Eliza y Miguel
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Relatos de Miguel

03.01.2010 04:15

Los recuerdos de mi niñez, generalmente, no son agradables. Sin embargo, no todo fue oscuro en aquellos tiempos para mí. Fue de niño que conocí la amistad verdadera, con todo lo hermoso que ella encierra.

Este es mi homenaje a aquel amigo con quien compartí ratos tan lindos, que me dejó como legado invalorable el cariño de Sonia, su hija menor... para que pueda quererla como si también fuera mía.

PAULINO ROLANDO, MI PRIMER AMIGO

A principio de la década del 30' nací en el Departamento de Rivera, a pocas cuadras de la frontera con el Brasil. Cuando empecé a preguntar, me contaron que mi padre había muerto muy joven -a los 32-, cuando yo apenas tenía un año de edad. Me dijeron que había sido jugador de todo aquello en que se apostara dinero, y quilero.

Había estado fuera de la ley -sin duda- en una época complicada en que los hombres se jugaban la vida por la mínima situación. Para salvarse del encierro, había que alcanzar la calle fronteriza, cruzarla y dejar atrás el peligro. Fue en una de esas corridas a caballo, que en un monte del lado brasilero, el apéndice le jugó una mala pasada. Lo encontraron al otro día, pero ya era tarde.

La primera calle que vieron mis ojos se llamaba Amarillo -hoy Ventura Píriz- y era de tierra colorada. En mi cuadra había ocho viviendas -la mayoría ranchos de paja y terrón- edificadas en terrenos municipales, algo así como los asentamientos de hoy.

La casa más bonita del lugar era la que estaba a la vuelta de la esquina, con un predio grande, limpio y ordenado, con muchos naranjos plantados en hilera. Al costado del patio había un hermoso palomar. Era una casa muy diferente a las demás, totalmente construída en madera, con techo de cinc y pintada de rosado. Una cerca de tejido cubierta de enredaderas bordeaba el terreno. Don Pablo Rolando, un italiano fuerte, musculoso y trabajador, era el jefe de la familia. Vivía con su esposa, doña Tiometilde, una señora muy generosa de quien tengo los mejores recuerdos, y sus cuatro hijos, Nerina, Alverico, Paulino y Walter.

Paulino fue el primer amigo con quien compartí -desde mis 3 años- todos los juegos posibles para esa corta edad. Muchas veces nos sentábamos en el medio de la calle. A pesar que estábamos a diez cuadras de la plaza Río Branco -del centro de la ciudad- por aquel entonces no pasaba ningún vehículo a motor, sólo alguna persona a caballo de vez en cuando, por lo que no corríamos peligro alguno.

Entre Paulino y yo había mucha afinidad. Nos buscábamos para estar juntos. Muchas veces compartía conmigo lo que estuviera comiendo, o me llevaba a almorzar a su casa. supongo que toda su familia conocía mi situación.

Cuando me sumerjo en aquellos lejanos años de mi niñez se me presentan cortas escenas muy nítidas pero discontínuas -como pantallazos- sin darme certeza de la edad exacta que tenía. Rescato algunas noches de los largos veranos de intenso calor en Rivera, en que mucha gente solía dormir en los patios abiertos teniendo como techo las estrellas luciendo en todo su esplendor. Esas estrellas que en la ciudad casi no percibimos, son los faros de los lugares como aquél.

Con Paulino nos quedábamos al costado de la calle sentados al borde de un pequeño barranco, soñando y deseando que pasaran rápido los años para ser grandes pronto y poder hacer otras cosas. Tengamos en cuenta que los chicos de 8 o 9 años de aquella época no fuimos como los de ahora. nuestro juguete era la imaginación.

Paulino quería ser albañil para hacer casas, era lo que le gustaba. Yo deseaba hacerme hombre para poder defenderme y para asistir a los tantos bailes que había en la frontera, esos que mirábamos desde afuera, mientras los bichitos de luz nos acompañaban bailando a nuestro alrededor al compás del canto de los grillos.

También recuerdo un 6 de enero en que le pedí a los Reyes una pelota. Las alpargatas que dejé con la carta eran de Paulino. me las había prestado para eso porque yo siempre andaba "en patas". Esa vez no me entristeció tanto que los Reyes no me hubieran dejado nada, se me antojó que fue porque puse un calzado que no era mío. Poco después llegó Paulino, a él le habían traído una pelota y venía a compartirla jugando conmigo. Una vez más me demostraba su cariñosa amistad, trayéndome sus alegrías para amortiguar mis carencias.

Con 9 años me trajeron para Montevideo y dejé de ver a ese amigo tan querido, pero jamás lo olvidé. Iba pasando los años y me prometía a mí mismo ir pronto a darle un abrazo, pero el ansiado momento no llegaba. Vamos creciendo, y el tiempo pasa más rápido de lo que suponemos. Corriendo tras de sueños irrealizables, buscando la felicidad a puro instinto. la vida se nos va escapando.

Tarde nos damos cuenta que no es al final de ningún camino que seremos felices, sino que habremos de serlo durante el recorrido. Cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo de nuestra vida contiene un poco de esa felicidad que equivocadamente esperamos alcanzar. porque la llevamos dentro.

Cincuenta y siete años después y con 66 de edad, tomé la decisión de viajar al Departamento de Rivera. Mi objetivo prioritario fue encontrar a ese hermano espiritual del que no había sabido nada más.

En mi mente estaba intacta la cuadra de la calle Amarillo, pero con la imagen de los años 30' en mis ojos de niño. Aquella calle que recordaba tan ancha, no lo era más de lo normal.. y ya no era de tierra sino de balasto. Los ranchos habían desaparecido, las edificaciones habían proliferado y estaban casi pegadas entre sí. A pesar del cambio, sentí una profunda emoción por encontrarme en el lugar donde dí mis primeros pasos.

Busqué entre en vecindario alguna persona de mi edad o mayor, para preguntarle si aun vivía Paulino Rolando en la zona. Como es común en esos lugares, la amable señora levantó su mano derecha y señalando con el índice me dijo: "sigue viviendo allí, donde nació, aunque ahora la casa es más chica". Le agradecí efusivamente, conteniendo los deseos de abrazarla porque para ella, yo era un extraño.

Me acerqué a la casa, que estaba muy distinta. Toqué a la puerta y salió una señora joven. La saludé y pregunté si estaba Paulino. Ella asintió preguntando mi nombre, pero le dije que hacía más de cincuenta años que no lo veía y que me gustaría darle una sorpresa. Era una de sus hijas, y muy sonriente entró a buscarlo. Enseguida se presentó ante mí un hombre alto y fuerte, con el rostro marcado por el paso de los años. Me miró con el mismo gesto tranquilo y bonachón que yo conservaba en mi memoria.

-¿Qué tal, Paulino, cómo estás? -la pregunta me salió como si nos hubiéramos visto la semana anterior-. Sé que no te va a ser fácil saber quién soy, pero te voy ayudar. Hace aproximadamente cincuenta y siete años -cuando teníamos 8 ó 9- fuimos muy amigos y pasábamos juntos todo el tiempo que podíamos. Yo vivía en un rancho que había aquí a la vuelta.

Su exclamación no se hizo esperar:

-¡¡¡Hugo!!! -dijo con voz fuerte-. ¡Nunca te hubiera reconocido.!

Claro, yo también tengo la marca de los años en el rostro. Nos dimos un largo y apretado abrazo, como tratando de achicar la ausencia.

Nos sentamos a conversar de aquellos lejanos tiempos, de los vecinos, revivimos anécdotas de nuestras travesuras que fueron surgiendo mientras nuestra memoria navegaba hacia el pasado. Nos sacamos una foto, intercambiamos nuestros teléfonos y no despedimos felices por el reencuentro y de haber revivido parte de nuestra niñez.

La vida en esta ocasión me había sido pródiga concediéndome algo tan deseado: volver a ver a Paulino. En diversas ocasiones nos hablamos por teléfono, lo que nos alegraba mucho a los dos.

En agosto del 2000, recibí un llamado de Sonia Rolando, una de las hijas de Paulino. Vivía en Montevideo y sabía de mi existencia desde siempre, porque desde chica lo había escuchado hablarle a sus hijos sobre Hugo, su amigo de la infancia, que se había venido para Montevideo y nunca lo habia vuelto a ver. Paulino le había dado mi número de teléfono. Al oír su nombre sentí una gran alegría. aunque fue muy efímera: me estaba comunicando la muerte de su padre.

Todos sabemos que estamos expuestos a recibir ese tipo de noticias pero es imposible evitar la conmoción de todo nuestro ser. Por un instante me quedé en silencio. Cuando pude recuperarme, quise escuchar nuevamente lo que me habia dicho, con la esperanza de que mis oídos hubieran entendido mal. Pero no, inexorablemente, mi amigo Paulino se había marchado de este mundo. aunque no de mi recuerdo.

Esa primera conversación con Sonia fue breve, nuestros estados emocionales no nos permitieron más. Dejé el tubo sobre el soporte del teléfono, miré la foto de Paulino junto a mí, en la puerta de su casa de Rivera, y me dije -totalmente convencido- que Paulino vive y que está en su casa esperando que yo lo vaya a visitar.

Después -periódicamente- Sonia me ha llamado para saludarme, y otras veces lo hice yo. Fuimos formando una cariñosa amistad cimentada en el enorme afecto que ambos sentimos por la misma persona.

Cuando en diciembre del 2001 hicimos el lanzamiento de nuestro segundo libro, la invitamos a que nos acompañara y lo hizo muy feliz, quería verme, conocer en persona al amigo de ese padre adorado por ella. Asistió con sus dos hijos y fue muy emocionante para mí, poder darle el beso y el abrazo que en ese momento simbolizaba la figura de Paulino acompañándome.

Para tí, Sonia Rolando, la hija de mi primer y tan querido amigo.

Miguel




11.10.2009 22:03

Nos vamos a ubicar en la década del 40' cuando no sólo los hombres usaban sombrero sino que una mujer jamás estaba elegante si no lucía uno hermoso en su cabeza. Los modelos y colores debían estar de acuerdo a la ropa que llevara y las formas podían ser de lo más variadas.

El caso que relataré se comentó en las altas esferas sociales de la época como verídico, atribuyéndose a la esposa de un conocido político que había desempeñado importantes cargos en el gobierno.

El matrimonio asistiría a una reunión diplomática de alto nivel y la señora luciría un hermoso vestido recién confeccionado por su modista. En la mañana del día de la fiesta, la señora revisó las cajas de sombreros que tenía aun sin estrenar, pero no encontró ninguno que estuviera a tono con tan bonito y elegante vestido.

Decidió salir a la compra de uno de inmediato. Su chofer la llevó a recorrer los lugares en los cuales pudiera encontrar lo que buscaba, pero no le agradó ninguno de los que le mostraron. Como último recurso resolvió concurrir a la calle Sarandí entre Ituzaingó y Treinta y Tres, donde había un local de alta costura que confeccionaba ropa y sombreros de muy buen gusto y calidad.

Los sombreros que había allí a la venta tampoco la conformaron. La empleada, preocupada por el nerviosismo de la clienta por no encontrar lo que buscaba, fue en busca del dueño, a la vez modisto y sombrerero, creador de modelos exclusivos.

Alto, elegante, bastante morocho y con una amplia sonrisa, el modisto se presentó ante la inquieta mujer, que portaba su fino y flamante vestido en busca de un sombrero a tono con él. La escuchó con mucha atención y dijo:

-En este momento no tengo lo que usted necesita, pero se lo puedo confeccionar en quince minutos sobre su cabeza.

Ella aceptó complacida. El modisto la hizo sentar, trajo un rollo de cinta muy bonito con un tono acorde al del vestido y con una exquisita habilidad comenzó a crear un sombrero directamente sobre la cabeza de la mujer. Cuando hubo terminado le acercó un espejo.

Al verse reflejada sonrió. La imagen que vio fue la de un bellísimo sombrero, hecho especialmente para su vestido y también para su rostro. Con alegría indescriptible, dijo:

-Es exactamente lo que quería, me siento muy feliz. No se imagina cuánto se lo agradezco, me ha solucionado un gran problema. ¿Cuánto le debo?

El modisto muy sonriente le dio un precio que hoy podría ser el equivalente a 300 dólares... Al escuchar la cifra contestó con el rostro contraído:

-Lamento decirle que es un verdadero robo. Yo por unos metros de cinta no pago esa cantidad.

El modisto se le acercó, siempre cordial y amable, en menos de un minuto desarmó el sombrero y le entregó el montón de cinta a la mujer diciendo:

-Sírvase señora, le obsequio la cinta y se ahorra usted mi onerosa intervención. Con ella puede armar el sombrero usted misma...

Y con una reverencia se alejó, dejando a la mujer en el salón... pisoteando las cintas y su fino vestido en pleno ataque de nervios.




14.09.2009 02:45

Esta es la historia de un personaje real, conocido y querido. Está escrita "desde el cordón de la vereda", como recuerdo para "el Pelado", amigo de aquellos años que se perdió en el tiempo. Época de gurises en que comíamos poco y nos reíamos mucho".

Esta simple historia -tan humilde como sus personajes- ocurrió allá por los años 46 o 47. Es una de las tantas que se repetía en el lindo Montevideo de aquella época. Hoy mi recuerdo retrocede en el tiempo para rescatarla.

Fue en el barrio "La Mondiola" (hoy Pocitos nuevo), que dio al fútbol uruguayo grandes jugadores. En las canteras de la bajadita de Luis Lamas, casi recostada a 26 de Marzo, había una cancha de fútbol. Ahí nos juntábamos veinte o treinta gurises a darle al cuero.

La mañana se le estaba haciendo larga al "Pelado", casi interminable. Mientras las agujas del reloj transitaban perezosas y lentas, su impaciencia crecía. Junto a las medias descoloridas, envolvió con un papel de diario los viejos zapatos de fútbol que alguien le había regalado ya usados.

En la cocina de fierro, el puchero barbotaba, despidiendo un aroma estimulante. La vieja, que lo observaba de reojo, le dio a escondidas del padre unas monedas para el bondi de ida y vuelta, que él agradeció con un beso.

Ese era un día distinto a todos, de esos que quedan grabados en el alma de un muchacho para siempre. Era el día en que estaba citado para practicar en el club del que era hincha desde que tenía uso de razón.

Se iba a poner la camiseta que tanto quiso desde la tarde en que el padre lo llevó al Estadio por primera vez. La misma que lucían sus ídolos en las fotos que tenía pegadas en las paredes de la pieza. La misma que cobraba un brillo especial a la luz de la luna que se colaba por la ventana, cuando apagaba el sol eléctrico de la bombita.

En el barrio se decía que "la llevaba atada" y para sacársela había que darle un garrotazo. Lo había recomendado el vecino que era amigo de un dirigente, y lo iban a probar como "entreala derecho" (hoy "mediocampista" o "de enganche"), en la práctica de las tres de la tarde.

A las seis volvió: Parecía la sombra de su sombra, escondiéndose de la gente del barrio, con la cara bañada en lágrimas de bronca y maldiciendo lo que creía una injusticia. Con una frialdad mordaz que le marcó el alma, el Técnico le había dicho: "Estás muy verde, botija. Si algún día madurás -que no creo- volvé..."

Anduvo muchos días como cuzco aporreado, evitando a los que se reían de lo sucedido. Se refugió en el cariño de sus viejos y el sincero amor de su novia "la Pelusa", que lo alentó a seguir y a no hacer caso a la lengua de la gente.

Siguió jugando en los clubes de barrio -"El Granada" y "El Ventarrón"- en las canchas que estaban detrás de la parte Norte del cementerio del Buceo (hoy desaparecida) y casi sin darse cuenta, fue creciendo en su físico y en su juego.

Una mañana, amaneció con la misma impaciencia que aquella vez. Pero ese día no iba a practicar por su querido club... sino por su rival ancestral.

Agonizaba el tibio sol de la tarde de invierno, cuando los adoquines del barrio lo vieron llegar tarareando los versos de su murga preferida, contento, pateando chapitas y piedritas sueltas de la vereda. Cuando entró, el viejo se dio cuenta con sólo mirarlo... y viendo a su botija-hombre estrechar a la vieja en un abrazo como para desarmarla, dejó escapar dos lagrimones casi a escondidas.

Después, todo fue muy rápido. Su popularidad fue tan grande que los periodistas se peleaban por entrevistarlo. La primera plana de los diarios hablaba de sus brillantes condiciones. Su cotización volaba alto. "El Pelado" se había convertido en todo un ídolo de la afición futbolera.

Logró su objetivo, alcanzó un triunfo tan suyo como su fe. Lejano vestigio quedó de la tarde en que el llanto fue la confesión de su derrota.

Pero... ¿saben?, cada vez que se cruzó con aquel Técnico, lo escuchó decir como un estribillo, como un saludo: "Te felicito, botija, te convertiste en todo un crack. Reconozco que me equivoqué feo contigo... ¡Buena suerte!".

Nunca le tuvo rencor, y siempre le contestó: "Igualmente, gracias". ¿Qué más?, si él ya había tenido su revancha...




01.08.2009 18:25

A las tres de la tarde de aquel 15 de marzo de 1953 -recién casado- llegué al kilómetro 68 de la Ruta 5, en el Departamento de Florida, casi en el límite con Canelones, al paraje llamado Paso de Pache, a trabajar para el Haras Uruguay.

Era una Empresa especializada específicamente en la crianza de caballos de carrera, que tenía también otro establecimiento en Rincón del Pino, departamento de San José, en el kilómetro 76 de la Ruta 1. Se habían comenzado las actividades en mayo de 1946, con capitales uruguayos y argentinos, cuyo grupo de accionistas estaba muy arraigado a las actividades turfísticas en ambas márgenes del Plata.

Por ese entonces, los productos (potrillos y potrancas) del Haras ya estaban descollando en Maroñas; caso Luceiro, Leblón, Bakelita, Pampita y otros, dando muestras que la dirección técnica y administrativa estaba excelentemente conducida por el más joven del grupo, el Dr. Aureliano Rodríguez Larreta.

Me tocaría desempeñar la modesta tarea de atender gastronómicamente a los visitantes que llegaran al establecimiento a observar de cerca los productos que en el mes de octubre iban a ser subastados.

El establecimiento tenía aproximadamente doscientas hectáreas. A la entrada -casi sobre la carretera- estaban las casas del capataz y de todo el personal. Había galpones, donde más de cien valiosos productos de un año y medio recibían todos los cuidados inherentes a su preparación.

Al fondo, a unos setecientos metros de la carretera, junto al hermoso río Santa Lucía -que a esa altura serpenteaba entre montes agrestes- vivía Alonso, el encargado de la quinta y el tambo, en compañía de su mujer y sus dos hijos. Y más atrás estaba la casa donde viviría con mi familia y a atendería a los posibles compradores.

La casita de Paso de Pache era hermosa. Había un enorme comedor a la entrada con una mesa para diez personas. Por la puerta, bajando unos treinta escalones se tocaba el agua. Los dos enormes ventanales a cada costado, mostraban el Santa Lucía en toda su amplitud y su bonita isla montaraz.

Al fondo, la puerta que daba a los dos dormitorios con ventanas al río, en uno de los cuales había un cuadro con la estampa de Coty, formidable campeón -que mantiene el record de la milla en 1'33 3/5 desde hace ya casi sesenta años- luciendo las sedas del Stud "Don Ramiro". Por último estaba el baño. A la derecha del comedor, después de una arcada, había una sala de estar con tres sofás; a la izquierda un bargueño, a la derecha una estufa a leña, y enseguida la puerta de acceso a la cocina.

Construida en la parte más alta, rodeada de enormes eucaliptus y sauces que bordeaban el río, la casa despertaba con el canto de la enorme variedad de pájaros de los más diversos colores y el bullicio de sus cantos desde el amanecer hasta la caída del sol era increíble.

Desde las ventanas, la vista de los montes e islotes en el agua era más que una hermosa pintura. Ver zambullirse en picada al Martín Pescador y salir con su presa en el pico demostrando su destreza, era un espectáculo formidable. Enfrente, en la isla, los carpinchos salían del monte con sus crías a echarse al sol.

Dejé atrás las trasnochadas de Montevideo, para acostarme a las diez de la noche y levantarme a las seis. pero era sensible y soñador, y aquel lugar me atrapó.

Para mí todo era novedad: ver cómo se ordeñaban las vacas o se recogía la verdura directamente de la tierra...

A los pocos días le pregunté a Alonso, el quintero, dónde podía conseguir boniatos y me indicó el camino. Esa misma tarde, tomé una cesta y fui. Pero fue inútil, me cansé de dar vueltas y los boniatos no aparecían por ningún lado. No sabía si avergonzarme de mi fracaso, o pensar que Alonso me había jugado una broma. de todos modos, tuve que volver y decirle que no los había encontrado.

Alonso era un hombre cuarentón, bien de campo. Noté en su rostro una sonrisa burlona cuando me dijo que esa misma mañana le había traído boniatos a su mujer.

Dejó lo que estaba haciendo, tomó una azada y se encaminó conmigo hacia el lugar. Caminaba con él y no quería preguntarle para qué había traído la azada, aunque me daría cuenta en el momento de llegar. La hundió en la tierra y como por arte de magia ¡empezaron a aparecer los boniatos!

Mi expresión ante ese acontecimiento, le resultó aún más divertida que el hecho de no haberlos encontrado. Usted me va a disculpar -le dije- pero yo esperaba encontrarlos prendidos a las ramas, como los zapallitos. "Pero mire que había sido bruto el hombre'e la ciudá", dijo sacudiendo la cabeza, y comenzamos a reírnos los dos.

A partir de entonces nos hicimos muy compañeros con Alonso y su familia. Creo que con esto queda demostrada mi total ignorancia sobre las cosas del campo en aquellos primeros tiempos.




13.03.2009 03:57

A esta altura de la vida, los amigos empiezan a emprender la inexorable carrera de la partida, a cuya meta llegaremos todos, por ley del destino. Hoy nos dejó "mi tocayo": nadie me decía "Miguel" en al ambiente en que nos conocimos", sino "Hugo".

A mediados de 2001, por iniciativa de Walter Perco -otro amigo que ya no está- empecé a escribir la historia del Club La Paz, de Cañada Grande, Departamento de San José, donde tuve el gusto de desarrollar ocho años de mi actividad futbolística profesional, y de conocer personas entrañables, amigos que siempre conservé.

Walter quería explicarle a las nuevas generaciones cómo nació el Club que hoy disfrutan. Dejar registrados en las páginas de un libro, esos relatos que han escuchado alguna vez de sus mayores. Así -por escrito- aquella etapa vivida con esfuerzo y cariño, podría trascender para siempre.

Le llamé "La Paz, mucho más que un Club", y fue parte de un libro que edité en papel en diciembre de 2001. La mayor parte de los ejemplares se distribuyó en San José y zonas aledañas, porque en ese relato hay un pedacito de cada una de las familias que con su esfuerzo y su constancia, hicieron posible la existencia del Club.

Hoy, al hablar de Hugo Nantes, no lo mencionaré como el artista plástico reconocido en el Uruguay y fuera de fronteras, orgullo del Departamento San José. Les hablaré del amigo, con que no sólo compartimos diversión, sino muchos años de amistad. Les diré de su faceta de futbolero, amante de este deporte y parte activa de la historia del Club La Paz, transcribiendo el capítulo que lleva su nombre:

"Lo conocí en marzo del 56, cuando él había dejado Peñarol de San José para sumarse al plantel de La Paz, donde todos practicábamos ese hermoso deporte que es el fútbol por el solo placer de divertirnos y nos ganábamos la vida trabajando en otras cosas.

Liverpool de Montevideo comenzaba una gira de preparación por el interior de la República. Tenía muy buen plantel ese año. Contaba con Juan Ángel Vairo, el mejor delantero argentino del momento, cedido por River por seis meses, paso reglamentario para concretar su pase al Milan de Italia. Y esa temporada, había contratado nada menos que a Juan López, el Director Técnico de la gloriosa selección del 50.

El primer partido de la gira fue en Cañada Grande, con el Club La Paz. Nuestro arco estaba custodiado por Hugo Nantes. Perdimos 3 a 1 haciendo un excelente partido; tanto, que fuimos elogiados por Juan López. Liverpool era mucho más que nosotros pero caímos dignamente haciendo nuestro fútbol, el que nos dio la identidad de buen equipo, siempre al ataque. Vairo fue la figura brillante, y convirtió los tres goles inatajables, contra los verticales. De no haber sido por Hugo Nantes, el tanteador habría sido más abultado, hasta los rivales reconocieron su buena actuación.

Otro partido que jugamos juntos fue contra Independiente de Las Piedras, donde había una copa en disputa. Ya les habíamos ganado el primer encuentro como locatarios, y esta vez viajamos a Las Piedras. La cancha de Independiente -campeón del lugar- estaba colmada de hinchas.

Ese día, La Paz formó con Hugo Nantes en el arco; Aparicio González y Hugo Ábalos (yo)) en la zaga; Dante Tunín, Mario Batistín y Fuentes en la línea media; Olivero Tunín, Gilberto Pecorari, Omar Mérida, Tito Pérez y Auberto Cedrés en la delantera. Sin duda muy buena formación, fue uno de nuestros mejores partidos.

A pesar de lo áspero y a veces mal intencionado -Independiente no se resignaba a perder- les volvimos a ganar por 2 a 1 y nos quedamos con la copa.

La actuación de Nantes fue brillante, sacando pelotas imposibles en medio de la gritería ensordecedora de los contrarios y controlando la arremetida de los rivales en los últimos minutos, en un desesperado intento de mantener el invicto como locatarios, que enarbolaban desde hacía muchos años.

Con Hugo Nantes compartimos la familia del Club La Paz en su etapa gloriosa. A veces nos encontramos, en las reuniones que hacemos en el Club casi todos los años, los jugadores de aquellos tiempos.

Los años pasaron casi sin darnos cuenta, dejándonos tantos recuerdos que perduran -envueltos en la nostalgia de nuestros juveniles veinte años- de un pasado que ya fue y que revivimos felices en nuestras charlas de hoy, porque ese pasado es nuestro. Julio de 2001".

- - - - - - - - - - -

Al final del relato escribí un agradecimiento:

"... ¿Cómo recordar esos domingos de fútbol, sin desear que el tiempo retroceda? Pero el tiempo avanza, y lo hace para bien. Nos llena de recuerdos, nos demuestra que no hemos vivido en vano. Nos permite conservar el cariño de esos seres con los que compartimos tanto, para recordar con ellos la historia que escribimos juntos.

Una vez más, ¡gracias, compañeros!, responsables de un capítulo imborrable en mi existencia! Los que están y los que se han ido, todos vivirán en mí hasta el fin de mis días".

La partida de Hugo Nantes golpea una vez más. Es un amigo cuyo su recuerdo me acompañará mientras viva. Conservaré su imagen en mi menoría, y escucharé su voz contando anécdotas, con la gracia que sólo él supo añadirles.

12 de marzo de 2009.




30.12.2008 03:40

En Montevideo, los cuentistas siempre dieron que hablar. Antes se decía que eran fulanos con algún tornillo desajustado, o aprovechadores de la ingenuidad humana. Aunque en este siglo XXI los tenemos mucho más organizados en cantidad y calidad que antaño, me referiré a uno de ellos, cuyas andanzas ocurrieron por la década del 40.

Uno de los típicos ejemplares de esa "fauna" que pasó por esta ciudad, se llamaba Noutro. En los atardeceres -cuando el movimiento de personas era mayor- caminaba por Dieciocho de Julio con sombrero de ala ancha, el cuello de la camisa muy blanca con grandes picos, los puños de encaje, un chaleco multicolor como el arco iris, una capa negra y una gran cruz colgando del cuello.

Se decía que había llegado de Buenos Aires, expulsado por la policía. Según contaban, trabajaba allá con una mujer llamada "la milagrosa", "la sonámbula" y otros apelativos, según el lugar. Pasaron un buen tiempo desplumando incautos, hasta que un día la policía dijo ¡basta! y el negocio se les terminó.

Obligado a cambiar de aire, cruzó el río y apareció en Montevideo. De inmediato su extraña figura llamó la atención. Noutro actuaba diferente a los que se dedican a esta clase de especulaciones. Trataba de exponer su amabilidad y cordialidad en lugares concurridos, y la gente miraba con simpatía su sonrisa permanente. Se decía, además, que era muy generoso con los pobres.

En pocas semanas, habiendo creado un ambiente propicio, se puso a trabajar. Decía que dios lo había enviado a la tierra para ayudar a la gente, y los que esperaban a ese dios... le creyeron. La misma gente lo fue haciendo popular y poco le costó conquistar a unos cuantos ingenuos. En la capital, instaló tres santuarios: uno en Durazno y Yaro, otro en San Salvador y Tristán Narvaja, y el más conocido y concurrido en Rivera y Melitón González, a una cuadra del cementerio del Buceo.

Ese lugar era conocido como "El rincón de las almas" donde un cristo de piedra colocado en el jardín a la vista del público de la calle, lloraba en forma contínua. El litro de lágrimas -sin envase- se vendía a 30 centésimos. A la entrada había un letrero con la siguiente inscripción: "Los muertos viven, rogad por ellos. Vuestra oración y vuestro pedido, en este lugar serán oídos".

En todos los santuarios había varios espejos con juegos de luces al mejor estilo de las luces sicodélicas actuales. Se vendían yuyos de todo tipo, que tanto enderezaban una vértebra como a un marido desviado. Y también se ofrecían vales por valor de 15 y 25 centésimos, para la compra de agua curativa.

Esparcidos sobre la mesa en el lugar de espera, lucían folletos y libros de ciencias ocultas. En las paredes, avisos y recomendaciones: "Curaciones sin medicamentos", "Se curan enfermos solamente con su ropa, sin verlos". Y asegurando felicidad, fidelidad, salud y dinero. Además, formularios con preguntas como: "Quiere que su marido deje a esa mujer?", "¿que su compañero le sea fiel toda la vida?", "¿vivir el doble de años que debe vivir?", "¿verse libre de enemigos?", "cobrar lo que le deben?, ¿que el preso salga muy pronto en libertad?"...

Todo marchaba en muy buena forma hasta que un día el negocio se terminó porque la policía uruguaya tampoco estuvo de acuerdo con la actividad de Noutro explotando la incredulidad pública. En pocos días salió en libertad -nuestras leyes nunca fueron severas con este tipo de delitos- y el hombre se fue del país con rumbo desconocido.

Evidentemente sus oraciones, yuyos, poderes, y las caras lágrimas de su cristo no lo ayudaron mucho: Tres años después, un uruguayo lo encontró en una plaza de Barcelona pobremente vestido, casi como un mendigo, vendiendo abanicos y otros chirimbolos.

Poca suerte la del pobre Noutro, de haber vivido en otra época. Si hubiera sido ahora, seguro sería propietario de enormes salas de antiguos cines, tendría programas en todas las radios, cerraría la transmisión de varios canales de televisión, estaría amparado por leyes estatales, y la misma policía le ofrecería custodia para su persona y sus costosos vehículos... Todo financiado voluntariamente por la misma clase de personas que él sabía manejar a la perfección... y sin ninguna clase de riesgo.



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