Versión para imprimir 23/11/18



Sin luz, sin fuego

 

En la casa de mis padres, en Los Boulevares, crecimos reconociendo todos  los aromas y sabores de las maderas.

El de las pinoteas, veteadas, resinosas, pegajosas.

Los insulsos sabores de los pinos blancos.

La acidez de los paraísos.

El aromático naranjero y hasta al duro ñandubay le metíamos dientes.

El aserrín amontonado debajo de la máquina circular y la viruta de la garlopa eran los lugares preferidos para revolcarnos hasta el cansancio.

Con latas de grasa de veinte litros y las más viejas de Nafta, traídas de la URSS,  aprendimos de mi padre ha hacer braseros con aserrín aplastado, humedecido con querosén.

Mi casa impregnada de aromas de leña quemada.

No podíamos saber que pocos días después seríamos trasladados desde el FUSNA al M. R. N. 1.  Penal de Libertad.

Fuimos todos en pequeñas tandas, los que habíamos sido secuestrados entre fines del año 78 y los primeros meses del 79.

Con nuestra llegada se confirmaba que dentro del Penal seríamos más de 2000 presos procesados, sólo en ese lugar.

Llevaría, hasta nuestra liberación, en el mameluco a la altura del pecho y en todas nuestras pertenencias, números a partir del 2600, hasta llegar los últimos presos de la dictadura, por encima del 2800.

Fueron vaciadas las celdas del Fusna y nos trasladaron, ese día, a un galpón con olor a aserrín.

En trencito, encapuchados, en tandas de cinco o seis, nos fueron trasladando en silencio.

Apenas el ruido sordo de las pisadas inseguras en el suelo de hormigón, las de ellos y las nuestras.

Sentado en el suelo, a ciegas, me dejaron solo.

No venia del mundo de las luces.

Atado con los brazos hacia atrás a un banco de carpintero, con un cartel colgado del cuello que nunca pude ver.

Como un perro de caza me fui apoderando, con el olfato, del nuevo lugar, del olor del aserrín y sentí un impacto único en todo el cuerpo.

Ahí estaban mis padres, mis hermanas y hermanos, mi niñez, nuestros juegos, los perros, mi cama de niño y el fuego.

El primer fuego, el fuego que ven los niños por primera vez, que no se olvida y se separa de todos los otros fuegos de la vida.

Olvidé la vergüenza de no tener calzoncillo ni mi zapato derecho.

Nada me dolía, hasta los músculos de los brazos se desentumecieron, sólo la gana irrefrenable e incontenible, desesperada, de reírme, reírme a carcajadas de ellos.

Con los dedos descubrí que estaba atado a la pata de un banco carpintero, en la esquina donde está la morsa.

Con los riñones supe que la mesada de abajo era más alta, que tenía  los bancos que tenía mi padre en su casa, pero era más grande.  

Sentí que me habían dejado en mi mundo, sin saberlo y sin quererlo.

Aquel de cual había partido hacia mucho tiempo. El de los sabores de maderas, el de los vahos y las fragancias únicas de las pilas de aserrín: mi casa.

Solo, porque tenían que seguir martirizando a otras mujeres y hombres.  Debíamos dejar aquellas celdas, aquel lugar cercano a la empinada escalera que llevaba al lugar de los interminables interrogatorios, de las torturas. 

 

Sin olores de aserrín, sin luz, sin gusto a maderas.





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Frontera Norte (Ruben Abrines)
notas y propuestas políticas de actualidad, relatos

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