Eliza y Miguel
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Relatos de Eliza

25.01.2012 22:51

El 21 de diciembre, justo el día de mi cumpleaños, tenía hora en el Bco. de Prótesis para hacerme radiografías. El cirujano suspendió la consulta hasta febrero pero como seguirá yendo al Bco. a operar hasta fin de año, me propuso mirar las placas y comunicarme por teléfono cómo va la cosa antes de tomarse sus vacaciones de enero, para no dejarme como la gata Tobita mirando la fiambrera hasta Carnaval. Y como ya llevo casi 3 meses de operada... a lo mejor me hace un regalo de cumple y me dice: "¡Parate!"

Unos días antes, me miraba al espejo y me veía como una jovata de 90, así que corté por lo sano y el martes 20 le pedí a Miguel que me llevara en la silla de ruedas hasta la otra cuadra, a la peluquera que voy cuando no puedo recauchutarme yo. Me encasqueté un gorro de visera para que ningún vecino chusma me viera los pelos blancos, largos y desparejos y allá fuimos. Entré de 90 pero salí de 65... Me quedé conforme, porque para estarlo... me gusta aparentar un poco menos de la edad que tengo...

Y también me las arreglé para pintarme los ojos con el lápiz negro, cosa difícil porque cuando se hace con lápiz, hay que cerrar el párpado del ojo a pintar y mirar con el otro... ¿con qué otro...? Pues me pinté uno mirando y el otro de memoria. La cuestión es que quedaron bárbaros los dos y cuando salimos parecía una pendeja...

Los tipos que vinieron a buscarme eran unos guachos de mierda con una ambulancia de mierda también... no es común pero me tenía que pasar a mí. Cuando me subieron en la silla, al empujar hacia atrás para asegurarla, se abrió la puerta detrás de mí y casi salgo despedida por el lateral de la camioneta.

El tipo terminó de trancar la silla, y como no me puso el cinto de seguridad, se lo pedí. ¡No tenían porque se había roto! Dijo que no me preocupara, que estaba bien firme... ¡Coño!, bien firme la silla, pero yo, suelta arriba rebotando. Un chanta, pero no era un taxi y tenía hora fija para llegar, así que no pude despedirlo y me tuve que joder agarrándome de lo que comí.

Arrancó corcoveando al meter cada cambio como para romperle los dientes a los engranajes de la caja, pero de eso no le dije nada porque el vehículo no era mío. Fue unos minutos después que tuve que pedirle que sacara la pata del acelerador porque mi culo iba como coctelera con los desperfectos del pavimento. A regañadientes, pero me hizo caso.

Al llegar les pedí que bajaran con nosotros hasta la sala de rayos para que me subieran a la mesa... Miguel no puede alzarme en vilo y ellos son jóvenes y fornidos. Pues nones, "no podían", se fueron y nos dejaron de seña. Los RX se hicieron enseguida, pero tuvimos que esperar que volviera la ambulancia más de dos horas.

Mi bronca iba en aumento, porque aprovechando que me sentía bien, se me había antojado tomar mate en el jardín a la vuelta, debajo del paraíso... pero ya a la hora que volvíamos mejor no, por los mosquitos. 

Les pregunté a los chanta si en el interín que anduvieron por ahí habían arreglado el cinturón de seguridad... y la respuesta fue si quería que me ataran con una piola. Asentí. Pero ni piola había, así que rasgaron una sábana sintética de las que usan para tapar los fiambres y con esa tira me ataron. LPQLP.

Cuando arrancó se notó que el chofer estaba apuradito, así que volvió a acelerar...  entonces me fui de boca y le eché una meada de padre y señor mío. Miguel, a mi costado, calladito la boca y disfrutando (me lo contó después) la hermosa relajada que se ganó el chofercito de morondanga.

-Voy a 40, pero si quiere voy a 10  -me dijo con ironía-.

-Andá sin mirar el velocímetro, tarado, a la velocidad en que esta porquería no salte como langosta.

-Yo no tengo la culpa de los desperfectos de las calles, tendría que quejarse a la intendencia...

-Mirá, gracioso, que no soy ninguna imbécil. Enterate que cuando vos vas, yo vengo de vuelta. Si los viejos que tenés en la familia son giles, es un problema tuyo porque puede ser hereditario. Discuto contigo porque manejo desde antes que nacieras, lo hago mejor que vos, no rompo el auto ni martirizo a los que lleve arriba.

-Comprenda que estamos trabajando, no de paseo.

-Justamente, y tendrías que hacerlo bien, de la misma forma que lo cobrás. Yo tampoco estoy de paseo, ¿sabés? No fui al Bco. de Prótesis a tomar el té. Fui a hacerme rayos por el trasplante de fémur que me hicieron hace poco. Esto duele en serio, por si no sabías, aun estando quieta en la cama. En cada sacudón por tu impericia y las carencias de tu preciosa ambulancia tercerizada es como si me patearan el culo. Pero date por contento que no soy ninguna buchona para denunciarte al CASMU por el servicio de mierda que ofrecés vos y tu vehículo destartalado. Yo lo estoy sufriendo acá y ahora y mi problema es contigo, así que te la bancás... Pero tampoco esperes la pavada de dejarte hacer sólo porque tengo principios y no me gustaría que perdieras el guille de este trabajo. Si no manejás despacio, me puedo cagar en mis principios y llamar para quejarme desde acá mismo con mi celular, para que escuches lo que digo.

Con eso entendió y se acabó la conversa. Me revienta que alguien se haga mear al santo pedo, pero hay gente que es así, y al fin y al cabo, conseguí lo que quería. Empezó a manejar tan despacio que le tironeaba la segunda... De burro, nomás, porque se puede ir a paso de hombre sin hacer sufrir la caja. Bueno, yo puedo sin esfuerzo. Debe ser porque el que me enseñó a conducir hace 40 años, no me robó la plata. Y porque mi auto oficia de piernas para mí y me ocupo de su mantenimiento para que camine bien. Sería saludable que los que tienen un vehículo para que les dé de comer hicieran lo mismo.

Llegamos, me bajaron y ahí nomás, al borde de la calle, sobre el césped, sin permitirles que me llevaran adentro, los despedimos. No recibieron la propina que se acostumbra en estos casos, pero me pareció innecesario explicarles... creo que se dieron cuenta.

Según Miguel, mi arenga fue 10 puntos y no le cupo ni un reproche. "¡Esa es mi mujer!", me dijo cuando entramos a casa.

No hubo analgésico que me calmara las consecuencias del maldito viaje por dos o tres días, pero al fin pasó. Una experiencia más que como todas, enseña a no patear dos veces la misma piedra: Para mí, las ambulancias del CASMU ¡ya fueron! Si preciso contratar otra, llamaré a la Coronaria que hasta ahora... mantiene un servicio impecable y sus móviles están equipados como corresponde. Será más caro, pero es mejor y no crea daños colaterales.

Y voy a precisar otra, nomás. Aunque aquellos RX le encantaron a mi médico y por adentro todo está un lujo... dijo que de pisar... me olvide por ahora. Para la próxima consulta, ya estaremos en Carnaval, que acá se adelanta para conveniencia de los turistas. Una pena, porque tenía en mente desfilar en las Llamadas con mis dos bastones. Otra vez será, porque si fuera en silla, no podría sacudir la osamenta al ritmo de los tambores.

Eliza

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17.11.2011 20:08

No he incursionado en el correo electrónico ni en el blog desde la primer semana de setiembre y eso resulta raro, aun para los que nos siguen de vez en cuando. Hoy, sentada frente a la PC por unos minutos más que en los primeros intentos, veo muchos mensajes de preocupación.

Como sólo algunos de ustedes conocen el motivo de mi ausencia (los pocos con que mantenemos comunicación telefónica), pensé que era tiempo en enterarlos a todos, cubriendo así la falta de respuestas de mi parte, que llegará, no lo dudo, pero lentamente.

Ya el 14 de setiembre (cumpleaños de Miguel), hacía días que no podía levantarme de la cama. Ese día debía asistir a la consulta en el Banco de Prótesis con el cirujano que me hizo el último recambio en 2002 cuando me fracturé... vino a buscarme una ambulancia y allá marché en camilla, rabiosa de dolor.

Hecha una placa se supo: mi fémur, debajo de la punta del tallo de la prótesis, estaba hecho polvo. Había que operar de urgencia y esta vez, ya no sería un recambio común y corriente. Los detalles y la decisión final se tomó en el quirófano, cuando el cirujano vio directamente el panorama (me faltaban 18 centímetros de fémur...), y sólo cabía hacer un transplante.

Esa misma noche me llevaron al CASMU, y Miguel terminó su cumpleaños en casa, solo. Ahí estuve internada 20 días, con un yeso (férula) que contuvo, por lo menos, mis gritos más fuertes, junto con un bombardeo de medicación pesada, de ésa que tiene muchos más efectos colaterales que acción efectiva directa. ¿Por qué 20 días? Ah, porque es el tiempo que demoran los trámites de la mutualista con el Fondo Nacional de Recursos (todo administrativo y burocrático como corresponde a nuestro querido país).

Cuando me trasladaron al Banco de Prótesis el accionar fue inmediato, el 5 de octubre estaba operada. Siempre dije que estaba acostumbrada al dolor que me ha producido esta pata desde que tengo uso de razón, que pude bancarlo y vivir normalmente... Cierto, pero... o me gasté todo el aguante o en realidad, ésta es una intervención tremendamente dolorosa. Sólo recuerdo mis gritos desesperados al salir de la anestesia, y eso que ya en el suero venían administrándome morfina.

Drogada como estuve, no sé cuánto duró, pero obviamente no fue mucho, ya que al 5to. día tenía el alta para seguir la recuperación en casa. ¡¡¡Al fin en casa!!! No más agujas, no más personal de enfermería, no más drogas, no más comida recocida que no se deja tragar. Volví con anemia por la pérdida de sangre y por haberme alimentado a café con leche, pero eso se revirtió en pocos días. Llegué con "guantes largos sin dedos" en ambos brazos, azules, morados. Desde las falanges hasta los codos, no hubo lugar donde no pusieran (o intentaran poner) una vía intravenosa. Creo que las vías actuales deben ser de fabricación china, porque a las 2 ó tres horas dejan de funcionar y simplemente, hay que sacarlas y poner otra. Así quedé, tan perturbada que si llego a ver una vía de lejos puedo enloquecer.

En casa, donde siempre fuimos dos, el peso total recayó sobre Miguel, que además de continuar con sus tareas de siempre, asumió las que hacía yo, con el tremendo complemento de dedicarme una atención permanente tan, pero tan perfecta, como no puede existir ni en el más caro y sofisticado de los spa.

"En las buenas y en las malas" nos hemos complementado siempre, luchando los dos en el mismo sentido y así hemos recorrido estos 27 años que llevamos juntos. "En la salud y en la enfermedad", no podía ser distinto. No es la primera vez que a él le toca asistirme. Varias intervenciones quirúrgicas distintas me cayeron en suerte y siempre estuve a su cuidado recibiendo de él la misma disposición. Esta vez, sin duda alguna (más complicada que cualquiera de las anteriores por el peso en contra de mi estado de ánimo cuando se desploma), también lo superaremos.

Tengo todavía vestigios derivados de los dos meses en que estuve drogada a medicamentos, cuyo efecto colateral más difícil de combatir es la depresión. Pero bueno, cuando tengo ganas de llorar porque no consigo dormir en las noches porque todo me incomoda, me rebelo y puteo, para que la adrenalina fluya y convierta mi angustia en bronca, que es mucho más llevadera y menos deprimente para él.

Hace rato que estoy escribiendo y me siento bien, Miguel se tiró a descansar un poco y no he tenido que llamarlo para nada. Me reconforta mucho no tenerlo en jaque, hacer maniobras con la silla de ruedas sola en el living para desplazarme buscando algo que está en la mesa y volviendo a la PC.

Piano, piano si va lontano, dice el refrán italiano, y así es que vamos, despacio, pero con ganas y al firme. Llegaremos a que yo pueda apoyarme con mi pata mala en el suelo y usarla para caminar. Será en enero, suponemos (falta menos cada día), y de ahí en más, ¡acá no ha pasado nada!

Bueno, amigos, están enterados. Volveré poco a poco a la PC, aunque estoy segura que no será con los horarios locos en que solía hacerlo. Me di cuenta que hay otras cosas que necesitan de mí, otras tareas que me gustan y habían quedado muy relegadas. Tengo que reorganizarme, equilibrarlo todo, y sé que podré.

Les envío un abrazo enorme y el más grande agradecimiento por haberse preocupado, por extrañarme; los quiero mucho,

Eliza




17.07.2011 16:08

Hermoso, totalmente negro, inteligente y audaz. Lo vi de chico acercarse a casa buscando a los nuestros  –tal vez porque estaba solo–  y hasta me pareció en ese tiempo que podría convertirse en un integrante más de la patota... aunque no tendría que alimentarlo, porque tenía dueño.

Fueron creciendo todos a la vez. Los nuestros  –madre/tía y descendencia–  fueron sometidos a la castración. Fue la mejor forma de evitar una proliferación imposible de solventar, y de prevenir  –eso supusimos la Veterinaria y yo–  las consabidas peleas entre gatos "enteros", que han tenido siempre como consecuencia la muerte de uno, o de los dos contrincantes.

Pero no siempre los bichos siguen las reglas de los estudiosos. Lo comprendí enseguida, no bien iban creciendo nuestras gatunas mascotas. Elisa  –mi Veterinaria y amiga desde que tuve mi primer perra, añares atrás–  castró hembras y machos. De los varones dijo  –mientras procedía–  "Con esto les quitamos las balas, pero no el arma".

Debí entender el real significado de sus palabras... pero no lo hice. No pude suponer un animal asemejándose a un ser humano. Sin embargo, a lo que fueron creciendo, presencié más de una vez el intento fallido de los machitos de cubrir a las hembras. Fallido porque ellas no estaban de acuerdo y... nuestra cercanía impidió siempre la consumación del hecho.

En la pandilla de casa, poco a poco, esas intenciones se fueron disipando. Pero se mantuvo la supremacía de los machos, en cuanto a marcar el territorio tanto para los que salen como para los que entran.

Las damitas no podían excederse de los límites del terreno, porque ellos las traían "a trompadas" en medio de una gritería que hacía pensar en tremenda guerra, aunque en realidad no era más que ruido.

Los intrusos no son bien recibidos, y ahí los preámbulos de un encontronazo suenan a sirena de ambulancia durante un buen rato, y los contrincantes se enfrentan de pelos parados y cola erizada como arbolito de navidad, dándonos tiempo  de salir a liquidar el asunto antes que se decidan a pelearse cuerpo a cuerpo.

Ese sistema, terminó por alejar a los extraños con intención de venir en busca de lo que no es de ellos. A todos... menos al gato negro, tal vez porque nunca lo consideraron un intruso... y porque él se cuidó muy bien de mirar a nuestras niñas con malas intenciones.

Era común verlo entrar por el frente, caminar despaciosa y elegantemente todo el largo de la casa y retirarse saltando el muro del fondo, pasando en todo el trayecto entre los míos, que lo dejaban hacer sin inmutarse.

Y se hizo común también, en días templados o cálidos, que el muy atrevido entrara por la puerta de la cocina, empujándola como hacen todos, para arrasar en segundos con el contenido de los recipientes con alimento y con leche, que siempre quedan a mano de estos mal criados para que hagan boca cuando quieran. También eso le permitían, como un acto solidario ante un congénere no muy bien atendido.

Bastante mal educado para comer, en ese angurriento apuro me dejaba los trastos dados vuelta... pero limpios como para guardar. Y tan rápido como el viento, al más mínimo movimiento humano se escurría por donde había entrado y se quedaba en el porche, mirándome con expresión compradora, como para que no se me fuera a ocurrir espantarlo.

Claro que no, si yo ni siquiera optaba por cerrar la contrapuerta... sólo limpiaba los tachos y reponía su contenido. Así entonces él desaparecía por un rato, y a la primera de cambio volvía a entrar a comerse y beberse todo.

Un día se me ocurrió poner el alimento de los nuestros en el living  –a costa de la pobre moquete–  para que el gato negro no encontrara nada en la cocina. Fue inútil... ¡hasta el living se metió!

Teniendo en cuenta que cada año al llegar el frío se le terminaban las andanzas por estar cerrada la puerta de metal, dejé de preocuparme por alimentar una boca más... sobre todo siendo la de un caradura tan simpático.

Así el gato negro pasó a formar parte de nuestro paisaje veraniego, aunque no cotidianamente, ya que a veces, en su casa se acordaban de alimentarlo. No sé dónde abastecía su insaciable estómago en invierno, porque aunque lo veía, nunca se me acercó en busca de comida, ni revolvió el tacho de desperdicios de afuera, que aunque tiene tapa, para él abrirlo no habría sido impedimento alguno. Tal vez sería buen cazador, como todos los gatos que deambulan por los alrededores.

Hace un tiempo, dejó de venir. Pensé que andaría en otra cosa, por ahí... pero no volví a verlo nunca más. Imagino lo que ocurrió, pero no quiero escribirlo... así había desaparecido un tiempo antes mi Rambo, otro ejemplar tan inteligente y audaz como él. Tal vez la misma intrepidez los haya llevado a donde no debieron ir. Porque esa forma de ser, es igual en los enteros que en los castrados.

Aquí las mascotas, ahora son dos. Extraño tanto a los que ya no están como el primer día, pero tengo la serenidad que me da el haber hecho hasta lo imposible, haber estado hasta el último momento... y haberles dado un lugar en el jardín, donde planté flores tan lindas como ellos.

La falta del Rambo, sin embargo, no me permite sosiego. Nunca pude, aun buscando hasta el cansancio, saber qué fue de él. Cuando se trata de gente, "los que saben" le llaman "duelos mal resueltos". Cuando son animalitos, nadie le pone título... sólo entendemos lo que se siente los que los amamos como se merecen. Por eso, de la misma forma, y aunque nunca supe su nombre, también extraño tanto al gato negro.

Eliza - laquincena@montevideo.com.uy




03.04.2011 19:42

Muchas veces dije que en esta casa hay un duende, a veces juguetón, a veces bromista, y a veces... muy molesto.

Este travieso invisible se divierte escondiendo cosas, para hacerlas aparecer cuando ya las dimos por perdidas. Tengamos en cuenta que la casa es pequeñita, que sólo somos dos, y que ambos mantenemos un orden coherente a la hora de darle un sitio a cada cosa.

Comprendemos, sin embargo, que "orden coherente" no significa "orden infalible", por eso cuando algo se pierde, luego de intercambiar preguntas sobre el paradero de lo extraviado, lo buscamos por todos lados.

También puede pasar, por ejemplo, que un cuchillo vaya a parar a la basura, si está en la mesada junto con las cáscaras para tirar, justo cuando estamos lavándonos las manos y vemos que la cacerola que está en el fuego se está volcando.

Secarse las manos de apuro, apagar el fuego, retirar la olla y limpiarle los chorretes, sacar los pegotes de la cocina y reiniciar la cocción a fuego más moderado, son acciones que no estaban en el programa y que obligaron a interrumpir lo que había que hacer: tirar los desperdicios a la basura, lavar el cuchillo y guardarlo. 

Se fueron unos preciosos minutos y al intentar recuperarlos viene el apuro... que junto con la bronca, nos hace pensar al revés. Por eso en esos casos, si el cuchillo no está en la cubiertera, el mejor lugar para buscarlo es el bote de basura. Y allí suele estar... cuando el duende no interviene.

Pero hay otros casos en que todo sale redondito, podemos dedicarnos a lo que estamos haciendo con toda tranquilidad y al terminar, dejar todo como se debe: limpio y en su sitio. Cuando algo de eso que usamos desapareció, es inminente achacárselo al duende... después de revolver la basura y toda la casa, incluido el garaje.

Ese "lo que sea" perdido puede ser, por citar un caso, la linterna. Tiene un tamaño considerable, unos 20 cm de largo por 10 de diámetro, y es de color amarillo rompeojo. Su lugar es uno de los estantes del modular del living, bien a la vista y a mano para pescarla al tacto durante esos apagones tan comunes como inexplicables que ocurren por acá.

De madrugada, cuando me voy a la cama, apago las luces y la utilizo para guiarme en la oscuridad. La linterna duerme a mi lado, para volver al living al otro día conforme me levanto. Pues un día desapareció. Los lugares a buscar no fueron todos, obviamente, porque no cabe en el botiquín del baño ni adentro de la tostadora...

¡A repasar los pasos dados, hasta encontrarla! ¿Fui al jardín antes de acostarme? Sí, pero también la usé después como cada noche. ¿Miguel revisó el motor del auto en la mañana? No. De todos modos, ambos recorrimos toda la casa, por adentro y por afuera. ¿La escondió el maldito duende? Pues que se divierta solo. No hay más linterna, y punto.

Pasaron dos días... y la linterna, como por encanto, apareció en el estante del modular, como si nunca se hubiera movido de ahí. "¡Gracias, duende!", le dijimos al unísono como si estuviéramos viéndolo. Pero lo de ayer fue más complicado, más sutil... para lo que es su estilo habitualmente.

Tengo tres recipientes en los que venía ½ kilo de dulce de leche. Los guardé porque tienen el tamaño ideal para usarlos como tazones en la cocina, y están hechos de un plástico no quebradizo. Están uno dentro del otro con sus tres tapas al costado, bien a mano, en la bandeja superior de la frutera, sobre la cocina.

Tomé dos con sus respectivas tapas y los puse sobre la mesada. Llené uno y lo metí en la heladera. Cuando le tocó el turno al otro... sólo estaba la tapa. No me preocupé, tomé el tercero de la frutera y a otra cosa, ya lo buscaría después.

Cuando vi que Miguel sacaba la bolsa de la basura lo detuve. ¡Tenía que revisar adentro! No, el tazón no estaba ahí. Le pedí ayuda y lo buscamos entre los dos. Heladera, microondas, horno, todo fue revisado. Una vez más, lo dejamos a voluntad del duende, que lo devolvería cuando se le antojara.

De noche, tomé el tazón de la heladera para preparar la cena con su contenido. Y cuando lo tuve en la mano... encontré el tazón perdido ¡ensamblado debajo del otro! Después de insultarme a mí misma en voz alta, por tarada, repasé lo hecho al mediodía.

Recordé entonces, claramente, lo que pensé mientras picaba la espinaca que luego guardaría en el tazón: "Tengo que usar los lentes para la cocina, no veo un pomo y en cualquier momento me voy a rebanar un dedo". Lo pensé así, nomás. Y acto seguido, en vez de caminar tres pasos hasta el estuche, me quedé en el molde. Fue como si en vez de mis pensamientos, una voz ajena me dijera: "No precisás los lentes, estas cosas las hacés de memoria sin riesgo de lastimarte".

Y digo que fue "una voz", porque mi "otro yo" cuando me habla, lo hace en mi mismo idioma, y me da disculpas para no hacer algo que debo, sin ocuparse de halagar habilidades que no tengo. Me conforma bien a mi estilo, y seguramente me habría dicho: "¡Seguí sin lentes, dale, si te cortás, jodete!"

Así que lo que "oí" ¡fue la voz del duende! ¡A las pruebas me remito! Y espero que esté leyendo esto, porque estoy muy enojada. Una cosa es jugar al mago divertido, y otra muy distinta es meterse en mi cabeza para darme malos consejos. ¡Eso no!

Eliza




24.03.2011 05:30

Para no olvidarme de ninguna, debí haber recopilado las anécdotas de mi marido desde cuando todavía no lo era... Relataré las más salientes, ésas que me quedaron grabadas sin necesidad de anotarlas en una libreta.

Estábamos en la oficina, año 80, más o menos. Teníamos una nueva Jefa, una diplomática macanuda, más o menos de nuestra edad, solterísima y muy chapada a la antigua. Trabajaba con el despacho a puertas abiertas, por lo que se escuchaba clarito lo que pasara adentro.

Una tarde se la oyó despotricar y quejarse, pero como estaba sola y a veces hablaba en voz alta con sus propios pensamientos, nadie se inmutó. De repente salió y dijo bien fuerte: "¡Necesito un hombre!" Ni corto ni perezoso, el "profesional de la cosa" se levantó al instante y le respondió: "Acá tiene uno incondicional, señora, para lo que guste mandar"... y con lo dicho se le metió en el despacho.

Las risas de todos fueron un coro, y el rostro de la Jefa se convirtió en un tomate. Miguel, por supuesto conservando esa expresión impertérrita que lo caracterizaba cuando había desatado alguna situación como ésa, luego de abrir la vieja ventana corrediza de hierro oxidado, volvió a su escritorio como si nada. La Jefa no se vio por un buen rato, hasta que el fresco de afuera le disimuló el rubor y hasta que se animó a mostrarse entre nosotros, segura de que ya nos habíamos reído bastante.

No mucho después, viviendo el destierro en Buenos Aires ya como pareja, hubo varias que tampoco olvidaré.

El primer hotel en que estuvimos fue en Constitución, el Río de la Plata de la Avda. Juan de Garay. Muy lindo pero muy caro, por lo que a las pocas semanas salimos a buscar otro. De los que vimos en la zona, nos gustó El Rosedal. La encargada era una gallega de mediana edad, vestida a la antigua, peinada de peluquería, muy secota y con poquísimas luces.

Nos dijo el número de la habitación disponible y Miguel quiso verla, requerimiento que denotó clara sorpresa en el rostro de la encargada, pero accedió a mostrarnos la pieza de al lado, porque eran iguales y la otra todavía no estaba desocupada.

¡Mirá vos a quién le ofrecían contratar algo que no había visto! Cordialmente, como siempre fue su costumbre, intentó explicarle a la señora que no era correcto dejar una seña en esas condiciones... No tuvo suerte, ella no entendía y se estaba poniendo molesta. "Pues que son todas iguales", repetía, y no había forma de sacarla de ahí.

Yo me mentenía al margen, porque ciertas situaciones me sacan de quicio demasiado rápido, y estábamos frente a una oportunidad que no convenía perder aunque costara llegar a un acuerdo, el que sin duda lograría Miguel muchísimo mejor que yo. Pero claro, también él tiene sus límites y le asestó la frase matadora: "Señora, usted me quiere vender un servicio y yo lo compraré cuando lo vea".

¡Ay...! La gallega se enojó. "Lo que yo le ofrezco es una habitación, señor, no me falte el respeto". Fue tan evidente que conocía la palabra "servicio" sólo como sinónimo de "escupidera", que tuve que contener la risa. No pasó a mayores porque mi marido, siempre listo, aplicó el plan B. Se las arregló para inventar una disculpa caballeresca piropeando discretamente a la gallega, la llamó "dama", y en un ratito consiguió lo que quería: en dos horas estaría vacía la pieza y podríamos verla. Hecho, esa misma tarde nos mudamos.

Otro día, uno de ésos en que todo sale mal predisponiendo al mal humor, aumentado por una inminente amenaza de lluvia, caminábamos por Corrientes casi sin hablar. Entre el gentío, vimos venir de frente un grupo de jóvenes con aspecto de estudiantes, jugueteando entre ellos, ajenos al tráfico de la vereda.

No había más que hacer que esquivarlos, pero no... Miguel se paró en seco, piernas abiertas y paraguas cerrado apuntando "al enemigo" y así los esperó. Miré para otro lado pero igual vi... ¡uno de los muchachos recibió la punta del paraguas en el ombligo...! Y ¿qué pasó?, ¡lo insólito! El gurí le dijo "Disculpe, señor, no lo vi"... Me dio vergüenza ajena y le hice ver que por esas "uruguayeces" nos llamaban "indios" en muchos lados del exterior... pero él salió bien parado, como siempre.

Otra por el estilo, ocurrió cuando ya vivíamos en el departamento de la calle Humberto Primo. Era el momento culminante de la carrera laboral de Miguel en el cabaret Queen, cuando a las relaciones públicas se le habían sumado tareas de adicionista y el horario de trabajo se extendía desde el mediodía de un día hasta el amanecer del otro.

Yo me había quedado sin empleo por carencia de documentos, por el mismo motivo no encontraba nada y para colmo, prácticamente lo veía despierto solamente unos minutos diarios. Eso me hacía sentir terrible y muchas veces discutía con él por anteponer el laburo a mi persona.

Esa noche la bronca fue grave, me fui de boca, le reproché lo de siempre y, como ya teníamos programado ir a lo de la flaca Beta, que nos esperaba con la cena pronta, lo dejé atrás y salí a la calle antes que él, conteniendo las lágrimas de bronca, derecho a la parada del colectivo en Entre Ríos y San Juan.

Media cuadra antes de llegar a la esquina, me crucé con un tipo que se entreparó para piropearme y sin más que eso, me dejó seguir y ahí terminó la cosa. Segundos después, oí la voz de Miguel, increpando un "¡¿Qué hacés, qué te creés?!" y me di vuelta a ver qué pasaba. Allá atrás, en Entre Ríos y Humberto Primo, lo vi tomando al tipo de la solapa y sacudiéndolo varias veces hasta que lo dio contra el cartel que indica el nombre de las calles.

El pobre hombre ni reaccionó, sólo lo eludió como pudo y se rajó de apuro. Y bueno... esa vez la reacción "a la uruguaya" no me molestó para nada, sino que le di un beso, me sentí feliz y se me fue la bronca. Miguel no entendió mi reacción pero no me dijo nada. Cuando se lo contó a Beta, la flaca le hizo la "traducción": "Pelotudo, le demostraste que te importa, ¡por más bestia que hayas sido!"

A la vuelta del departamento, en Solís y Humberto Primo, había un pequeño almacén donde yo me abastecía de lo necesario para cocinar y de la infaltable leche, que nos gustaba tanto a los dos y consumíamos casi con exageración. Dos cajas apenas nos daban para un día y la mayoría de las veces, el dueño de la despensa no quería venderme más que una, para que no le faltara para el resto de los vecinos.

Ante un contratiempo como ése, Miguel tomó cartas en el asunto. Fue al almacén y le hizo al hombre el verso triste de que teníamos seis hijos chicos cuyo alimento básico era la leche, pidiéndole por favor que hiciera una excepción por el bien de los gurises. Volvió con tres cajas de La Serenísima y la promesa del comerciante de que las tendríamos aseguradas.

Tanto fue así, que muchas veces en que volví al almacén de tardecita, ya habiendo hecho la compra habitual en la mañana, el dueño me susurraba al oído para que no escucharan otros clientes: "Señora, le pongo en la bolsa una caja de Las Tres Niñas que le guardé especialmente; es más nutritiva para los pibes".

Ya de vuelta en el Uruguay y superado el tiempo de las vacas flacas ocasionado por los casi dos años de espera antes de recobrar nuestro trabajo en la Cancillería, viviendo en paz con los sueldos seguros, las anécdotas reaparecieron.

Después de mucho insistir inútilmente para que sacara una tarjeta de crédito, conseguí algo parecido: aceptó tener una extensión de la mía. Eso lo habilitó a efectuar algunos trámites en la oficina central de la empresa, evitándome el traslado cuando todavía las comodidades on line no existían.

Allá fue a OCA munido de mi cédula de identidad, a cambiar la fecha de cierre... y la simpática jovencita que lo atendió le empezó a complicar la vida: "No lo puede hacer usted, ¿cómo sabemos que el cambio es voluntad de la titular?, tiene que venir ella". Le faltó decirle que podía ser un cualquiera que encontró mi documento en la calle... Entonces él atacó con la conversa acostumbrada que termina convenciendo a quien lo escucha, sí o sí.

Al fin de la disertación, ya la chica se había dado por vencida y había aceptado llamarme por teléfono, tal como él, con buen tino, le había sugerido. Pero la muchacha cometió el error de pedirle mi número de teléfono a él...

La pelota quedó a sus pies pidiendo red y como en sus mejores tiempos, de un puntapié certero le hizo el gol: "Mi querida señorita, usted, que ha estado desconfiando de mí y necesita la anuencia de mi señora... ¿me pide a mí su número de teléfono?, ¿cómo sabe que no le daré un número cualquiera para que hable con alguna mujer que no sea ella?, ¡Vamos, sea coherente!, busque el teléfono, que obviamente lo tiene, y entonces la llama, sabiendo bien con quién va a hablar".

Cuando la joven me llamó, se notaba en su voz que estaba nerviosa, como pisando huevo... "Acá está su esposo, señora, y quiere..."  No la dejé seguir. Imaginando lo que habría pasado, con unas ganas insanísimas de decirle que si él estaba ahí pasaba a ser problema de ella, me contuve porque me dio pena, y le di mi consentimiento de cambiar la fecha de cierre.

Me quedaron en el tintero algunas anécdotas muy jugosas de su trabajo en el Queen y el contacto con la gente de la noche; otras de cuando se largó a la calle como taxista; y no pocas de su actividad como empleado "multiuso" cuando trabajamos, aunque muy bien pagos, a rigor y a dúo en la casa de los ingleses. Pero eso será parte de otro relato, al que sin duda tendré que agregarle las que aun no han ocurrido, porque conociéndolo, sé que nunca faltarán.

Ésas son las cosas de mi consorte que lo hacen tan diferente para mí, tan especial.

Eliza - laquincena@montevideo.com.uy




07.03.2011 20:08

Estaba frente a la computadora leyendo los diarios del día, cuando entró Miguel. Venía de la cocina y me dijo sonriendo: "Acá hay dos gatos, están sentados, como esperando algo...". Le respondí: "Sí, ya voy" y miré la hora en el monitor. Faltaban 10 minutos para la hora "tope" en que les doy su almuerzo. Me quedaban 7 u 8 minutos de lectura antes que mis felinos cambiaran de actitud, dejando esa aparente paciencia para decidirse a reclamarme in situ lo que les correspondía.

A veces me levanto enseguida y los atiendo, mientras se mantienen aplicaditos esperándome. Otras veces, quiero terminar lo que estoy haciendo, me demoro un poquito más y entro en ese lapso fatal en que se portan como dos pobres animalitos muertos de hambre, como si no tuvieran a mano y en su sitio los recipientes con Whiskas, con leche y con agua, cuyo contenido se repone varias veces a lo largo del día.

Cuando eso pasa, irrumpen en el living como gremialistas organizados y cada uno ejecuta el plan que mejor le cuadre. La Mafalda se me acerca un poco y comienza sus maullidos estridentes y acompasados, como una alarma de auto. El Grillo salta al sillón y de ahí a mi escritorio. Me tapa completamente la pantalla, se mueve, me mira, me toca con la patita, me dedica un maullidito lastimero.

Ahí es cuando empieza el coloquio entre los tres: "Ustedes no tienen vergüenza -les digo-, ¿no pueden esperar un poquito más portándose bien? Ya voy... bien saben que siempre voy". Me miran como asintiendo, pero siguen con su efectiva demanda. Busco el mouse entre las patas del Grillo, lo acciono como puedo, cierro los diarios, desconecto Internet y apago la computadora. Me levanto y me dirijo a la cocina rodeada por ellos. O sea, voy esquivando gatos para no matarme de un golpe.

Eso es así ahora que son dos, y también lo fue cuando eran siete. También antes, no hace mucho, cada cual manifestaba su protesta de forma distinta, según su felinidad. Era, y sigue siendo, todo un ritual.

Jamás tienen hambre, no saben lo que es hambre, no los dejo tener hambre. Es mi estrategia para que no coman nada que encuentren por ahí, fuera de casa, cuando andan por las veredas de césped o los jardines vecinos. Hay gente despiadada, oculta en el anonimato, que deja "cebos" por el morboso gusto de hacer daño. Es un riesgo que nunca voy a correr, prefiero que estén malcriados y cuando se quejen, que sea de llenos.

Y es clarísimo que comiendo galletitas Whiskas y tomando leche todo el día, siempre están llenos, pero... la hora del almuerzo implica otro menú: media latita de pescado desmenuzado para cada uno. Ésa es la delicia que reclaman, a la hora en punto, y que no puede faltar, como tampoco el ritual.

Eliza - laquincena@montevideo.com.uy



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