadela, y los restos de Berro, arrastrados por la calle en los alrededores del Cabildo. Era entendible que en “la tierra purpúrea” esta buena señora empuñara una daga ..., cosa no bien vista por algunos agrios viajeros que pasaron por Montevideo.  

           Tal el caso del famoso capitán Richard Burton, quien hacia 1869 llegara a ver en Paysandú el pedestal de la estatua caída e hiciera luego esta reflexión sobre la típica plaza central de nuestras ciudades: “Frecuentemente (...) termina en una estatua de la Libertad, una doncella de semblante y proporciones de amazona, tocada con un gorro frigio y vestida con una especie de salida de baño, armada con escudo y lanza o, como en Montevideo, apuntando una espada a tu pecho  -Oh gringo!-  con el gesto de quien te va a apuñalar”. Parecida prevención tuvieron los que hacia 1887 promovieron el cambio del gladio por una cadena rota, buscando una imagen no tan alejada de la Paz o la Concordia que entonces aparecía como ideal más compartido que impuesto, en los tiempos de conciliación que dieron inicio al gobierno de Tajes. 

          Conviene detenerse en esas circunstancias. Habían pasado diez años desde los tiempos de su inauguración cuando el cielo, ajeno a toda celebración, se descargó un mal día con rayos y centellas que dañaron gravemente la base del monumento, “que sólo por milagro” dijeron entonces, no terminó en el suelo. La columna llegó incluso a inclinarse, por lo que era imprescindible tomar cartas en el asunto. Entra allí en escena el ingeniero José Montero, preocupado como otros muchos, no sólo por la ruina que amenazaba la obra mayor de Livi sino también -dando por buena su rehabilitación-, por el ambiguo mensaje que podía inferirse de una dama tan bien armada (y eso sin reparar en la cabeza que yacía a sus pies, que extremando las cosas, alguien pudo leer como alegoría de oscura premonición para los opositores al bando de la Victoria... si es que la Victoria y no la Paz encarnaba un simbolismo subyacente).   

           Estando ya en proceso las medidas correctivas que la situación imponía, Montero propone cambiar daga por cadena, y al efecto escribe: “...En vista de las malas interpretaciones simbólicas que sugería el instrumento punzante que tenía la estatua en la mano derecha, pedí al señor Director (de Obras Municipales) que autorizara para hacerlo, lo que así se hizo, y en su lugar se colocó una cadena rota, con sus esposas, todo en bronce...”. Esta  nota fue transcripta en el suplemento dominical de El Día del 20 de mayo de 1934 al referirse a aquellos hechos, dando cuenta asimismo que el 25 de agosto de 1877 pudieron retirarse guinches y andamios, dejando restaurado el monumento, desde entonces y para todos, estatua de la Libertad. Y tal como ocurriría años más tarde con la reconstrucción del Campanile de la plaza San Marcos, allí quedó el monumento “como era y donde estaba”, o en rigor, casi “como era”, porque el brazo derecho seguía tenso, aunque ya no empuñaba “un instrumento punzante”, que bien podía congeniar con la Victoria, poco con la Paz y convendría que nada con la Libertad (mejor entonces la cadena rota, aunque como se sabe, las alegorías son complejas y cambiantes... ). 

              Cabe precisar que aún en ese estado más apacible, tampoco contó con la simpatía del periodista norteamericano Theodor Child, quien la vio hacia 1890 y no tuvo reparos en descalificarla con vitriólica ironía: “Esta estatua es muy mediocre; la actitud que ha escogido el escultor es tal que la Libertad se asemeja a una dama en apuros haciendo señas con su paraguas para detener el ómnibus”. Definitivamente, Livi y su modelo no tuvieron suerte con algunas miradas extranjeras... De la Paz. de la Victoria, de la Libertad... de la Concordia  

             Anécdotas aparte, la obra no saldría seguramente mal parada en una instancia de evaluación académica. Pero cualquiera fuere el juicio que como obra de arte se le adjudicara, nada opacaría su esencial relevancia simbólica y su protagonismo en el escenario y en la vida de la ciudad . Nacida como monumento en sentido estricto -un artefacto que marca un “aquí estamos, esto somos” y aspira a perpetuar en el tiempo la memoria de esas circunstancias-, con el paso de los años se fue cargando de otros valores y otros sentimientos, para devenir en monumento histórico y en tanto tal, referente patrimonial de un cierto sentido -cambiante sentido- de identidad y pertenencia. 

             Cabe reflexionar sobre el muy notable resultado de tantas peripecias. Se levanta la estatua por suscripción popular y sin referencia explícita al poder que promueve su instalación -ninguna placa, ninguna inscripción-, erguida en medio de la nada como un injerto de lejanas resonancias (salvando las distancias, Nelson ya estaba en Times Square desde 1860). Cargada de un confuso simbolismo que los años y las circunstancias irían decantando en el sentido que hoy asumimos. Un monumento que antecedió a su entorno, generando un escenario urbano que se iría modelando despaciosamente y que alcanzaría su mejor escala y su mayor significación cultural hacia mediados del siglo pasado, cuando el Palacio Jackson, sede comunal hace años demolida, era visible desde los ventanales del “Sorocabana”... hoy puro recuerdo (aunque, vaya paradoja, “la Libertad” de allí estuvo ausente algunos años). 

              Dicen las crónicas de tiempos de Flores que poner sobre la base la columna y sobre ésta a Rosa Pittaluga en bronce, fue toda una obra de ingeniería en la que tomaron parte marinos de un buque inglés llegado a puerto, los que orgullosos de su tarea, dejaron sus nombres dentro de un frasquito que se encontraría recién en 1939, cuando en la avenida quedó sólo la base, en tanto columna y estatua “entraban a taller” (en rigor al Museo Blanes). Volvió la Libertad a su sitio tres años más tarde... en las mejores condiciones para volver a dar susto al fantasma de Burton, blandiendo otra vez el agresivo puñal de su primera hora (que buen trabajo se había tomado el ingeniero Montero en hacer desaparecer... vemos que sin éxito duradero). A diferencia de lo ocurrido en 1887, ahora el cambio se hacía sin mediar explicación y muy probablemente sin otra razón que el prurito arqueológico del restaurador de turno 

           Y así sigue hasta hoy. Pero su atuendo guerrero no ha impedido que en su hombro izquierdo, junto a la bandera a medio desplegar -uruguaya, aunque sólo el sol lo denote-, una familia de horneros construyera allí su nido (a veces cambiado por otro, mejor protegido entre las hojas de acanto del capitel). Buena señal para marcar un sitio que más allá de los avatares de su nacimiento y de las variantes de su simbolismo, es y será para siempre -eso querríamos- un referente ineludible de la identidad de la “familia oriental”. Esperemos también que de su “concordia”. 

NOTAS:

(1) He aquí una incógnita aún sin despejar. Tal vez los esfuerzos que en ese sentido hasta ahora se han hecho, puedan dar un resultado positivo y algún día la estatua vuelva a ocupar el lugar en el que Pinilla siempre quiso verla.  (2). Poco tiempo después, Livi volvería a su tierra natal con su esposa y modelo, la criolla Rosa Pittaluga, no sin antes esculpir los panteones de los Mártires de Quinteros y del general Leandro Gómez, hoy todavía dignos de admirar -pese al escaso cuidado que se les ha dispensado- en el Cementerio Central.    

(*) Según es apreciable en la imagen de portada, los horneros prefirieron trasladar su nido hacia el refugio -a todas luces más seguro- de las hojas de acanto.





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