Eliza y Miguel
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Relatos de Eliza

01.08.2009 18:24

A veces afloran cosas a la mente sin que sepamos por qué. Cosas de un pasado lejano, que la memoria encierra y guarda para siempre. Para mí, ese es el momento de detenerme, tratar de revivir lo recordado, y convertirlo en palabras escritas, para poderlo compartir.

Se habían conocido allá por el año 33, en la vuelta de la Universidad, a la salida del nocturno. Tenían la misma edad, pero ella terminaba Preparatorios, y él Secundaria. Un poco por eso, y otro poco por ser tan seria y recatada; él le vio algo de superior y le costó abordarla. Que lo había deslumbrado no cabían dudas, así que se armó de coraje y al fin le habló.

A ella también le gustó la pinta del cortejante, y así como quien no quiere la cosa, negativa va, negativa viene, lo fue llevando a su terreno y terminó aceptando... con unas cuantas condiciones: No le interesaba perder el tiempo y la finalidad de la relación debía ser el matrimonio; pero antes, quería terminar su carrera.

Y así fue. En un noviazgo de un ratito en el zaguán cada martes y jueves; ella se ocupó de detallar los defectos que no le gustaban en los hombres, y él... de ocultarle muy bien algunos que ya tenía.

Masticó pastillas de menta antes de ir a verla, evitando ser descubierto como fumador.

Declaró correctamente su actividad laboral y musical: empleado público y violinista. Pero -como a ella no le gustaba el ambiente en que se desarrollaba la música popular- le hizo algunos adornos previos a su condición de músico, inherentes a intervenciones en alguna audición de música clásica, algún concurso en el SODRE y esas cosas.

Por supuesto que ella lo invitó a cenar con el fin de hacerle ver a su familia la virtuosidad de su futuro consorte. Eso fue un éxito, porque realmente, era virtuoso. Recién después de interpretar "Violín gitano", "Celos", y un concierto para violín que dejó boquiabiertos a todos... se jugó la carta de hacerle saber a su novia que los sábados de noche tocaba en público, como integrante de una orquesta típica. Gracias al antecedente, funcionó.

En cuanto a sus deportes preferidos, declaró el fútbol y omitió el billar.

De esa forma se fue armando el asunto que culminó en casorio ya con el diploma de profesional en manos de la novia, tal como estaba previsto, a fines del 38.

Cómo mantener en vigencia los disimulos enunciados antes, era cuestión de ver cómo se presentaban las cosas. Porque el hombre se había ocupado de llenar los requisitos de ella... pero se olvidó de hacer su parte, y entró al baile sin saber de qué forma la compañera le iba a seguir el paso.

El cigarrillo fue el primero en pedir espacio: consiguió el balcón. Los bailes a los que asistía la orquesta nunca fueron sitios bien vistos por la flamante esposa, motivo por el cual jamás aceptó acompañarlo a uno, como sí hacían las mujeres de los otros músicos. Los ensayos con la orquesta estaban bien, siempre y cuando fueran en casa de otro para no tener que recibir a personas que -aun sin conocerlas- no le agradaban.

¿Y el billar... cuándo? Ni corto ni perezoso, pensó quitar tiempo a los ensayos para dedicárselo al Casín. En la orquesta se conocían el repertorio al dedillo, y si no ensayaban tocaban perfectamente igual. Ir al boliche con el violín en el estuche no era problema alguno. Asunto arreglado.

Pero ella desconfiaba. Los ensayos, frecuentando "esa gente con vaya a saberse qué hábitos" la hicieron suponer que él andaba en otra cosa, que tenía amores en cualquier cubículo nocturno, y se propuso averiguarlo. Estando él en el trabajo, sacó el violín del estuche y le tomó el peso. Fue a la mesita de noche, tomó un par de zapatos y comparó. Perfecto. Los metió en el estuche y lo dejó en su sitio, secuestrando el violín en el lugar de los zapatos. Después de la cena, él tomó el estuche, y salió.

La llegada del hombre a la casa, con la misma expresión tranquila de siempre, pudo haber alcanzado para concretar la inevitable reacción: los zapatos volvían de su paseo nocturno sin haber sido descubiertos... Pero no. Ella quiso un poquito más de leña en aquel fuego, así que preguntó cómo había estado el ensayo. Él -sin siquiera percatarse de lo extraño en la mirada o en el tono de voz de su interlocutora- contestó cándidamente que había salido todo fenómeno.

Ahí sí... sacó el violín de la mesita de noche, y sin más trámite se lo hizo añicos en el lomo. Recién después de eso -bastante más aturdido por la situación que por el golpe- miró el estuche que aun no había soltado de la mano, y se dispuso a abrirlo sin saber qué mierda se iba a encontrar adentro.

Luego, en medio del aluvión de improperios a toda voz y acusaciones de adulterio, se agachó a juntar las trizas de lo que había sido su querido instrumento y dijo: "Fui a jugar al billar, no a serte infiel... Era un buen violín, difícil que pueda comprar otro como éste".

Totalmente comprobable la disculpa, pero no tuvo eco. Era un pequeño detalle y, como no existía el menor interés en cambiar "la carátula del delito"... así quedaron las cosas. El muerto no sería un Stradivarius, pero lo cierto es que tampoco tuvo nunca un "mono" mejor que aquél.

La anécdota -con el tiempo- se repitió muchas veces, con la total coincidencia de ambas partes en cuanto a los detalles. Lo distinto siguió siendo "la escena del crimen". Cada uno mantuvo su tesitura de por vida.

Nunca hubo abogados intervinientes, y el implacable juez era tan irracional como inapelable. El acusado tampoco insistió mucho en su propia defensa, porque no le gustaba "gastar pólvora en chimango" y prefirió asumir ésa y otras tantas, que hoy no vienen al caso.

Nadie revisó los bolsillos de aquel traje y si lo hizo, restó importancia de la evidencia clara que allí existía: los residuos de tiza azul, la compañera infaltable de todo jugador que quiera estar seguro de no pifiar la tacada.

Nadie analizó, tampoco, por qué un hombre tiene que mentir para poder hacer algo tan corriente e inofensivo como juntarse con sus amigos en un boliche, y pasar parte de la noche dándole a la bola con el taco sobre la mesa verde, esperando que el contrario "pise" los palitos blancos inadecuados, para ganarle la partida de Casín.

Tal vez en el mismo momento de aquel incidente, debieron haber cortado el asunto de raíz. Pero, de haberlo hecho... no podría ser yo quien les contara esta historia.




15.06.2009 23:34

Hay cosas que me calientan, mismo. Son esas pequeñas cosas que casi tímidamente, van remarcando la realidad en que vivimos, explicando las graves grandes cosas que padecemos, y que se intenta desdibujar nombrándolas con frases que se convierten en tristemente célebres:

Eran las 12:30 de un jueves cualquiera. Yo tenía que salir a hacer un trámite, y Miguel que ir al almacén del barrio, a cuatro cuadras de casa. Llovía... no tenía por qué ir a pie, como siempre: cerramos y trancamos todo -no hay más remedio-, como si nos fuéramos al fin del mundo. Lo llevé y lo traje en 10 minutos, y sin bajarme del auto seguí mi camino.

Cuando volví, Miguel me preguntó si al salir de casa había visto el felpudo en la puerta de entrada, en su sitio. Sí, lo había visto y lo había pisado, y lo recordaba tan bien como él... que sólo quiso confirmarlo. Pues a la vuelta del almacén, el felpudo no estaba.

Que nadie piense que era nuevo, bueno y caro. Era el más barato que encontré en el supermercado hace buen tiempo, ya gastado por el uso y bastante desflecado por las uñas de nuestros gatos. Invendible, se lo llevaron sólo por hacer daño. Tal vez les habría gustado llevarse alguna de las plantas del porche, pero si así fue no pudieron, volvimos demasiado rápido y el auto se ve venir a dos cuadras de la entrada.

Sabían que no estábamos y que no sería por mucho, porque saben que no dejamos la casa sola por más de media hora. Hace mucho que las salidas en pareja se nos terminaron, gracias a ellos.

¿Quiénes son? Cualquiera de los tantos mierda que deambulan por éste y todos los barrios de Montevideo y la Costa de Oro. Oportunistas baratos, rateros de quinta, desde los 10 años a los 40 o más; no es la edad sino la condición: son mugre irrecuperable. La misma ralea que viola una gurisa a la salida de la escuela, incendia una enredadera seca en medio de la noche, agrede lisiados por la calle, rompe un árbol por placer, apuñala un estudiante para llevarse su mochila, defeca en un jardín, arrastra mujeres para arrebatarles la cartera... o se lleva un felpudo ya caduco. Para ellos, todo vale igual.

Son porquerías humanas que vigilan todo y saben muy bien cuándo y dónde meterse sin riesgo alguno. Saben qué casas quedan solas para vaciarlas con todo el tiempo el mundo porque estudian los movimientos de sus habitantes. Saben muy bien dónde copar sin que en el intento alguno pase a mejor vida.

Y también saben -porque de estúpidos no tienen nada- que acá tienen que venir cuando no hay nadie, y llevarse sólo lo que haya afuera... un pobre botín de macetas con plantas y un felpudo. Para esta clase de chorros atorrantes, sería demasiado laburo, tiempo, ruido y maquinaria lo necesario para romper algo y poder entrar. Sacar algo de más valor de este bunker no es para cualquiera... Y si vinieran cuando estamos, lo que se llevaría cada uno sería un balazo en cada pata... Y estos mierda saben todo.

Pero "Hay que comprenderlos, compadecerlos y darles la oportunidad de reformarse, grandes y/o chicos, no han conocido el cariño". La madre no los quiere, ¡pobrecitos, los hijos de mil putas! ¡La mía tampoco me quiso y jamás se me ha ocurrido cobrárselo a nadie!

La "sensación térmica" que tenemos está clarita: se viene fomando a pasos agigantados una "estirpe" de lúmpenes que procrean como conejos. Intocables bestias del mal, ya podridos desde los genes. Los chicos amparados por su minoridad, y los grandes, por los derechos humanos que también nos han robado.

En poco tiempo más harán una separación de clases que nada tendrá que ver con las conocidas tradicionalmente: seremos nosotros y ellos.

Y la única esperanza de extinguirlos, aunque a largo plazo, es que la pasta base los vaya liquidando, uno por uno. A muy largo plazo, lamentablemente, porque el gobierno se empeña en recuperarlos un poco -con nuestro dinero-, y después los larga mejorados, para que vuelvan a las andadas, con más polenta.




15.01.2009 03:59

Hablábamos de cosas que vivimos ambos, allá lejos en el tiempo. Las mismas cosas, que quedaron fijas de forma distinta en el recuerdo de cada uno, sólo por esos diez años de diferencia que muestran -cuando hurgamos en el pasado- cómo las vio un adolescente. y cómo lo hizo una niña.

El tema ondeaba en los cometidos de la Policía; analizando a lo que está expuesto el Agente de hoy, en lo cotidiano, comparándolo con aquél de antaño, el que rondaba el barrio silbando bajito, saludando vecinos; el que recostado al farol de la esquina esperaba tranquilo, cada noche, algún hecho inusual que implicara su intervención.

-Otros tiempos -dijo Miguel-, tenían poco que hacer. El delito en Montevideo aparecía de vez en cuando, siempre cometido por el mismo tipo de actores: un crimen -por ejemplo- era el resultado de un ajuste de cuentas entre gente del hampa, una bronca por polleras o por juego, una limpieza de honor ante la infidelidad comprobada. esas cosas. Les costaba encontrar alguno que llevar -aunque fuera por despuntar el vicio- a pasar unas horas a la sombra en la Comisaría. Los candidatos, generalmente, caían por "alterar el orden público", como algún mamado suelto que hiciera "eses" por la vereda; o gurises, que jugando a la pelota en la calle le interrumpían la siesta a los vecinos. entonces venían con "la perrera". Aunque esas cosas -agregó- tal vez no alcanzaste a verlas.

Yo me acuerdo de un borracho empecinado, que a pesar de conocer las consecuencias, insistía en saludar aparatosamente al Policía hasta conseguir que se lo llevara a dormir la mona. aunque lo que tengo en la mente no es más que la imagen, el epílogo me lo contaba papá.

Y "la perrera" que recuerdo es la misma que a veces aparece ahora. Cada uno alzaba su perro y se metía de apuro en la casa. ¡qué odio le tenía. y le sigo teniendo...! pero esos, creo que siempre fueron municipales.

-"La perrera" policial -me explicó- había obtenido su apelativo porque se usaba para cargar "elementos" tan inocentes como la otra, ¿qué diferencia podía haber entre el "delito" de un grupo de incipientes futboleros y el de unos cuantos perros?

Sí. Hablábamos de lo mismo. Sólo que yo era chica, y muchas veces veía cosas que entendía de forma incompleta. Entonces le conté aquella rutina de las siestas de verano, tal como quedó fija en mi memoria.

Todavía no iba a la escuela -tendría cinco años- cuando vivíamos en Ing. Luis. P. Ponce, entre Palmar y Dr. Pouey. La calle Ponce tenía sólo cuatro cuadras -desde el Parque Batlle hasta Rivera- y casi no había tránsito. Mi cuadra -recta y plana- era el campo de juego perfecto.

Trepada en los barrotes del murito de casa, miraba el partido como si estuviera en la tribuna Olímpica. A mi derecha, cerca del cruce con Pouey, tenía "el arco de la Colombes" y a mi izquierda "el de la Amsterdam", para el lado de Palmar.

Una mezcla de chiquilines, muchachos y algún padre -entre los que nunca faltaba el mío- practicaban un fútbol sin muchas reglas, con zapatillas de yute y una pelota de goma color ladrillo. La diversión -entre risas y griterío- duraba hasta que los competidores empezaban a abandonar la cancha por cansancio.

Pero algunas veces, había un súbito final de fiesta. El grito de alerta llegaba del almacén de la esquina, enfrente, cruzando Pouey; sólo desde esa ochava se veía bien la curva de la calle hasta el final del repecho: ¡¡¡La cana!!!

Yo sabía que venían en algún vehículo aunque nunca lo vi. Para ese lado quedaba la embotelladora de Coca-Cola, y era el camino hacia el Pereyra Rossell. tantos Policías no podían venir a pie desde la Décima -que estaba en Gabriel Pereyra y Canelones igual que ahora- para irrumpir en tremenda carrera después de semejante caminata. Vendrían -supongo ahora- en algún coche que estacionaría a pocos metros de Ponce, para quedar cubierto por la curva.

El aviso del vecino "campana" y el desbande en la calle eran simultáneos. Las casas más cercanas servían de refugio para sus moradores y algunos más. Una sinfonía de portazos resonaba en la calle desierta donde ya ingresaban los Agentes del orden. aunque aminorando el paso ante la redada fallida.

Eso podía verlo a salvo detrás de la ventana del comedor, porque junto con los otros, papá saltaba a tiempo los barrotes del murito y tomándome de un brazo, me alejaba de mi cómoda platea sin más palabra que un ¡¡¡Vamos!!!

Una de esas veces pude ver la pelota, abandonada frente a casa, en el cordón de la vereda. uno de los Policías se agachaba a recogerla. Papá se encogió de hombros y me dijo: "Se la llevan presa m'hijita. no se preocupe, mañana compramos otra."

Al año siguiente empecé la escuela. En el recreo, unos chiquilines más grandes me preguntaron si había jugado alguna vez al "ladrón y poli". Dije que no, pero que lo podía hacer muy bien porque mi papá me había enseñado. Y para asegurarme que me incluyeran, expliqué que siempre me escapaba con él cuando venía la Policía. se miraron entre ellos y me pusieron de "ladrón".




30.12.2008 03:05

Me despertó la conversación de Miguel con alguien afuera. Eran operarios de UTE que cambiaban el cable de entrada, desde el nuevo tendido de la calle hasta nuestro contador.

Fui a la cocina, llené el termo de agua, le puse el calentador instantáneo y me di cuenta que no había corriente. Fue evidente que me faltó un rato más de sueño: los relojes eléctricos no estaban funcionando y ni siquiera me había percatado... como tampoco pude razonar que hay supergás en la cocina y tengo una caldera, porque simplemente, desistí de tomar mate.

La puerta del frente estaba abierta, uno de los hombres había pedido agua y estaba sentado en los escalones del porche tomando mineral helada mientras el otro terminaba el trabajo. Después de hacernos probar si había corriente en la casa, se fueron.

Miguel tenía que ir al centro a hacer unas cuantas cosas y a mí me esperaba una maratón en la cocina, y algunas otras cositas para matizar. Con 30°C por termómetro, y vaya a saber cuántos más de sensación térmica, el día no se me presentaba muy agradable, que digamos. No bien lo despedí en la puerta, cerré las ventanas, prendí los dos aparatos de aire acondicionado en "frío máximo" y emprendí la tarea.

Antes de encender el gas ya me sofocaba el calor, así que me desvestí. Cuando me quedo sola, suelo hacer varias cosas a la vez y ando casi corriendo, entonces ni me entero del fresco del ambiente.

Puse las toallas en el lavarropas, el pollo a hervir, corté morrones en tiritas y los metí en el microondas a que se glasearan... pero no pude hacerlo funcionar. Eso me obligó a cambiar el recipiente de vidrio por una cacerola y cocinarlos en el gas, opción que lleva mucho más tiempo.

Pelé y corté papas y zanahorias en cubitos y con eso ya tuve tres quemadores encendidos a la vez, lo que convertía mi cocina en un baño turco.

Antes de hacer un alto y fumar un cigarrillo aprovechando el fresco del living, tenía que cortar en trozos y guardar el hígado que se estaba descongelando desde la noche anterior. Si lo dejaba para más tarde coincidiría con la hora de comer de mis siete gatos y no podría manipularlo con todos ellos entre mis pies y un concierto de maullidos, así que puse el recipiente sobre el mármol y le quité el plástico en que viene envuelto, que tiene la dimensión de un mantel, está totalmente ensangrentado y hay que retirarlo con mucho cuidado para meterlo en la pileta y enjuagarlo bien.

En eso estaba cuando sentí que el lavarropas intentaba centrifugar y no lograba entrar en el programa. Tenía que lavarme las manos para ayudarlo corriéndole un poco la llave. Abrí la canilla... pero se había cortado el agua... de improviso, sí. Recordé que había dejado la regadera llena en la pileta de afuera, traté de limpiarme las manos con el fregón con muy poco éxito, abrí la puerta con los codos y la entré. Tenía que dosificar agua en el peor momento.

Cuando sonó el teléfono ni me moví, lo miré de reojo como con odio... no atendería, fuera quien fuera. La voz de la empleada de OCA Card en el contestador me cambió los planes, Miguel había ido a cambiar la fecha de cierre y algo habría pasado. Sí, alguien cometió un error en la computadora y habían perdido sus datos en el registro, por lo que no podía efectuar el trámite.

Como no es mudo, aplicó esa habilidad que tiene para convencer a todos aquellos que le digan "no se puede", sobre todo si son jóvenes y mujeres... así que me estaban llamando para asegurarse que el trámite era de mi voluntad. Cuando pone en práctica el sentido común -como hizo al negarse a darles el número de teléfono de casa, alegando que "si estaban desconfiando de él, era más razonable que se procuraran el número por ellas mismas"- descoloca a la gente en su favor.

La chica, muy amable pero nerviosa, inició la conversación diciendo: "Señora, tenemos a su esposo acá..." Pensé contestarle que ese no era mi problema sino el de ella, pero desistí, se oía tan joven que me pareció mucho.

A todo ésto se me hizo la hora de alimentar a mis felinos y aunque la mesada de mi cocina parecía un altar de sacrificios, lo hice. La cantidad de cosas sucias que había me estaba sacando de quicio cuando volvió el agua. Limpié todo y antes de seguir cocinando fui a lavarme al baño, porque mi aspecto era el de un cirujano vascular. Me hizo gracia verme así al espejo y me alegré de estar desnuda y no haber ensuciado ropa.

Ya había apagado los fuegos y seguía con calor. Pelé y trocé los tomates, desmenucé el pollo y armé el salpicón. Recién ahí fui al living a fumar. El ratito no me dio para sentirme más fresca pero tenía que apurarme, me faltaba preparar la compota y la torta y quería terminar y ponerme presentable antes que volviera Miguel.

Cuando terminé con las catorce manzanas y las puse al fuego ya me dolían los pies. Tenía sed pero no había podido empezar el mate todavía... ya lo haría después. Hice la torta, la puse al horno y lo sentí llegar. Antes de abrirle me vestí y me pasé un peine, no hubo tiempo para más.

Nos sentamos en el living y le conté mis percances, pero resulta que para él también había sido un mal día, porque hasta había discutido con el contrabandista que le vende mis cigarrillos, que había intentado "pasarlo" y eso lo había indignado muchísimo. Estaba nervioso y eso generó ciertas escaramuzas, pero seguimos charlando y la cosa terminó bien.

Cumplidos por reloj los 15 minutos de la compota, me levanté a apagar el fuego. Apronté el mate y nos quedamos conversando mientras se horneaba la torta.

Ya eran cerca de las 6 de la tarde y adentro estaba oscuro, quise prender el tubo-luz de la antecocina y no arrancó. Pero preocuparme por eso frente al gasto extra de mandar a arreglar el microondas y hacer revisar el lavarropas, era tonto.

Volví a la cocina a pasar la compota a un recipiente de vidrio y vi las manzanas deshechas, aquello parecía mermelada... si no hubiera controlado el tiempo de cocción... pero, inexplicablemente, había sucedido. Di un vistazo a la torta que no terminaba de cocinarse. Y, para completar, seguía haciendo calor, a pesar de las horas que hacía que estaba funcionando el aire acondicionado... Recién a esa altura nos percatamos que había baja tensión.

De ahí en más fue como un caos, desenchufar todo, asociar el problema con la conexión de los cables de entrada y llamar a UTE fue todo uno. Vinieron en seguida, midieron, y el voltaje estaba bien. Entraron a ver qué pasaba y descubrieron un recalentamiento en la caja de fusibles, que estuvo a punto -dijeron- de provocar un incendio. Habría que llamar a un electricista, porque adentro no es competencia de ellos, pero Miguel los convenció y lo arreglaron.

Todo empezó a funcionar como por encanto, nada estaba descompuesto, el martes 13 había dado guerra pero con final feliz, como para que conserváramos nuestra indiferencia ante todo tipo de superstición.

Las manzanas con facha de compota de sanatorio tenían el buen sabor a hechas en casa, la torta levó de una extraña forma de hongo atómico pero con la textura debida y el salpicón quedó para chuparse los dedos.

Todo bien. Miramos un poco de TV y después me vine a la computadora, a descansar del ajetreo del día escribiendo ésto, como si todo le hubiera pasado a otra.

¡Ah, sí...!, tengo que agregar que minutos antes de la medianoche -unos cinco o seis párrafos atrás- se cortó la luz, uno de esos inexplicables cortes de uno o dos minutos que suele haber acá, en "la tierra de nadie", que me obligó a reescribir buena parte de este texto. Fue un tirón de orejas, como para recordarme que todavía era martes 13.

No importa, seguiremos creyendo que la superstición es una tontería y que en la vida de cualquiera se da, de vez en cuando, una seguidilla de casualidades tragicómicas.




06.12.2008 17:43

La calidad del piropo siempre ha dependido del perfil del piropeador, lo que no garantiza para nada que todos ellos expresen agradables galanterías. De todos modos, muchos varones de todos los tiempos se han convertido en verdaderos artistas en la materia, adecuando su decir a lo que llame su atención en cada una de las destinatarias.

Nosotras -por ese código sociocostumbrista que convierte en ley inamovible un sinnúmero de actitudes- estamos privadas de exteriorizar nuestras opiniones espontáneas hacia el sexo opuesto. Pero en cambio, tenemos la exclusividad absoluta de ser las nominadas para recibirlos ¡desde siempre!

Como cualquier mujer -creo que no existe una que no haya sido piropeada- siempre tuve mis preferencias al respecto. Si bien he suspirado ante las frases finas y delicadas que por un instante me hicieron sentir como la Roxana del Cyrano, y también he presumido al escuchar expresiones referidas a mi apariencia; mis piropos predilectos son aquellos que apuntan a mis condiciones, aptitudes o actitudes.

Allá por mis veinte años, mi transporte bi-rodado cambió la "tracción a sangre" por un motorcito. El resultado de la Velosolex había puesto de moda los ciclomotores, y aparecieron varias marcas en plaza compitiendo con modelos más estilizados. Todos me atraían mucho pero como lo novedoso siempre es caro, no estaban a mi alcance.

Una noche, una vecina y yo mirábamos TV en mi casa. A ella le gustó mucho mi televisor; tanto, que me ofreció comprármelo. Pero esa tele me la había regalado mi viejo cuando se compró una más chica y ¡no estaba en venta!

Mi vecina estaba empecinada y usó el arma más artera y convincente para lograr su cometido: se fue a buscar a su marido y al ratito estaban los dos en mi puerta, con una Ducati roja nuevita que me ofrecían como pago por el televisor. ¡Quise morir!

Los dejé esperando y crucé corriendo a lo de mi viejo, que fumaba su pipa mirando "El Malevo" en su pequeño Motorola nuevo. Ni bolilla que le dio a mis incoherentes balbuceos que intentaban pedir permiso, disculparme, descargar mi conciencia y conseguir su aprobación. Sólo puso su índice sobre los labios y siguió en lo suyo. Yo hice silencio pero no dejé de moverme de un lado a otro como rabiosa.

Cuando vino la tanda arremetí de nuevo para explicarle todo, pero él me ganó de mano y dijo: "¿Y cuál es el problema? Si la moto está nueva como usté dice, pierden plata. Tíreles el Philips por la cabeza antes que se arrepientan". Y con esas nomás me mandó a cerrar el negocio y se quedó mirando su teleteatro favorito tan tranquilo como antes de mi visita.

Así me hice de la Ducati 48 cm³ sin invertir un peso, y con la total anuencia de papá, que a los pocos días se me apareció con su Motorola bajo el brazo y me la dio diciendo: "Tiene la pantalla muy chica y no la veo bien, así que me compré uno más grande". lo que yo entendí como "Para no dejarla sin TV, m'hijuela".

Como una tromba, en la Intendencia montevideana actualicé la transferencia y obtuve mi permiso de conducir, "autorizado hasta 50 cm³". Así de poco porque al amigo que me acompañó al examen práctico -que me había dado un curso acelerado de media hora como para dar la vueltita del Parque Batlle disimuladamente en segunda-, se le descompuso la hermosa Horex 350. Tuvimos que ir los dos en mi Ducati y no me quedó otro remedio que dar el examen con ella.

Se arrancaba pedaleando, o también -después de acostumbrarse- ubicando los pedales en la posición correcta para pararse sobre el de arriba y darle una "patada" estilo arranque de moto en serio. Por lo menos, así le di arranque ante el examinador y me sentí una motociclista avezada.

Yo me las arreglaba para ajustar frenos, cadena y manubrio, desarmar las ruedas para poner un parche y mantener limpia y aceitada mi bicicleta. Pero de motores. ¡nada! Sin embargo, como la necesidad obliga, en la época de la Ducati me convertí en "mecánica autodidacta" con la ayuda -no lo niego- de los consejos prácticos que me brindaban en la estación de servicio, cada vez que iba a "llenar el tanque" con nafta común y Esso 2T hasta completar el litro y medio a punto de desborde.

La mezcla empastaba la bujía, y cuando andaba muchas horas tenía que detenerme a limpiarla. o acceder a esa tarea súbitamente, si ella se me anticipaba declarándose en rebeldía en reclamo de su higiene personal.

Mi bicimoto no tenía maleta, y bajo el asiento sólo había espacio para un manojo de estopa. Pero mi cartera contenía lo necesario para sacarme de apuro. Me la cruzaba en bandolera, no sólo para facilitar mis movimientos, sino también para soportar un peso poco habitual en estos accesorios femeninos: Una llave francesa, una pinza, una pequeña llave de tubo, una bujía de repuesto, un rollito de alambre fino, un frasquito con DISAN (disolvente ANCAP) y también los usuales documentos, espejo, peine, pañuelo y cigarrillos. conformaban mi equipo diario.

Usaba el pelo muy largo y como en esa época todavía no era obligatorio el casco, me hacía una cola de caballo que enroscaba como un nudo bien apretadito sujeto con un montón de horquillas y ondulines.

Uno de tantos días, tuve que frenar de golpe y la Ducati decidió apagarse y no volver a arrancar porque se le empastó la bujía... Simplemente me bajé, la subí al cantero de Bulevar Artigas y Rivera -no había carril para doblar a la izquierda como ahora-, puse a mano la estopa, saqué la bujía con la llavecita de tubo, me quité una horquilla y empecé a sacar el pegote negro soplando de vez en cuando hasta dejarla limpia.

Terminaba mi faena -engrasada hasta los codos y estopa embebida en DISAN en mano- cuando pasó por Rivera un auto que tuvo que aminorar para cruzar Bulevar donde tampoco había semáforos. Desde adentro, unos cuantos muchachones me gritaron a coro: "¡Guacha tuerca!"

Me sentí tan elogiada que no sólo les sonreí, sino que ¡los saludé con la mano abanicando la estopa mugrienta como si fuera un pañuelo...!

Así era yo en la época de la Ducati y así soy a mis sesenta y seis pirulos actuales, sólo que las motos para mí "ya fueron" y hace tiempo que ando en auto, pero... ¡Ésos siguen siendo los piropos que me gustan!




06.12.2008 17:29

Un día del año 77, "alguien" -a quien sus vastos conocimientos profesionales le ocuparon el total absoluto de su materia gris- decidió comprarse un auto usado. Lo eligió económico, pequeño, bueno, bonito y barato.

Y sí. el modelo en cuestión reunía todas esas condiciones. Pena que omitió esos ínfimos detalles que influyen en el futuro rendimiento de un vehículo, como la seriedad y responsabilidad del vendedor y el asesoramiento previo de un mecánico especializado. Se lo compró al contado rabioso a uno de esos caraduras simpáticos que saben cómo hacer para sacarse un clavo de encima.

El chanta le presentó la maquinita funcionando, con los papeles en regla y hasta un "manual de mantenimiento" mecanografiado por él mismo, donde rezaban todas y cada una de las atenciones comunes y corrientes que hay que tener con cualquier rodado para mantenerlo al pelo. Cuando es cosa de mantener algo que. está al pelo.

Me comunicó su adquisición después de haber cerrado el trato, y me invitó a conocer el BMW 300 del año 58, el clásico modelo Isseta vulgarmente conocido como "huevo".

Sorprendida pero no demasiado por mi amplio "conocimiento del paño", allá fui, esperando encontrar la Isseta estacionada en la puerta, donde todavía no existían los carteles de "prohibido estacionar de 9 a 21"; pero no la vi.

No tuve que preguntar: la había mandado buscar por el chapista de enfrente, porque "estaba mal pintada de un color naranja espantoso y yo la quería blanca".

Cruzamos, y allá adentro entendí el por qué del mote. el hombre le había desmontado la carrocería. y aquello -recién pintado de blanco- parecía una cáscara de huevo. Al costado, una especie de kart con las "patitas de atrás" muy juntitas, esperaba que lo vistieran.

El chapista había comprado el taller un montón de años antes, cuando se casó con la hija del panadero. Nunca tuvo empleados y tampoco mucho desespero por el trabajo. Yo tenía su imagen intacta en el recuerdo, recostado en la puerta todo el día, con su overol limpio y tomando mate. Lo que podría demorar en entregar la Isseta terminada, le daba tiempo suficiente a la propietaria para aprender a conducir en una academia y obtener su libreta.

Un mes después, salvado el teórico, estaba perdiendo por primera vez el examen práctico. Al segundo fracaso, el instructor le sugirió "colaborar" con el examinador. y eso le costó una sarta de improperios de su incorruptible alumna, que se consiguió otro maestro y fue por el tercer intento.

Pero era inútil, empecinada en cambiar un reglamento de tránsito que no era de su agrado, volvió a cometer la misma falta en el mismo lugar: Después de haber logrado arrancar el Jeep en el repecho de Cuareim, quiso doblar a la derecha en Dieciocho con la luz roja de frente, porque. "la verde era para que cruzara la gente". Esa vez desistió y el nuevo decreto fue que YO debía sacar la libreta para. conducir la Isseta y trasladarla a ella cuando así lo requiriera.

Malditas las ganas que yo tenía de andar en cuatro ruedas, si ya hacía añares que me movilizaba en moto. Además, lo siempre inesperado de sus decisiones me iba a romper cuanto programa pudiera tener hecho cuando se le antojara salir.

Pero igual le hice el gusto. todavía no había querido convencerme que no existía forma alguna de complacerla. Sin elegir academia, entré a la que encontré más cerca del Ministerio, en Olimar (hoy Germán Barbato) casi Dieciocho. Experiencia en tránsito tenía, sólo había que aprender a usar el acelerador y el embrague con los pies, y hacer los cambios con la mano derecha. exactamente al revés de lo que venía haciendo en la moto.

Pero lo logré. En pocos días tuve mi libreta de auto, terminé los trámites de la transferencia, me asocié al ACU y conseguí un Corredor del BSE. que sigue siendo mi asegurador y amigo hasta el día de hoy. Todo con los lógicos inconvenientes de no ser propietaria sino "usuaria", y pagado de mi bolsillo. ¡faltaba más.!

La Isseta me esperaba pronta en el taller del chapista, y la fui a buscar. Como primer inconveniente, encontré la palanca de cambios a mi izquierda. y moverla fue lo mismo que descoyuntar un pollo. además de sentirme encerrada en una cajita de metal y vidrio. La saqué a los corcovones, sin lograr encontrar el punto justo del maldito embrague, pero pude cruzar Rivera y parar enfrente.

Antes de abrir la puerta delantera -única salida- sentí olor a quemado y calor en las nalgas. ¡salía humo por debajo del asiento! Salí de apuro y el chapista -que ya estaba al lado mío- levantó el asiento y apagó el fuego que las chispas de la batería habían iniciado en el relleno del tapizado.

Cuando el idiota reconoció que se había olvidado de colocar la goma aislante, prácticamente de un bufido, lo mandé a él a estacionarla por Simón Bolívar para salir de la parada de ómnibus. Ahí me di cuenta que tampoco había sabido armar el embrague. él salió corcoveando peor que yo.

Subí derecho al teléfono, llamé al ACU y sin escuchar más voces de nadie, me hice remolcar hasta el taller de Ramos, uno de los pocos especialistas en Isseta de Montevideo, en La Paz y Yí. Por supuesto que los servicios del chapista no sólo fueron pagos por buenos sino que además. los desperfectos que el pequeño vehículo pudiera tener se me achacaron a mí y los honorarios del nuevo mecánico salieron de mi bolsillo.

¡Ramos tuvo que desarmarla toda y armarla de nuevo. pero quedó bien! Me hice habitué de ese taller y fue mi parada obligada cada vez que había que cambiar algún repuesto. hasta que de a poco, se los fui reponiendo todos. Mis compañeros de trabajo se reían, porque se daban cuenta que la Isseta me estaba consumiendo el sueldo.

Pero el hombre me enseñó unos cuantos artificios para entender "el piróscafo" -como le decía mi Jefe- y aprendí a conducir bien la Isseta a pesar de sus mañas.

Poco tiempo después, el entusiasmo de la propietaria por andar en auto se esfumó en el asfixiante encierro de la Isseta. Se desentendió de ella por completo, y me la heredó.

En realidad, conociéndole los vicios, me empezó a gustar conducir bajo techo los días de lluvia, y sobre todo, no tener que usar más casco.

La primera vez que entré a Dieciocho, ver la rueda de un ómnibus a mi costado sobrepasando mi cabeza me asustó bastante. Sentada ahí adentro quedaba mucho más baja que en la moto. Pero esa pequeñez tenía sus ventajas, porque podía estacionar donde no cabía ningún otro auto. Dos compañeros me hacían lugar entre las bandas blancas de sus lugares frente al Ministerio, por Cuareim, y yo estacionaba en el medio perfectamente.

Con la Isseta conocí a todos y cada uno de los choferes del ACU, porque día por medio se rompía en la calle, perdía toda la nafta del tanque por el carburador como si fuera una fuente; o pinchaba y tenían que llevarme a la gomería de Libres y José L. Terra, ¡porque tampoco tenía auxiliar! Las llantas eran dificultosamente desarmables y ahí era el único lugar en que querían atenderme. Los contratiempos eran tantos y tan seguidos que para contarlos todos tendría que hacer una novela. pero terminaron por divertirme.

Salir de casa todos los días conduciendo hacia el trabajo, y regresar tarde en la noche en un camión de auxilio habiendo dejado la Isseta en la puerta del taller. era cosa de una vez a la semana. Pescar a las vecinas mirando por entre las cortinas y suponer lo que pensaban, me hacía bastante gracia.

Una vez, mi sobrina Luján quiso ir al Cementerio del Norte y la llevé. A la vuelta, ya en medio de Bulevar Propios hacia el Centro, noté que un auto me seguía, tocando bocina y haciendo señas. Manejaba un hombre con un muchacho al lado; pensé que sería un intento de "cargue" y no hice caso.

El conductor insistió, se me adelantó y me cerró el paso. Frené de golpe y salí con los puños cerrados. cuando veo bajar al hombre desesperado, gritándome: "¡¿No se da cuenta que viene en tres ruedas?!"

Me vio la cara de incrédula y se acercó a la parte de atrás de la Isseta para mostrarme. Luján estaba adentro y yo en la calle, o sea que el peso se ejercía sobre el lado derecho. y la ruedita trasera derecha -justamente- no estaba.

¿Cómo pude hacer más de tres cuadras sin que se ladeara?, ¡nadie pudo explicarlo nunca! La cosa es que al bajarse mi sobrina para ayudarme a empujar la Isseta hacia el cordón, la muy caprichosa decidió perder el equilibrio y quedó en el medio de Propios, sentadita sobre el hueco de la rueda.

Tampoco supe nunca dónde la perdí, ni pude volver a usar mi autito hasta comprar una nueva, con cinta de freno incluida, porque se había salido con todo.

Cuando pude poner en forma sus cuatro ruedas y comprar un auxiliar, se me ocurrió ir a Punta del Este, y nadie creyó que podría subir el Lomo de la Ballena. pero mi BMW 300 lo subió como si nada, y el viaje resultó todo un éxito.

En esa época usábamos esta casa para veraneo, fines de semana y licencias. Ahí le ponía la baca a la Isseta y la cargaba como camión de mudanza. Al llegar a acá y descargar, subía a la baca un latón enorme de hojalata y marchaba a la leñera. Al volver rebosando de leña, parecía la imagen de esas lavanderas de antes, que cargaban el atado de ropa en la cabeza. debí haberlo fotografiado.

Otra vez, cuando se rompió el vidrio de la puerta de la cocina, cargué la puerta de hierro, la llevé a la vidriería de Bolivia y Avda. Italia, y la traje reparada. Sí, claro, me miraban por la calle. no hay duda que la Isseta y yo hicimos cosas bastante cómicas.

La tuve seis años. Cuando se me impuso el exilio tuve que venderla. o mejor dicho, dejarle los papeles a la propietaria para que se ocupara. Tuvo suerte, la vendió en la misma plata que la había comprado. Ella recuperó la inversión. pero yo. creo que durante los años que estuvo a mi cargo. la pagué diez veces lo que valía.

En realidad, cuando no estaba en el mecánico me daba bastantes satisfacciones y me dolió bastante tener que dejarla.

Más adelante las cosas cambiaron, tuve una Meharí, y ahora el Gol. Mejores máquinas, pero. nunca más un BMW. por más 300 que fuera.


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