Eliza y Miguel
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Relatos de Miguel

17.02.2007 15:56

A los cuatro años comencé a tomar conciencia de estar en este planeta, mis primeros recuerdos parten de ahí. Desde ese entonces, han transcurrido sesenta y ocho o sesenta y nueve años, no estoy totalmente seguro… jamás tuve la certeza de cuándo nací. 

A los quince o dieciséis, me crucé con la señora que me trajo al mundo y se lo pregunté. Me importaba conocer el día en que había nacido. Sin detenerse me dijo "el 14 de setiembre"… y sin mencionar el año siguió su camino.  

Nunca podré saber si esa fecha es la verdadera… o si me dijo lo primero que le vino a la mente porque no tenía la menor idea de cuándo había sido. En cuanto al año, saqué mis propias conclusiones tomando como referencia las fechas de mis hermanos… porque ellos sí estuvieron documentados. Así que debió haber sido entre el año 31 y el 32.  

Viví dieciséis años sin existir jurídicamente… no había registro de mi nacimiento en ningún lugar… aunque eran tiempos en que no había mucha necesidad de tener cédula de identidad. Pero a los diecisiete me fue imprescindible para que me aceptaran en un trabajo mejor, y así fue como me asignaron el apellido de la persona que me presentó. Cuando el funcionario me preguntó el nombre… se me ocurrió contestar "Miguel Ángel". 

En la escuela de Comodoro Coé y Julio César a la que asistí casi cuatro años bastante discontinuos, me anotaron  -supongo que debe haber sido mi abuela materna-  como Hugo Larrosa.  Con ese nombre de pila respondí desde siempre. Y el apellido era el de mi padre, que murió cuando yo no había cumplido un año.  

A los diez años tuve mi primer trabajo. Fue en Ramón Anador y Julio César, en el almacén y puesto de verdura de "el griego". Mi sueldo era de tres pesos por mes (año 42 ó 43) o sea… diez centésimos por día. Mi trabajo consistía en barrer y limpiar el almacén y llevar los pedidos al domicilio de los clientes.  

Entre ellos había una señora  -muy especial para mí-  que recordaré hasta el último día de mi vida. La primera vez que le llevé su compra me hizo pasar.  Vivía en la calle Chacabuco, entre Ramón Anador y Comodoro Coé. Doña María  -así la llamaban todos-  era una señora morocha, alta, muy bonita y agradable, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Usaba un delantal color naranja con bordados… y así la veo a través del tiempo, tantos años después.  

Era la primera vez que yo entraba a una casa (al leer esto, muchos se preguntarán dónde vivía… pero esa es otra historia). Para mí, aquello que vi era hermoso. Una cocina grande con baldositas de colores vivos, donde todo era brillante. La amplia y sincera sonrisa de Doña María me inspiraba confianza, aunque en aquel entonces tal vez no tuviera muy claro que ese era el nombre de aquella desconocida sensación.  

Tenía apenas diez años, pero me pesaban como si fueran veinte… Había sido muy golpeado y maltratado, por eso dudaba de todo el que se me acercaba  -aunque sólo fuera para hablarme-  con un instinto de rechazo casi animal. Tenía tanto temor, que me defendía antes de ser atacado. Esa actitud perduró en mí muchos años y me trajo bastantes problemas. El hecho de que fueran vestigios de un trauma desarrollado en mi niñez… no era disculpa aceptable para los que sufrieron gratuitamente mi hosquedad.  

Pero Doña María irradiaba por todo su ser algo que la hacía tan diferente a todas las personas que me rodeaban, que me sentía tranquilo y en paz… con la inexplicable seguridad de que nunca iba a hacerme daño. Me preguntó mi nombre y me invitó a tomar un vaso de leche. Yo conocía la leche porque alguna vez la había tomado en la escuela y me había gustado. 

Cada vez que tenía que ir a llevarle el pedido me sentía contento, ir a su casa era para mí una fiesta. Pero no tanto porque me alimentaba igual que a sus hijos, sino por aquella forma tan dulce de tratarme me hacía verla como alguien muy especial. Hoy sé que me sentía querido, y mi total inexperiencia a ese respecto no me dejaba comprenderlo… lo que veía en ella era la madre que hubiera deseado tener.  

En una oportunidad, estaba sentado frente a la mesa de su cocina tomando leche y comiendo pan con manteca y dulce  -todo un festín para mi estómago siempre vacío-  cuando se sentó junto a mí, me observó unos segundos, y sin decirme nada, con una sonrisa tierna, me acarició el pelo y me besó en la frente.  

Recuerdo que dejé de comer. Sentí una emoción extraña en todo mi ser. Entonces yo, que estaba acostumbrado a soportar golpes y gritos sin que se me escapara una lágrima, yo que acumulaba rabia en mi impotencia ante los castigos sin mostrar dolor… ese día lloré espontáneamente ante la caricia y el beso de aquella bondadosa mujer. Lloré lágrimas de felicidad por esa demostración de cariño desconocida, nueva… que recibía por primera vez. 

Han transcurrido sesenta y tres años y está muy fresco en mi memoria el tierno y afectuoso recuerdo de ese momento. La caricia y el beso de Doña María me han acompañado en el correr de mi vida, y me han permitido  -en los momentos adversos de mi existencia-  tomar conciencia de que no todo es malo. Que la vida puede ser muy hermosa siempre que exista una caricia y un beso, cuando se entregan con el alma. Porque es el amor  -en todas sus facetas-  lo único que sostiene este mundo tan frío e insensible. 

Mi eterno recuerdo para Doña María, la querida señora del bonito delantal color naranja que iluminó aquellos tristes días de mi niñez.




25.01.2007 23:57

Expresar lo que siento me resulta saludable, me hace sentir bien, y si lo hago por escrito, el beneficio es mayor. Me gusta decir mis verdades sin creerlas absolutas, simplemente porque son mías y están apoyadas sobre las bases de mi formación  -mi niñez y adolescencia-  que las fue marcando como un tatuaje en el alma, moldeando mi personalidad, mi forma de ser.  

Los sinsabores que me ha tocado vivir en el correr de los años  -mucho más que los momentos de felicidad-  fueron definiendo mi filosofía frente a la vida, que a pesar de todos los pesares es hermosa, cuando se descubren las cosas lindas que tiene, para aferrarnos a ellas y lograr la paz interior. 

No es simple encontrar la forma de despertar cada día y disfrutar de lo que está al alcance, que siempre es más de lo que aparentemente se ve. Porque muchas veces se lucha contra el "otro yo", que nos contradice las decisiones que vamos a tomar aunque sean sencillas. Pero esos son los riesgos, sólo el tiempo inexorablemente nos dirá si decidimos un acierto o un error. 

Al nacer no elegimos a nuestros padres, ni tampoco ellos nos eligen a nosotros. Muchas veces se sorprenden cuando se dan cuenta que estamos en gestación. Tampoco elegimos a nuestros hermanos  -en caso que tengamos-  simplemente convivimos con ellos. Con padres y hermanos el amor puede estar ausente, existiendo únicamente el hábito de vivir juntos. Se hace una costumbre de la vida en familia desde que venimos al mundo.  

Los afectos van floreciendo en la medida de nuestro relacionamiento con el otro. Se van forjando en las adversidades más que en los momentos placenteros y felices que cada uno de los protagonistas tengan en el correr del tiempo. Así podemos elegir la pareja y los amigos; y hecha la elección compartiremos con ellos los avatares que nos depare el vivir. 

Cuando esos hechos se dan con una pareja, tendremos la total certeza que estamos ante la persona que nos acompañará para el resto de nuestros días. Cuando se trata de amistad, también sabremos que es verdadera y para siempre. Como sé de las dos elecciones, contaré de la amistad. 

José Dos Santos Macedo es un amigo. Lo conocí allá por 1951 cuando yo tenía diecinueve y él dieciocho años. Fue en Rincón del Pino, Departamento de San José, en una fiesta campera en la que había más de cincuenta personas.  

Era en ese entonces estudiante de Facultad, y también músico y cantante melódico. Jovial, alegre, bromista, siempre con una sonrisa en los labios. Hijo de inmigrantes portugueses, había tenido una niñez y adolescencia llena de cariño y sin ningún apremio económico.  

Su vida era totalmente opuesta a lo que había sido la mía hasta entonces, pero teníamos muchas cosas en común. Éramos dos líricos conquistadores, nos gustaba frecuentar los bailes, y los boliches de aquel hermoso Montevideo en que el país vivía sin apremios económicos haciendo que fuéramos un pueblo feliz. 

Desde el primer momento compartimos una linda y sincera amistad. Tal vez en otra oportunidad sienta deseos de relatar algunas de las muchas anécdotas que protagonizamos juntos en aquella lejana juventud que se nos fue escapando en el correr de los años y que vivimos con mucha intensidad. 

Para muchos de sus amigos, José Dos Santos Macedo se marchó de este mundo hace casi dos años. Para mí no. Por eso al comenzar a escribir de él dije "es" un amigo. Para mí, sigue viviendo en Baurú, una ciudad del Estado de San Pablo. 

Hace algunos meses, estando yo parado al costado del kiosco de revistas en Rivera y Larrañaga (hoy Luis Alberto de Herrera), la esquina donde nos encontrábamos principalmente los sábados para nuestra recorrida; lo ví llegar desde Presidente Oribe en un coche descapotado, con su figura inconfundible, su amplia sonrisa y su alegría de vivir, tal como fue toda su existencia. 

A la persona que estaba a mi lado le dije: "Ahí viene Josecito, con el coche lleno de amigos". El hombre me preguntó: "Pero ¿cómo?, ¿José no murió?". "Sí  ?le contesté?  pero cada tanto viene a verme, lo que me alegra mucho, aunque nunca sepa en qué momento va a llegar". 

En ese momento me desperté. Hubiera deseado que el sueño continuara un poco más, para darle un fuerte abrazo a mi amigo tan querido. 

A donde estés, José Dos Santos Macedo, Manrique, El Negro José, Pepe, Josesito... Te mando un ¡MUCHAS GRACIAS! bien grande por tu visita. Aquí te estaré esperando, como siempre, cada vez que sientas deseos de verme. Hasta pronto, amigo. 

Y esto te lo firmo Huguito, como a vos te gusta llamarme...



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