Eliza y Miguel
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Relatos de Miguel

07.11.2008 00:10

Cuántas veces siendo adultos, añoramos volver a ser niños y vivir por unas horas la época escolar... Así me sentía, hasta que decidí regresar sobre los pasos de ese niño que fui y que vive, todavía, dentro de mí.

 

Se me ocurrió ir a buscarlo a la escuela, donde vivió mucho más que en ningún otro lado porque estuvo en ese mundo seis largos años. Y digo "largos años" porque es un tiempo en que la ansiedad por crecer y ser adulto los alarga hasta hacerlos casi interminables.

 

Resuelto, llamé por teléfono a mi querida escuelita de Comodoro Coé y Julio César. Me respondió la voz de la Secretaria.

 

-Soy Miguel Ábalos -le dije- fui alumno de esa escuela y me sentiría muy feliz de poder visitarla; hace más de 65 años que no veo su interior.

 

-Con mucho gusto, será un placer. Lo voy a anotar para buscarlo en los libros de esos años.

 

-En ese caso -le contesté- le daré el nombre con que fui anotado. Busque por Hugo Larrosa, que seguro me va a encontrar.

 

-¿Cómo es eso? -preguntó sorprendida, recordando el nombre con que me presenté-.

 

-Ésa -le dije- es una historia... muy larga para contarla por teléfono...

 

El 30 de julio a las 2 de la tarde llegué a la escuela. Y ahí encontré a la señorita Isis, la Secretaria, con un libro en su escritorio que abrió después de saludarme. De aquellas páginas surgió el nombre de aquel niño que fui en mi época escolar, junto al de Walter Carretero, Héctor Ingiani, Raúl Bustamante, Irma Pérez, Alicia Estévez y otros más. Mientras ella los nombraba, sus rostros iban desfilando ante mis ojos como diapositivas.

 

Isis compartía conmigo ese momento feliz. Después me llevó a recorrer el interior de la escuela. Los años opacaron su esplendor... o tal vez mis deseos de verla con mis ojos infantiles la hicieron tan distinta, que casi no la reconocí.

 

Pero cuando enfrentamos la escalera que lleva a la planta alta... allí, parado, estaba Hugo Larrosa, recostado a esa baranda por la que se había deslizado tantas veces... y pude reconocerme. Estaba con todos mis compañeros, con las moñas azules desatadas a la hora de la salida, esperando la orden de la maestra para salir a la calle.

 

Afuera, el grupo se dispersó. Se esfumó a la luz del sol y su bullicio de perdió entre el ruido de los coches. Aunque traté de seguir con la vista mis pasos niños, no pude verme más.

 

Pero sé que aquel niño vive dentro de mí con todo su esplendor y me habrá de acompañar en la partida final...

Miguel

 




02.09.2008 03:10

Había nacido en Merlo, al Norte de la provincia de Buenos Aires. Recordaba los primeros años de su vida como los más hermosos por el cariño de su madre; ella veía en él lo mejor que le había dado la vida.

Su padre en cambio fue duro, casi insensible, su único mérito fue aportar algún dinero para la casa. Por lo demás, la mayor parte de las noches llegaba borracho, a golpearlos a los dos.

Gracias a que la madre trabajaba, a Belisario no le faltaba nada. Pero un día, cuando tenía 12 años, ella -joven aun- se enfermó, y en dos meses se marchó de este mundo, dejándole un gran vacío.

Su padre le brindó un poco de atención por unos meses, pero poco tiempo después trajo a vivir a su casa a una mujer más joven que él. A partir de ese momento, la vida de Belisario se convirtió en un tormento por el maltrato de la mujer... con la complicidad de su padre, que nada hacía por defenderlo.

Cuando tuvo 15 años, tomó la decisión de escaparse de esa casa que ya no sentía suya. Sin su madre, ya no había motivo para vivir ahí. Juntó la poca ropa que tenía y se marchó a la ciudad de Buenos Aires con dos amigos que sufrían algo parecido. Y pudo sobrevivir a todos los problemas que tiene la calle, para adolescentes de esa edad.

En el año 69 lo conocí. Él tenía 26 y yo 38. Había viajado a Montevideo con una chica de 16 años, hija de un fuerte empresario argentino y éste, creyendo que su hija había sido raptada, había hecho la denuncia a INTERPOL y a su vez viajó a Montevideo con policías pagos por él, porque se sospechaba que habían cruzado el río.

Pero la historia era otra. Alicia, que así se llamaba la chica, había conocido hacía algún tiempo a Belisario en uno de esos tantos boliches de aquel Buenos Aires, donde estaban en onda los hyppies. Y sabiendo que su padre se iba a oponer a esas relaciones, decidió escaparse con su novio para Montevideo.

Nunca supe cómo habían ingresado, teniendo en cuenta que ella era menor y no tenía permiso de Migración. Cuando los medios de comunicación de Montevideo informaron que estaban requeridos por la policía, ellos se presentaron ante las autoridades y Alicia declaró que había viajado por su propia voluntad y que Belisario no había influido en su decisión.

David W. tuvo que aceptar -no de buena gana- que esa hija para la cual deseaba un marido con una firme y abultada cuenta corriente, se había enamorado de un don nadie sin ningún futuro. Para David, lo más importante en esta vida, era una buena posición económica. Lo demás, era secundario.

Y ahí estábamos, en el boliche Alhambra, en Juan Carlos Gómez y Sarandí, donde a principios del siglo XX había un hotel con el mismo nombre. Hoy es uno de los tantos locales de comidas al paso "La Pasiva" que hay en la ciudad.

Allí estaba David resignado junto a su esposa Mary, Alicia, Belisario y yo. Belisario Carranza, a primera vista, me pareció un extraño personaje. Simpático, cordial, sin arrogancia pero con un dejo de seguridad que se notaba. Era entendible que todo ese despliegue realizado por David en busca de su hija, lo hubiera molestado.

Alto, rubio, pelo largo, barba, cuidadosamente arreglado, camisa y pantalón vaquero marrón claro y botas cortas también marrones. Alicia era una hermosa chica, como escapada de alguna revista de modas o un cuento de hadas. Pelo largo, blusa ajustada, pollera minifalda y botas.

Una semana después se casaban en una sencilla ceremonia; no tanto por ellos sino para la tranquilidad de David, que terminó aceptando -sin comprender- que el verdadero amor está por encima de todo nivel económico y no sabe de finanzas.

Belisario era un excelente artesano, capaz de convertir las chapas en anillos, collares, portátiles, o cualquier creación de hermosas piezas de gran valor artístico. Estudiaba Sicología, junto con Alicia.

En poco tiempo hicimos una linda amistad. Muchas tardes y noches nos encontrábamos en su bulín de Guayaquí y Canelones, a charlar mientras él trabajaba. También lo veía en Punta del Este, donde vendía sus trabajos en la Plaza de los Artesanos. Siempre lo acompañaba Alicia, a ella no le importaba que hubiera mal tiempo, ni el volumen con que su pancita crecía.

A principios del 71, nacía su hijo en la mutualista Española. Ahí me dirigí esa tarde a darle un abrazo. Al ver al flamante padre, casi no lo reconocí. Mi sonrisa, si bien era de alegría, también lo era de sorpresa.

No lo podía creer. Su aspecto era otro, se había afeitado y cortado el pelo. Si bien tenía vaquero azul, estaba con zapatos, un saco sport azul, camisa y corbata. Lo saludé dándole un abrazo y mis felicitaciones.

-Me costó reconocerte -le dije-, sin barba, con el pelo corto y así vestido, parecés otro tipo.

-No te rías de mí, veterano -nunca me llamó de otra manera-. No podía esperar a mi hijo de otra forma que no fuera ésta. Él después habrá de elegir cómo vestirse.

Belisario era profundamente sensible y con un rico mundo interior que lo hacía distinto a la mayoría de los humanos.

-¿Qué nombre pensaste para él?, -le pregunté-.

-Lo vamos a llamar Inti, rey del Sol.

A partir de ese momento, Alicia dejó de acompañarlo a su trabajo y sus viajes, permaneciendo en su casa con el niño. Era comprensible, y todo aparentaba estar en orden... pero en menos de un año, algo pasó. Se separaron, y ella volvió a Buenos Aires con el pequeño Inti. Belisario anduvo a la deriva muchos meses, quebrado anímicamente por lo ocurrido.

Lo que provocó la separación fue inesperado, muy fuerte, hasta para mí. Belisario había viajado a Porto Alegre a una gran feria artesanal. Como las ventas no le resultaron muy buenas, regresó antes de la fecha prevista. Entró a su casa y encontró a su mujer acompañada de un artesano conocido... en el dormitorio... en una situación de las que no se pueden justificar de ninguna manera.

Nadie puede estar preparado para golpes como ése, y estando tan enamorado... menos aun. Trató de serenarse y tomarlo con la calma que puede ser posible para una situación semejante. El intruso se asustó, pensando lógicamente en la actitud que pudiera tomar Belisario. Pero él, con una serenidad increíble, sólo le dijo:

-Contigo no tengo nada, vos entraste porque te abrieron la puerta. Vestite, si querés te cepillás los dientes, y después te vas.

-¿Por qué le dijiste que podía cepillarse los dientes? -le pregunté extrañado-.

-No tengo la menor idea, veterano. Fue lo que me salió, no estaba para pensar. Debe ser porque es lo primero que me gusta hacer a mí cuando me levanto de la cama.

La vida de Belisario continuó, pero todo fue distinto. Había recibido un golpe bajo muy fuerte del cual no le fue fácil salir. Estaba quebrado. Traté de acompañarlo; mi presencia silenciosa podía ayudarlo mucho más que las palabras que pudiera decirle. Nadie más que el tiempo es capaz de mitigar -y en parte- el dolor de alguien que lo apostó todo a un amor... y perdió.

Las hojas del almanaque siguieron cayendo y llegamos al año 73, cuando este país -sobre todo la ciudad de Montevideo- era un verdadero polvorín. Era muy difícil transitar por la capital sin ser interceptado por militares armados a guerra.

Todos los que tienen mi edad y también un poco menos, saben lo que significaron esos años. Pasaron cosas fuleras a todo nivel. En algún barrio y por una tonta discusión, a un vecino se le ocurría denunciar al otro a los militares como Tupa, creándole serios problemas. Fueron tiempos de vale todo, donde más de una de esas denuncias falsas costó una vida. Lo cito como ejemplo, para las generaciones que no lo vivieron.

Yo compartía muchas horas en la casa de Belisario viendo como trabajaba la chapa haciendo piezas muy bonitas. No le gustaba hablar de política. Pero recuerdo una noche, después de comer unos tallarines nos quedamos mano a mano frente a una botella de vino tinto, que era el que más nos gustaba. Entonces lo escuché dar su opinión:

-Los políticos -decía- engendran violencia con sus injusticias y su corrupción, fabrican anarquistas. Ellos son los únicos culpables de que hoy estemos sufriendo una dictadura.

El político triunfa si no tiene corazón ni escrúpulos. Todo lo que tiene que hacer es conocer bien al ser humano para aprovechar sus debilidades y sus necesidades. Lo que cuenta es el éxito, a cualquier precio: traicionando, explotando, mintiendo. Si un político es honesto, ese grave defecto lo habrá de llevar al fracaso irremediable y a ganarse el odio de sus pares... y en algunos casos, hasta puede llegar a perder la vida misteriosamente.

Nos pide el voto para conseguir un empleo de abultadísimo sueldo. Ese simpático señor que sonríe permanentemente -nunca sabremos por qué- en las campañas políticas, se entrega en fuertes abrazos con todo quien se cruce en su camino sin importarle si es viejo o joven, negro o blanco, limpio o sucio, sano o enfermo, honesto o ladrón... Todos son sus amigos, correligionarios o compañeros.

Una vez cada cinco años deja de lado su clasismo y su racismo para salir a la caza del poder, compitiendo con sus contrincantes de turno en la consabida batalla recíprocamente desleal... Y el más hábil en su embuste, ganará. Una vez en el poder, quien prometiera ser honesto administrador de los bienes del contribuyente, se convierte en "dueño absoluto de la empresa" y comienza a repartir nuestro dinero de la forma más favorable a sus intereses...

Más o menos así funciona el sistema. A esa altura, a los pobres -impotentes y hambrientos- tanto les da vivir o morir. Las Naciones Unidas pregonan los derechos humanos y la mayoría de las personas en el mundo sólo tienen el derecho de ver, oír, callar... ¡y soñar...!

En ese momento no sabía que Belisario Carranza formaba parte de un comando del MLN (Movimiento de Liberación Nacional). Lo supe mucho después, cuando una noche llegó hasta donde yo vivía.

-Mirá veterano -dijo- de ser posible quisiera quedarme esta noche en tu casa. Hace dos días que no puedo ir a la mía, está vigilada; por lo tanto estoy sin dormir. A tres de mis compañeros los mataron y los demás están presos. Sé que es algo bastante pesado lo que te pido y tampoco voy a perder tu amistad si me decís que no. Estás en tu derecho y lo voy a entender. El que está metido en esta bronca soy yo, vos nada tenés que ver. Recurro a vos, porque hagas lo que hagas, sé que nunca me vas a traicionar.

-Quedate tranquilo, hermano -contesté- todo está bien. Vamos a comer, porque seguro debés de tener hambre. Y también tengo un vinito tinto que nos va a venir muy bien, más para esta ocasión.

Conversamos mucho esa noche, y él me contó unas cuantas cosas:

-Hace aproximadamente dos años que estoy en esto. Me tocó custodiar a Pereira Reverbel cuando estuvo secuestrado. Lo hacíamos por turnos. Al viejo le gustaba conversar conmigo, y entendía muy bien por qué había sido elegido.

Jugábamos al ajedrez y hablábamos del tema que más le gustara. Le llamaba la atención que fuéramos gente pensante e instruida. Y yo le decía que justamente, porque los poderosos nos menospreciaron tanto considerándonos cosas, había llegado la hora de hacernos escuchar.

Le molestaba que lo obligáramos a hacer dieta, pero la imponía un estado de salud provocado por todos los excesos que venía haciendo. Se lo privó de libertad, pero estuvo mejor atendido que en las clínicas privadas donde caía de vez en cuando con alguna crisis de algo. Y Adelgazó, claro, por estar alimentado como debía, y no como quería.

Si bien cuando entré al movimiento tenía esperanzas de su eficacia por todo lo que implicaba, hoy estoy muy desilusionado. Porque al principio se escuchaba la opinión de todos y se hacía lo que la mayoría decidía. Sin embrago hoy son dos o tres que toman las decisiones sin consultar con nadie y nos dan órdenes como si fuéramos milicos. Tal vez me equivoque, pero si alguno de éstos llega al poder, se van a transformar en otra cosa que va a estar muy lejos de ser "lo mejor para todos".

En la Argentina hasta hoy, ningún presidente elegido por el pueblo pudo completar su mandato porque siempre fue cortado por un golpe militar. Paraguay tiene a Stroessner como dictador, Chile a Pinochet, Brasil también con militares en la cúpula, y ahora, Uruguay. Van a ser años duros para América Latina y todo con el consentimiento del amo del planeta, Estados Unidos.

Al día siguiente, después de darme un abrazo me dijo:

-Gracias, veterano, no sé si nos volveremos a ver, espero que sí. Pero sigo pensando que algún día el sol habrá de salir para todos.

Así se marchó. Después, cada vez que viajé a Buenos Aires me encontré con él. Sabía dónde buscarlo allá. Una vez fui de visita en lo de David y Mary, y casualmente, Belisario también estaba. Iba seguido a ver al pequeño Inti.

Ya en el 74, nuestro encuentro fue diferente. Fuimos a un boliche.

-Parece que ni los milicos argentinos ni los uruguayos me tienen fichado -me dijo- porque hasta ahora, no me han molestado. Es evidente que mis compañeros no me nombraron en los interrogatorios... a pesar de la tortura.

Ahora tengo otro problema que parece más serio para mi futuro. Me van a operar de un tumor testicular, el médico no me quiso adelantar nada. Será en el Hospital Alemán mañana por la mañana.

Yo lo escuchaba con atención y lo notaba mucho más preocupado que la noche aquella que había estado en mi casa.

-Cuando te despiertes de la anestesia me vas a ver ahí -le dije-.

-Gracias, veterano, sos un amigo. Te confieso que estoy más preocupado que cuando tenía que esconderme de los milicos.

Al día siguiente, después de la operación, yo me encontraba a su lado junto a Mary, su ex-suegra, que por ese entonces le había tomado cariño y valoraba el buen ser humano que era. Además, era el padre de su primer nieto varón.

Él estaba aparentemente bien y lentamente se iba despertando de la anestesia. De pronto se acercó una enfermera solicitando la presencia de algún familiar o amigo a pedido del médico. Mary me hizo una seña para que fuera yo, y así lo hice. El médico me pidió que me sentara. Supuse en ese momento que algo no estaba bien. Si me había invitado a conversar, seguro que no era para darme buenas noticias.

-¿Es usted familiar de Carranza? -preguntó, a lo que respondí que era un amigo-. Bueno, de todas maneras, está bien. Quería informarle que si bien la operación salió bien y en pocos días va a estar caminando sin ninguna dificultad, su problema es muy grave. Le encontramos cáncer y está disperso por todo su cuerpo. Ya nada se puede hacer.

No podía dar crédito a lo que mis oídos habían escuchado. Quedé unos segundos como petrificado, mirando al médico sin verlo. Quise creer con toda mi fuerza interior que no había escuchado bien y lo que me había dicho el médico era algo totalmente diferente. El médico, que me observaba concentrado, casi adivinó mis pensamientos, y dijo:

-Así es, no lo voy a engañar, quiero que usted lo sepa y además, creo que él también debe de saberlo para que haga de su corto futuro lo que más desee hacer.

-¿Cuánto tiempo le queda, doctor? -pregunté-.

-A lo sumo, tres meses. Le voy a ordenar quimioterapia pero ya no le puede hacer nada, es simplemente sicológico.

Me quedé unos segundos sentado en silencio, como tratando de reaccionar de lo que había escuchado. Después me levanté, saludé al médico y me retiré.

Mary, al verme llegar, leyó mi rostro. Pocas veces pude ocultar mis estados emocionales. Preferí quedar en silencio, miré a Belisario que estaba con los ojos abiertos y casi pude escuchar su pregunta sin oír su voz, sus ojos me la hacían.

Me senté junto a él, al lado de la cama. Me miró, estiró su mano, la posó sobre mi brazo y dijo mirándome fijo a los ojos:

-Veterano, ¿qué te dijo el médico? ¿cuánto tengo de vida? Quiero saber, para pensar qué quiero hacer.

Hice una larga pausa, tratando de contener mi angustia. Pero no pude, hice una mueca de dolor y mis ojos se llenaron de lágrimas. No podía creer que alguien como Belisario y con tan sólo 30 años, tuviera que morir. Estaba en la mejor etapa de la vida. Y a mi mente, afloró el eterno e inexorable ¿por qué? ¿Por qué el destino lo había marcado a él, y así porque sí, de un plumazo, lo sacaba de este mundo?

Fueron unos segundos que me parecieron eternos. Y Belisario sereno, me siguió mirando esperando mi respuesta que había quedado en suspenso, perdido en ese espacio que marca la vida y la muerte.

-Tres meses -balbuceé entrecortado-.

-Está bien, veterano, quedate tranquilo. Yo ya sospechaba algo así. Cuando pueda levantarme, que será entre dos o tres días a más tardar, comenzaré a vivir de manera que cada minuto sea un placer. Y haré todo lo posible para que la parca no me encuentre en la cama. ¿Sabés una cosa, veterano? A la cama siempre la usé para dos cosas: una, para dormir, que significa descansar. Y la otra, para estar con una mina. Y por lo que te conozco, estoy casi seguro que vos pensás igual.

Me sonreí, era una forma de decirle que había acertado. En estos casos, a los que nos toca vivir algo parecido, quisiéramos frenar el tiempo para que se desplace lo más lento posible. Pero ocurre todo lo contrario. Nos parece que pasa más rápido que de costumbre. En ese tiempo comencé a viajar más seguido a Buenos Aires y compartí más tiempo con Belisario.

La última vez que lo vi fue en el verano del 74. Era un sábado a las 2 de la tarde, en la plaza Francia, donde los artesanos de aquellos años exponían sus trabajos para la venta. Esa tarde puede haber sido la más calurosa del año, había más de 35 grados a la sombra. El poco aire que circulaba era quemante. Busqué a Belisario entre los muchos artesanos. Hacía más de 20 días que no lo veía. Lo encontré sentado en el pasto, con su espalda recostada a un añejo árbol que le brindaba su sombra.

Me costó reconocerlo, tenía una espesa barba y denunciaba una extrema delgadez. Pero mi mayor sorpresa fue verlo con un negro y largo sobretodo que apretaba contra su cuerpo y aún así, sentía frío. Me miró casi sin verme. Sus ojos tenían un extraño brillo y su rostro se dibujaba una rara sonrisa que más se parecía a dolor. Me senté a su lado en silencio, como acompañándolo en ese camino que estaba recorriendo hacia el infinito. Pocos días después murió.

Poco después, Alicia contrajo matrimonio, esta vez con alguien del agrado de sus progenitores: un joyero judío. Se llevó a Inti a su nuevo hogar, y ambos trataron de cambiar el apellido del chico por el del esposo de la madre. No lo concretaron. Nunca supe si fue por imposibilidad legal o porque desistieron del intento. Tampoco me importó preguntárselo a David o a Mary.

De este reintento de vida en pareja nació un niño, el primer medio hermano de Inti. Pero quiso el destino que Alicia quedara viuda por segunda vez. En una escalinata del Subte, asaltaron al joyero para robarle su costoso reloj. Al ser golpeado resbaló y se dio contra el borde metálico de los escalones, perdiendo la vida a la misma edad que Belisario.

Una vez más, Alicia formó pareja. Se casó con un Sicólogo como ella, con el que también tuvo un hijo, el segundo medio hermano de Inti. No supe cuándo ni por qué, pero también este señor la dejó viuda.

Después, al desligarme de las personas que me vinculaban a David W. y su familia, dejé de frecuentarlos. No vi crecer a Inti, no conocí a sus medios hermanos ni sé si tiene más. Desconozco cómo fue su crianza, y qué imagen y concepto podrá tener de Belisario. Sé, por supuesto, que era demasiado pequeño para tener un recuerdo propio. Espero simplemente que el rey del Sol que le dio su nombre, lo haya guiado. Que haya sabido encaminar su vida, recomponer su historia, y -como auguró su padre cuando él nació- "Elegir cómo vestirse".

Las cenizas de Belisario tienen un lugar en el cementerio de La Chacarita y de eso se encargó David W., que terminó -aunque tarde- queriéndolo como a un hijo.

Para mí -aunque me haya explayado un poco más- esta historia terminó cuando se marchó de este mundo alguien muy querido para mí, Belisario Carranza, un amigo.




07.04.2008 05:29

Los que leen mis trabajos saben que vivo el presente y me proyecto hacia el futuro, pero que mucho me gusta hurgar en el pasado. Alguna vez he dicho que para mí los recuerdos son frutos de un ayer que se ha congelado en el tiempo. Como las páginas de algún querido libro que volvemos a leer y a disfrutar aun más que la primera vez, hoy son simples aventuras juveniles, vividas por los años 40 en este querido Montevideo, tan triste y mustio estos días por las circunstancias que todos conocemos.

Por esos años la Policía que vigilaba la ciudad llevaba una vida tranquila. No existían copamientos, secuestros, rapiñas ni arrebatos, y los grandes robos eran muy esporádicos.

Los sucesos policiales eran de corte pasional. Heridos o muertos en peleas por diferencias personales y/o detenidos por juego clandestino, ya fuera de cartas (monte), carreras, quiniela o dados (seven eleven, comúnmente llamado "sevelén").

Si sería poco el trabajo policial que el Presidente Baldomir firmó un decreto por el cual debía ser detenido y conducido a la Seccional, quienquiera que fuera sorprendido jugando al fútbol en la calle.

Para tal fin se habían acondicionado varios ómnibus chicos que salían a recorrer los barrios con tres o cuatro Policías a bordo, en busca de los "pequeños delincuentes" que armando alboroto con sus partidos no dejaban dormir la siesta a la gente y algunas veces rompían de un pelotazo desviado los vidrios de alguna ventana. En poco tiempo, ese medio de transporte policial se hizo conocido en las calles con el nombre de "la perrera".

Lo que les voy a contar sucedió en el Barrio Belgrano, en Feliciano Rodríguez y Rectificación Larrañaga (hoy Luis A. de Herrera). Justo en la esquina había un baldío que se había convertido en cancha de fútbol, donde casi todos los días se hacía un "picado" entre gurises que tenían entre diez y trece años, allá por el año 43 o 44.

Los del barrio habíamos pactado un partido de siete contra siete con otros que vivían a cinco cuadras, en Rossell y Rius y Feliciano Rodríguez. El tímido sol de aquel sábado de otoño fue testigo de aquel desafío tan esperado… y de su inesperado final.

Como locatarios, teníamos que poner la pelota. Entre "El Rana", "El Pelado" y yo, estuvimos toda la semana tratando de conseguir medias de mujer, de aquellas gruesas, que según creo se les decía "de muselina", que algunas vecinas nos daban con la condición de jugar lejos de su casa.

La querida y siempre recordada pelota de trapo nos había quedado hermosa, era una obra artesanal. Con trapos viejos, lana y papel de diario, se armaba bien, y después se forraba con medias  -tantas como fuera necesario-  dándole varias vueltas, hasta terminar atando el borde de la media con un piolín. Ésta nos había quedado formidable, un lujo. Hasta picaba bastante bien.

Marcamos los arcos con piedras y los buzos de lana que nos sacábamos para jugar, y a la hora señalada todo estaba pronto para el comienzo del partido. Como ninguno de nosotros tenía reloj, el ganador sería el que llegara primero a los cinco goles.

Habíamos jugado casi una hora y el partido estaba al rojo vivo, empatados 4 a 4. El equipo que hiciera otro gol sería el ganador. En un contraataque me fui por el medio metiéndole un pase largo al "Rana" que entraba de frente a "Rabanito"  -el golero rival-  pronto para fusilarlo.

De pronto, escuchamos el grito del "Lechuga":

-¡¡¡Rajemos, rajemos!!!, ¡¡¡Viene "la perrera"!!!. 

La espantada fue total. Alocada disparada de todos a los gritos, señalando lugares por donde escaparse… dejando indefensa, sola en la calle, la preciosa pelota recién hecha, entendiendo con bronca que jamás la volveríamos a ver… pero era ella o nosotros. Perros ladrando, vecinos que miraban la corrida de algunos gurises calle abajo por Feliciano Rodríguez, y otros entrando a la primera casa que se presentara favorable.

"El Pelado" y yo saltamos un tejido a los fondos de una casa, después un muro, y nos metimos en un galponcito de madera con techo de chapas, de esos en que se guardaban los trastos viejos. Una cortina de arpillera cortada al medio cubría la puerta. Al costado, en un gallinero, el gallo y su familia se movían inquietos percibiendo gente extraña. Nos acurrucamos lo mejor que pudimos en un rincón tratando de agudizar nuestros oídos. Después de unos minutos que nos parecieron horas, aparentemente todo estaba en calma… pero ese silencio no puso más nerviosos.

-Corré la cortina con cuidado, "Pelado"  -le pedí-  a ver qué está pasando afuera.

"El Pelado", traspirando, con la cara embarrada y los ojos queriéndosele escapar de la cara, la separó sólo un poco y me dijo susurrando:

-Está entrando… a la casa… un "cana".

En silencio, nos apretamos más para escondernos atrás de un latón y escuchamos al Policía preguntarle a doña Rosa  -que tomaba mate bajo la parra-  si había visto entrar unos gurises a su casa.

-¡Ah..!, usted anda buscando a esos pichones de bandidos que estaban jugando a la pelota en la calle… No, acá no se metieron… pero si llega a aparecer alguno ¡lo saco a escobazos!

-Bueno, gracias, doña.

-No tiene porqué  -le dijo abriéndole el portoncito para que saliera-  en esta casa siempre apoyamos a la Policía.

Me asomé, vi al milico que se iba y a doña Rosa que dejaba el mate sobre una mesa, encaminándose derecho al galponcito.

-"Pelado"…"Pelado"... doña Rosa viene para acá  -le dije a mi compinche-  arrollate todo lo que puedas.

Doña Rosa separó con las dos manos la vieja arpillera y gritó:

-Salgan de ahí, gurises, que el milico ya se fue. Pero antes de irse van a tener que barrer el patio, darle de comer a los bichos y alguna cosa más. Así que ¡rapidito a trabajar!, ¡manga de bandidos!

Cuando recuerdo estas simples cosas, me vienen a la mente algunas estrofas del tango "Tinta Roja", del excelente poeta argentino Cátulo Castillo, que dicen así:

 
"Paredón, tinta roja en el gris del ayer...

"sobre el callejón, como un borrón, pintó la esquina...                                        

"¿Dónde estará mi arrabal?, ¿Quién se robó mi niñez?

"¿En qué rincón, luna mía, volcás, como entonces tu clara alegría?

"Veredas que yo pisé, malevos que ya no son…

"Bajo tu cielo de raso, trasnocha un pedazo de mi corazón."



07.04.2008 05:01

Corría el año 40 cuando me llevaron a vivir al barrio Belgrano. La cuadra de Julio César, entre Feliciano Rodríguez y 4 de Julio  -además de ser la única con adoquines de toda esa calle-  era muy distinta a las demás. Tenía casas bajas, y la colmaba un enjambre de chicos de todas las edades.

Mis primeras salidas a la calle fueron muy complicadas; todos los demás gurises  -más chicos o más grandes-  se reían de mí por mi acento fronterizo. Las burlas y los insultos me estaban fastidiando bastante; muchas veces se hacían tan insoportables que decidía quedarme adentro. Pero eso no servía de mucho... cuando tenía que ir al almacén del turco Gregorio, que estaba en la esquina de 4 de Julio, también era blanco de insultos y empujones.

A la semana de estar ahí, tomé la decisión de poner fin a la tortura. Salí a la calle decidido a todo...  todo lo que puede ser posible para un chiquilín de nueve años.

Había visto a un hombre  -antes de pelearse con otro-  ponerse dos piedras chicas en las palmas de las manos y cerrar los puños.  Después me dijeron que eso hacía la mano más pesada, y por lo tanto el golpe era más fuerte.  Y eso fue lo que hice: salí a la calle con las piedras en las manos y los puños cerrados, y sin hablar nada, al primero que se acercó, le pegué con todas mis fuerzas.

Vinieron otros, seguí golpeando y también me golpearon... La pelea duró varios minutos, hasta que vino un hombre y la terminó.  De mi ceja y mi labio salía sangre, pero ese día, me quedé en la calle jugando hasta la noche, y a partir de entonces fui parte de la pandilla de la calle Julio César.

Tuve mi primer día de clase en la escuela que estaba a dos cuadras, en Comodoro Coé.  Yo venía con mi pase para tercer año y ahí me ubicaron. Cuando llegué al salón, la maestra me presentó a mis compañeros y me hizo sentar con una gurisa muy bonita.  La maestra hablaba… y yo miraba de reojo a mi compañera de banco.  Tenía la túnica almidonada, una enorme moña azul muy bien planchada y en su hermoso pelo castaño, una moña blanca.

Sentarme al lado de ella acentuaba aún más mi facha de miserable.  Mi túnica era casi una tira de un blanco indefinido, y mi moña estaba vieja y arrugada. No había lugar en mi pantalón que no tuviera un remiendo, y llevaba en los pies unas alpargatas tan viejas y peludas, que me obligaban a caminar despacio.

Se llamaba Blanca. En el transcurso de los días nos hicimos muy compañeros, ella me prestaba la goma, el lápiz, el sacapuntas y otras cosas.  Yo no le prestaba nada, porque no tenía nada.  Un cuaderno de los que costaban un vintén y un lápiz gastado era todo mi material escolar. Le pagaba su generosidad con palabras cariñosas, como: “sos muy buena”, “te quiero mucho”, “me gusta sentarme contigo”... y si algún compañero intentaba hacerle alguna broma de mal gusto, ahí estaba yo pronto para saltar... ¡yo venía de la cuadra difícil...!

Blanca no tenía padre. Vivía con su madre en una de las casas más bonitas del barrio.  A la salida de la escuela, caminábamos una cuadra juntos hasta Ramón Anador y ahí nos separábamos. Ella se apuraba y yo me retrasaba, porque en 4 de Julio  -la esquina de su casa-  la esperaba la madre, una gallega retacona con cara de mala.  Las pocas veces que me había visto con Blanca, me había mirado como diciendo: “no me gustás”.

Así seguimos todo el tercer grado. Al año siguiente pasamos a cuarto, pero a los pocos meses yo dejé de ir a la escuela.  En donde vivía, decidieron que había que ir a trabajar porque de lo contrario no se podía comer.  Trabajé en un almacén y puesto de verduras.  Al poco tiempo dejé ese trabajo y me empleé en un negocio que vendía calzado y juguetes.

Algunas veces, encontraba a Blanca en el almacén del turco, y en Carnaval, nos veíamos todas las noches en el tablado del barrio. Después, cuando ya tuvimos quince o dieciséis años, nos encontrábamos a escondidas y nos mandábamos cartitas por alguno de los amigos, porque la madre no quería saber nada de mí…  ambicionaba para ella un muchacho con plata.

Cuando cumplí diecisiete me fui del barrio, y las pocas veces que volví, aunque pasé por su puerta, no pude verla.

A los veintidós, la encontré en lo del turco Gregorio, hermosa como siempre. Se acercó y me saludó con mucho cariño.  Traía una niña de meses en los brazos y le pregunté de quién era... Me dijo que era suya, que se había casado hacía más de un año.  A pesar del tiempo que había pasado, sentí algo extraño dentro de mí.  Me despedí con un beso, me alejé casi corriendo del almacén y no volví nunca más.

Veintiocho años después, una noche de invierno, al cruzar una plaza me acerqué a una mujer que vendía maníes, que sin levantar la vista me preguntó:

-¿Cuánto quiere, señor?

-Un cucurucho grande  -le dije-

Cuando me entregó los maníes y la vi de frente… quedé congelado. No podía creer que fuera Blanca, me costó reconocerla. La vida  -evidentemente-  le había jugado una mala pasada. De aquella hermosa chiquilina, no quedaban más que mis recuerdos... parecía una anciana... Ella me reconoció enseguida.

-¡Hugo!, ¡tantos años sin verte!, ¿cómo estás?

-Bien… ¿y vos?  -fue lo único que me salió, me costó articular las palabras-

-Y… bien… aquí lo ves, trabajando…

Le pagué y me fui. Caminé unos metros, y me di cuenta que las lágrimas me mojaban las mejillas.




17.06.2007 03:17

Por el año 80, caminaba por la calle San José hacia el Este, cuando al llegar a Yaguarón me pareció ver a través del vidrio del bar que está en la esquina, el rostro de un amigo que hacía casi treinta años que no veía. Me detuve. No me había equivocado: el hombre al verme se levantó de inmediato de la silla alzando los brazos de alegría. Entré al bar cuando él ya salía a mi encuentro. 

-¿Cómo te va, Hugo?... tantos años sin verte...

-¡Mario!  -nos dimos un abrazo como achicando los años de ausencia-  ha pasado casi una vida... 

-Si no estás apurado, sentate y charlamos un poco.

-Por supuesto... No importa lo que tenga que hacer... no todos los días tengo la suerte de reencontrarme con un amigo del que nunca me olvidé. 

Nos habíamos conocido desde niños en la calle Julio César y habíamos compartido buena parte de nuestra juventud. Fútbol, bailes... Las reuniones en Carnaval en el tablado, con las bonitas gurisas del lugar custodiadas por sus madres, compartiendo hábiles artimañas para eludir aquella empecinada vigilancia.

-Contigo era con quien más conversaba  -dijo Mario-  vos tenías la solución para los problemas que surgieran... 

-Sólo algunas veces, no exageres... Recuerdo que cuando me fui del barrio vos estabas de novio con Nelly, aquella hermosa gurisa.

-Cierto... cómo te acordás... 

-¿Cómo no me voy a acordar? Estaban muy enamorados... era tu primera novia.

-¿Qué pasa, Mario?  -a su rostro había aflorado un gesto de tristeza-  ¿te traje malos recuerdos? 

-Sucedieron cosas que vos no sabés... Muchos conocen la historia, pero nunca la conté exactamente como fue. Pasó mucho tiempo, aunque a mí me parezca que fue ayer. Estoy seguro que ahora todo hubiera sido distinto, tantas cosas cambiaron para bien... Con Nelly fuimos novios desde la escuela, y después nos veíamos a escondidas de sus padres, que tenían años como para ser sus abuelos. A los dieciocho hablé con ellos para formalizar, pero me lo negaron, dijeron que ella no tenía necesidad de tener novio. De todas maneras encontramos la forma de seguirnos viendo... Poco tiempo después la internaron con un problema grave y yo me quedaba todas las noches con ella. Creo que mi presencia la ayudó a salir de ese trance tan difícil y a partir de ahí sus padres me empezaron a tratar mejor. Cuando se recuperó y volvió a su casa, los dos pensábamos que las cosas iban a mejorar. Pero la empresa en que yo trabajaba me trasladó a Buenos Aires... Quise casarme y llevarla conmigo, pero los viejos dijeron que la necesitaban, que no tenían a nadie más que a ella. A pesar de que Nelly me quería y soñaba con ser feliz a mi lado, no tuvo coraje para abandonarlos. Pensó que el remordimiento iba a hacer pedazos nuestro amor... Le trabajaron la cabeza durante muchos años para crearle una obligación. La tarde en que nos despedimos, allá en el barrio de toda la vida, tomamos un café en el bar "Granada"... en Julio César y Ramón Anador, ¿te acordás?

Asentí con la cabeza, yo escuchaba el relato de Mario sin interrumpir. 

-Hablamos mucho  -prosiguió-  revivimos travesuras de chicos, anécdotas de adolescentes... y también de nuestro amor, sabiendo que era lo más hermoso que nos había pasado... Era una tarde gris de julio, la niebla convertía en sombras la luz del día. Salimos a la calle, nos dimos un beso... quisimos sonreír y todo lo que conseguimos fue una mueca de dolor. Me invadió una honda tristeza, que se reflejaba en los hermosos ojos de Nelly. Quise decirle por última vez cuánto la amaba y se me quebró la voz. Me quedé mudo, mirando su bella silueta desvanecerse en la niebla. Me pregunté qué le había hecho al destino, para que me quitara así lo más hermoso que él mismo me había dado. Me alejé con la firme esperanza de que algún día la iba a recuperar. Unas semanas después, unos amigos del barrio me llamaron a Buenos Aires para decirme que Nelly estaba internada muy grave... había tomado veneno. Llegué lo más rápido que pude. Tomé su mano entre las mías... Abrió los ojos, y una dulce sonrisa se dibujó en su rostro, con sabor a último adiós... Pocos segundos después se marchaba de este mundo, llevándose mi esperanza de vivir con ella la felicidad.

Los ojos de Mario se humedecieron y su rostro aparentó muchos más años de los que tenía. Respiró profundo y prosiguió: 

-He tratado de rehacer mi vida, pero la presencia de Nelly vive en mí. Sé que hay un presente, y un futuro a partir de cada día, que no debo vivir de su recuerdo... pero es inútil, no puedo... Así están dadas mis cartas, Hugo. No me quejo, ya lo tengo asumido... pero te confieso que lo más angustiante fue haberme guardado todo esto durante tanto tiempo... No era cosa para contársela a cualquiera; y de repente apareciste vos, a desatarme el nudo en la garganta que me ahogó por tantos años... Perdoname...

Nos dimos un abrazo más largo y apretado que el del reencuentro. "Vos tenías la solución para los problemas que surgieran", me había dicho Mario un rato antes... Yo sabía que esta vez no había sido tan así. No podía devolverle el amor de su vida, pero mi presencia le permitió esa catarsis que sólo se logra frente a un amigo...  

Me despedí de Mario, y mientras revoloteaba a mi alrededor la imagen adolescente de la hermosa Nelly, supe que iba a llamarlo pronto. Debíamos encontrarnos más seguido... No podíamos dejar que la vida nos agobiara con sus pesadas cargas como si estuviéramos solos en el mundo, como si no fuéramos dueños de esta sincera amistad... que hoy nos mantiene fuertes, como cuando éramos muchachos...




05.03.2007 19:13

El deporte es la actividad que nos brinda más aportes en la vida: El bienestar físico y mental mientras lo practicamos; los compañeros que van formando nuestro núcleo de amigos verdaderos; el cúmulo de recuerdos que nos acompañarán siempre...

Escribí esta simple y humilde historia el 25 de octubre de 1982, en homenaje a un compañero y amigo que me dejó ese hermoso deporte que es el fútbol.  Hoy, después de tantos años, recién puedo rescatar el papel ya amarillento de la vieja carpeta… para dejarla salir. 

Lo conocí allá por el año 1958 en el Departamento de San José, más precisamente en la cancha del club Nacional. Ha pasado muchísimo tiempo, pero aún está fresca en mi memoria su figura entrando al estadio con su bolso en la mano izquierda, caminando con paso firme y seguro.  

"Escuchame Miguel, a ése que va entrando es al que tenés que 'marcar' hoy  -dijo uno de mis compañeros de equipo-  poné atención a lo que te digo". "Dicen que 'la rompe'  -agregó otro-  viene de Racing de Montevideo. Hay mucha gente que vino expresamente a verlo debutar con la casaca de Nacional".  

A mí no me asustan los que vienen con 'cartel'  -respondí-  Nos veremos en la cancha, dije mientras me dirigía a los vestuarios.  

El club La Paz  -al cual yo defendía-   fue el primero en ingresar. Pocos minutos después entraba Nacional con su nueva adquisición luciendo el número 10 en la parte de atrás de su casaquilla. Yo lo observaba de reojo. Era mi objetivo. Bajo, atlético, musculoso, había demostrado en el peloteo preliminar un buen dominio del balón.  

Antes del comienzo del encuentro, nuestro Director Técnico me encomendó la mayor atención a los movimientos del número 10, del que aún no conocíamos el nombre. Al minuto de iniciarse el partido recibe una pelota por alto, la baja con gran destreza y avanza. Le salgo al cruce, amaga para la derecha y se va por izquierda con elegancia y capacidad. Me di cuenta que estaba ante un excelente jugador, hábil, pícaro e inteligente. 

Un instante más tarde le cruzan un pase por la izquierda, pero esta vez… apenas la pelota llega a sus pies, lo trabo con vehemencia, tratando de esa forma de imponerme a su habilidad. Cayó. Se levantó lentamente, sin decir una palabra. Eso me gustó, porque no sólo estaba frente a un muy buen jugador, sino que además, poco le importaba el juego fuerte. Ese fue nuestro primer encuentro. 

Fue dos años más tarde que comenzamos la amistad con Ismael Pérez… así se llama. Estábamos en la Pre-Selección de la Liga de San José. Era un placer tener como compañero de equipo a un exquisito que desnivelaba el tanteador en cualquier momento. Con una rara habilidad en su pierna "zurda", era muy difícil marcarlo y además, siempre recibía solo. Tenía un gran sentido de ubicación. Y si estaba dentro del área, con gran destreza se quitaba al adversario de encima y esa pelota iba a dormir al fondo de la red, sin que el arquero pudiera alcanzarla. La pelota de fútbol palpitaba en todo su ser.  

Seguimos compartiendo ese lindo deporte en la General Motors  -donde él trabajaba-  en Camino Santos. Un día habló con los directores para que me permitieran jugar por la Empresa, donde sólo podían hacerlo los empleados. Obtuvo el "okey" y pude integrar el equipo. Jugamos casi cuatro años juntos en que visitamos varios Departamentos del Interior y los países de frontera. 

Ismael Pérez está casado con una excelente compañera. Fruto de esa unión, tiene dos hijos a quien quiere mucho y les brinda con placer el esfuerzo de cada día. Hombre de lucha, nunca le sacó el cuerpo a los problemas. Cuando tuvo dificultades económicas siempre se ingenió para salir adelante. Jamás se entregó en la adversidad. Transita por la vida con el orgullo de un hombre que sabe lo que quiere. No siente rencor ni fastidio hacia este mundo en que le ha tocado vivir. Ama las cosas sencillas, su familia, el fútbol, sus amigos, el boliche y el “tute cabrero.  

Hace aproximadamente cuatro meses lo llamé por teléfono al boliche para saber de su vida. Y cuando pregunté por él, una voz me contestó que hacía más de un mes que Ismael no iba a jugar a las cartas. Pregunté la razón y me dijo que estaba enfermo. Por la noche me acerqué hasta su casa en  la calle Batoví, casi Lima. 

Al verme, su expresión fue de alegría ya que hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Estaba de pie junto a mí y me costaba reconocer al digno adversario y brillante compañero de tantas lindas tardes de fútbol, que había quedado en la memoria de los dos. 

Estaba mortalmente enfermo. Traté de hablar de viejos recuerdos, mientras me invadía una profunda angustia. Él era conciente de su mal, y lo asumía con ese coraje que era parte de su personalidad. Mantenía una esperanza y se aferraba a ella haciendo planes para un futuro cercano.  

Cuando salí a la calle el nudo que oprimía mi garganta se soltó... y lloré. ¿Por qué?, ¿por qué...? La eterna e inexplicable pregunta que nos hemos formulado tantas veces en el transcurso de nuestras vidas sin encontrar una voz que nos responda, dejando que se pierda como un grito en un desierto.  

Y nos sentimos muy pequeños, casi insignificantes ante los caminos que nos marca el destino, siempre inexorable y determinante. ¿Por qué la muerte lo está esperando? ¿Por qué lo señaló para llevárselo, si apenas tiene cincuenta años? Y eso ¡qué importa!  -dirá la muerte-  ¡me los he llevado casi al nacer! ¿Cuál fue su pecado… si es que hubo alguno? Tal vez amar a su familia. Ser noble y generoso con sus amigos. 

Desde que me enteré de su enfermedad lo voy a visitar con frecuencia. Ayer estuve en su casa. Ya no me reconoce. No habla. Sus ojos perdidos en un espacio sin límite, esperan el final. Me cuesta creer que inexorablemente tiene que morir. Su compañera siempre a su lado, día y noche, resignada, espera el desenlace final. Creo que se quedó sin lágrimas. Y como una trágica ironía, la figura de Landriscina desde la imagen del televisor,  intenta sacarle una sonrisa. 

Ayer murió Ismael Pérez.  A pesar de haber esquivado a muchos rivales con su eximia habilidad para el fútbol, no pudo esta vez con su Majestad la Muerte, que le salió al cruce para ganarle. 

Vivió rodeado de amigos y murió solo con su familia. Se fue en el mismo silencio que fue su vida. Él, que mientras tuvo fuerzas, guapeó como el valiente que era.  

Hermano, ¿Desde qué estrella estarás alumbrando? ¿Qué misterio es la muerte? ¿Existe otro mundo? Y si lo hay,  ¿por qué lloro tu ausencia? 

Petiso, sé que donde te encuentres, ahí estarás con la camisa número 10 en tu espalda, gambeteando rivales y perforando redes.  

Querido Ismael, vos vivirás siempre para todos aquellos que te conocimos. Seguirás prendido a nuestro recuerdo a través del tiempo… Si te estoy viendo entrar  -aquella tarde del 58-  en la cancha de Nacional, con tu bolso en la mano izquierda, caminando con paso firme y seguro.



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