AL OTRO LADO DEL RIO
Una lata con tierra de Treintaytres, labrada y sembrada... al otro lado del rio.

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CRONICAS DE SAN JUAN

17.03.2008 19:46

En las tardecitas de San Juan, sobre todo durante o después de un día de lluvia, el boliche de Miyingo se llenaba de parroquianos, en su mayoría peones del arrozal, que venían en busca de matar el ocio con un poco de timba social.

Las posibilidades, si bien limitadas, tienen amplia aceptación: billar, naipes y/o copas, alternadas con tabaco y alguna picada de mortadela, queso y galleta de campaña (si hubiera) o prosa nomás.

Los más veteranos arrancaban temprano. Bastaba una asistencia de cuatro para que naciera un desafío al billar, y ya al caer la noche, y con un marco un tanto mas “multitudinario” se sentaban alrededor de una mesa que tenia por mantel el paño viejo y verde del billar, a la que los parroquianos denominaban “carpeta”.

Si además las seis sillas estaban ocupadas, el centro de la mesa estaba el mazo boca abajo y una carta dada vuelta apretada por aquel, porotos y dos chapitas, no había que preguntar mucho pues desde lejos se sabía que se jugaba al truco.

Así, en la medida que otros iban llegando, se disponían parados tras los jugadores, en carácter de “mirones”. Estos además brindaban el servicio de cebar de mate, alcanzan una caña o pasaban el tabaco según lo requirieran los jugadores, incluso se toleraba el tomar partido por algún trío.

Cualquier circunstancia del juego era motivo para una carcajada general, comentarios y suposiciones sobre las diferentes posibilidades que se hubieran dado en el juego de haberse jugado tal o cual carta antes o después.

Quien oficiara de “pie” tiene un rol protagónico (es el reparte las cartas y a su vez determina la estrategia en función de la información que sus compañeros le “pasan” en señas), trata de recordar las cartas que pueden tener sus contrarios y ordena “venir” o “jugar”.

Estaban por dos y por tres tantos respectivamente. Para cualquiera de los tríos un canto de flor (tres tantos) significaría el triunfo.

Carlos Alberto Lemos repartió las cartas. Una vez dada vuelta la muestra se pudo escuchar el vuelo de una mosca. Los “mirones” palpitaban, resplandecian las brasas de los puchos en el suspenso de las orejeadas, algunos hacían ruido con el mate por la ansiedad.

Don Trifón Terra estaba justo parado detrás del “pie” que tras haber puesto de muestra un seis de espadas tenía firmes sospechas de poder “cantar”. Juntó los naipes y los levantó boca abajo. Miró la de la boca y era un cuatro de bastos y entonces, tras dar una pasada al dedo índice de la mano derecha por la lengua comenzó el orejeo.

Hizo una pausa para levantar la vista y esperar las señales de sus compañeros. El primero se mordió un labio en señal de un tres (“cuzco” en la jerga), y el otro simplemente bajó los párpados lo que indicaba que sus cartas no aportarían nada.

La mano venía difícil, -“Tanto remar pa’ morir en la orilla”- pensó, pero quedaba una esperanza salvadora: cantar flor.

Comenzó el orejeo. En la medida que las cartas se desplazan lentamente hacia arriba, movidas por el esfuerzo casi imperceptible de los dedos pudo observarse como de a poquito se iban dibujando las cuatro líneas que indicaban que la siguiente era de bastos, así como que la tercera era de espadas.

La posibilidad permanecía intacta. 

De paso avisó: -“Si nadie canta espérense un poquito que la vengo cinchando”-

Trifón Terra sumó sus ojos al esfuerzo de Carlos Lemos, y en el afán de colaborar se fué agachando para ver el desenlace más de cerquita. Por eso acomodó los lentes bien en la punta de la nariz arrugada, el mate en mano derecha y termo erguido abajo del brazo izquierdo.

Se detuvo el tiempo en el boliche de Miyingo. Lemos orejeaba y Don Terra cada vez se agachaba más para seguir las alternativas bien de cerca.

Segundos interminables.

De pronto un grito rompió el silencio. Fué una exclamación que denotaba sorpresa, casi susto.

Carlos Lemos había sido el emisor de aquella manifestación por lo que el brasilero Oscar Freitas, contrario en la contienda, le preguntó: -“¿cantaste?”-

-¡No, que voy a cantar nada! Fue usté, Trifón, que al agacharse me echó un chorro de agua caliente en el pescuezo.- 

 

 

 




11.10.2007 14:41

Miyingo Mieres alguna vez quiso dejar de ser peón de estancia, y entonces se jubiló, vendió las vaquitas que había juntado y con la plata puso un bar.

Eran los últimos meses del apogeo de San Juan, aunque la verdad, como negocio, apenas alcanzaba para subsistir.  

Miyingo no era de esos bolicheros de quedarse atrás del mostrador con el lápiz en la oreja, hablando acerca del tiempo o la vida ajena.Caía a la mañana pues mientras tomaba unos mates hacía fajina, y en ese rato servía algunas copas al paso. Si los clientes se quedaban se la bancaba manso. Es que el viejo tenía una rara actitud como comerciante, virtud que seguramente provenía por haber estado muchas veces al otro lado del mostrador, y padecer a los bolicheros aburridos de antaño.

Pero su horario fuerte era a la tarde, después de la siesta. Se sentaba afuera a tomar unos mates, termo al costado de la pierna derecha, sonriente al saludar, y si pasaba algún candidato a cliente lo invitaba a tomar un amargo primero, a jugar una mesita de “casín” después, hasta que aparecía un segundo y le pasaba el taco, y como quien dice ya estaba al boliche andando.Lo mismo si se quería jugar al truco, siempre que faltara un jugador estaba él, no por vicioso sino para retener a la clientela, y en la medida que iban llegando parroquianos cedía el lugar a otro y pasaba a desempañar su rol en el mostrador. 

Cada vez que visité San Juan rigurosamente cumplí con mi reencuentro con el boliche. 

Y fue en mi primer retorno donde compartimos abrazos, mates, naipes, copas y prosa acerca de los días de aquel presente, y ya a la madrugada cuando el cansancio apuraba el sueño me fui, pero debiendo la última.

Cuando tiempo después volví a pisar suelo sanjuanino, cumplí con el ritual de caer al lugar a saludar amigos y conocidos, a departir, a regar una prosa…Lo primero que hice fue pagar aquella copa que había quedado debiendo. Después transcurrieron las horas, y cuando nos estábamos yendo fui a pagarle la última y el viejo me dijo:- me la paga cuando vuelva.- 

Nunca más lo volvimos a mencionar: llegaba, pagaba la deuda, y cuando me iba la del estribo quedaba anotada… en la memoria.

Por eso puedo decir con orgullo que todavía tengo cuenta abierta en el boliche de mi amigo Miyingo.  




28.09.2007 16:25

No, no creo que haya sido el ferrocarril un factor determinante para el comienzo del fin de San Juan, o al menos no lo siento así.

Fue, en síntesis, el progreso, que se abalanzó como un temporal y arrasó con la rutina virginal y feliz de nuestros días de antaño.

Recuerdo perfectamente el día que inauguraron la luz eléctrica. Esa noche, la primera en que las luces de neón se interpusieron entre las estrellas y nosotros, millones de cascarudos salieron de la tierra asustados y amanecieron muertos por todas las calles del pueblo. Aquello fue (estoy seguro) una revelación del futuro, un anuncio de los dioses de la naturaleza que nadie quiso tomar en cuenta.

Lo mismo que la carretera asfaltada que propició la huida de muchos de los pobladores, con destinos diversos y en muchos casos desconocidos.

Como a muchos a mi me tocó escapar un mediodía de febrero, aunque casi siempre las partidas eran de madrugada, entre otras cosas por que en los tiempos del reinado del ferrocarril, el tren que llevaba al sur pasaba a las 4 de la madrugada.

Sin embargo, después de la carretera la gente se iba a cualquier hora. Cuando el rugir del motor de la ONDA rompía el silencio de la noche o la calma de la siesta, estaba anunciando partidas o llegadas.

Inclusive hubo un tiempo en que la gente inventaba recorridos cortos a los pueblos vecinos, con excusas tales como motivos de salud, conseguir medicamentos o visitas a parientes, aunque la verdadera finalidad era saber de primera mano de quien llegaba o se iba de San Juan.

Y fue por eso que después de la ONDA hicieron la comisaría nueva, justo enfrente a donde paraban los ómnibus, quizás como último recurso para desalentar a los emigrantes y a su vez para controlar a los forasteros que llegaban, para lo cual el Señor Comisario dispuso que siempre hubiera uno o dos agentes sentados afuera, a forma de guardia de puerta, tan eficaces que incluso en ocasiones simulaban estar dormidos.




07.08.2007 22:38

El ferrocarril sustiyó a los burros en el contrabando.

Los bagayeros asaltaban literalmente cada vagón de ferrocarril y tomaban posesión de cada hueco donde pudiera esconderse algún paquete, así era que debajo de cada asiento cabian con perfección milimétrica cada uno de los paquetes color marrón claro o lila brasilero con que se envolvían las mercaderías en los almacenes de Yaguarón, incluso con un aroma especial que puede revivirse en algunos supermercados del Chuy; y después habían otros que iban a la vista sobre los asientos, sobre todo los de gran tamaño, y finalmente sobre el portaequipajes con redes que quedaban a los costados de los asientos,  justo encima de las ventanillas (y que los ingleses habían ideado para los equipajes de mano) se colocaban los bolsos con aquellas cosas "de romper", de trato mas delicado.

El paso de la frontera se "arreglaba" (se arregló y se arreglará) con una paga a manera de soborno, relacionada la suma en forma directamente proporcional al valor del bagayo, y una vez acordado el monto el aduanero hacía (hace y hará) la vista gorda y de paso veía mejorados sus ingresos.

Pero siempre, en todos los tiempos existieron las excepciones que confirman la regla, por eso para reprimir a los contrabandistas estaba el "Peludo" Carranza, un comisario de Treinta y Tres que no perdoba ni un quilo de yerba. Viajaba en el Jeep de la policía hasta la estación de San Juán o a alguna parada de campaña, siempre sobre la hora de pasada del ferrocarril, y así en el trayecto iba confiscando cada bulto, sin tomar en cuenta condición alguna en la represión, la idea era quitar todo, y así era que la sola amenaza de su aparición sembraba pánico entre los quileros.

En cierta ocasión sin embardo hubo un acto de rebelión, pues los acobardados contrabandistas en maza se revelaron, y fue cuando no quisieron resignarse a entregarle al comisario y sus secuaces la carga.

La presencia del "Peludo" y sus milicos era el anuncio de la pérdida total de las mercancías, y esperaron que el "pata de fierro" arrancara de la Estación Plácido Rosas  y ni bien pasaron por el puente del Tacuarí comenzaron a tirar todo el cargamento por las ventanillas, y el "Peludo" se quedó sin botín.

Los pobladores de San Juan enterados de lo ocurrido, salieron esa tarde "a caminar un rato" y por esa razón la vía parecía una peatonal repleta de gente que iba  a recolectar por los costados de los rieles, entre las chircas, donde algunos artículos habían sobrevivido a la caida.

Entre los caminantes estaban dos  tios míos que encontraron y trajeron unas cuantas gomas de caña brasilera y una cajita en que habían restos de lo que había sido un juego de te, de porcelana brasilera , de los que la tetera y un par de tazas habían sobrevivido.

Mi madre, que aun conserva en su armario la tetera, me ha contado que en la noche se apersonó un quilero a reclamar unas gomas de caña y de esa manera "recuperar algo" de lo que habían tirado por la ventana, y que sus hermanos en un acto solidario se las devolvieron (a las que estaban cerradas, claro).

Al Peludo, muchos años después en un monte cercano a Treinta y Tres un fugitivo de la policía le dio muerte a puñaladas.




07.08.2007 22:26

San Juan no fue más que un pueblo y pronto ya no será mas que un montón de casas vacías, taperas de puertas y ventanas golpéandose al son del viento, con vidrios rotos en las ventanas, y las calles sin cunetas y con pastos altos ya no tendrán ni perros que le salgan al paso a las bicicletas, ni que le aullen a la luna...Y creceran hasta caerse de viejos los árboles de la plaza, y el chircal de la vía del ferrocarril cubrirá los rieles, escondiendo los vestigios del pasado, y el viento hará sonar la campana de la maldita Iglesia, y talvés una tormenta la arrancará de cuajo con altar y todo y lo dejará clavado de punta en la tierra...Y las almas de los que alguna vez lo habitamos, deambularemos entre los pedazos de paredes, libres, eternamente libres, por que en San Juan no hubo ni habrá cementerio.     

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De allá vine, aunque mi lugar en el mundo está en otra parte. "Lo bueno de los años es que curan heridas, lo malo de los besos es que crean adicción". Los años añejan el alma, hacen que la vida sepa mejor, y los besos me hicieron hechar raiz. Ahora cuando me preguntan de donde soy digo que nací allá y vivo en este agujero. Las dos querencias, por ahí viene la cosa...

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