Eliza y Miguel
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Cuentos de Eliza

30.12.2008 03:13

A las tres de la madrugada se habían ido los últimos invitados, Anita se tendió en el sofá y miró a su alrededor. Antonio había guardado las botellas en el bargueño y los envases en la despensa antes de acostarse. Ella tenía que dejar el living más o menos presentable antes de acompañarlo.

Pensó en vaciar los ceniceros, tirar las servilletas de papel arrugadas y poner el mantel en el cesto de la ropa para lavar. Acomodaría los platos y vasos usados sobre el mármol de la cocina para lavarlos al otro día. y también dejaría la limpieza de la alfombra y una repasada al encerado del piso para mañana.

Mientras organizaba sus actividades encendió un cigarrillo, dejó caer sus zapatos y entrecerró los ojos pensando lo bien que había estado la fiesta, no había faltado nadie y se habían divertido muchísimo.

El hermoso brazalete de plata con una enorme turquesa engarzada que le dio Antonio, el delicioso perfume francés que le trajo su hijo Andrés y los regalos de los amigos, la habían hecho sentirse tan apreciada que le encantó haber cumplido cincuenta años.

Le costaba levantarse del sofá y concretar su breve programa, pero sabía que Antonio la esperaría despierto. Hizo un esfuerzo, despejó el living rápidamente, miró de reojo el retrato de doña Pola sobre la mesita de mármol y se fue al dormitorio.

El sábado se levantaron tarde los tres y los quehaceres de Anita se redujeron a la cocina. Estarían juntos hasta que Andrés saliera con su novia al atardecer. Todos aprovechaban al máximo esas reuniones íntimas en la casa. De tarde, Antonio alquiló una película y Anita se acomodó en el living para verla con él.

Andrés regresó temprano, el domingo al amanecer iría de pesca con su padre y ambos se acostaron. Anita preparó la comida que llevarían los hombres para el día y repasó su programa dominguero, estaría sola y dejaría la casa brillante, como a ella le gustaba.

El domingo comenzó para todos antes de salir el sol, aunque Anita tuvo que hacer un esfuerzo para vencer el cansancio y esas terribles ganas de no hacer nada que le atacaban otra vez. Cuando le pasaba eso la invadía un sentimiento de culpa y miraba el retrato de su suegra casi con vergüenza.

Doña Pola había muerto y no podía disculparse con ella por haberle recriminado una forma de ser. con la que ahora ya no discrepaba tanto. Siempre se había preguntado por qué Antonio había elegido esa fotografía de su madre con una expresión tan seria que casi parecía enojada.

Las discusiones entre las dos habían sido siempre por lo mismo. Anita tenía la obsesión de la limpieza, el orden y el brillo de la casa. Doña Pola le criticaba el excesivo esmero, haciéndole ver que había otras cosas más importantes que hacer en la vida, que debía guardar un poco de energía para el marido en vez de esperarlo todos los días con la casa reluciente pero totalmente agotada. Antonio no le hacía reproches, pero Anita sabía que muchas veces se dormía obligado, incapaz de cualquier insinuación ante su notorio cansancio por las fajinas del día.

Ahuyentó los recuerdos y la pereza, y se puso a trabajar a toda máquina, con la intención de terminar con tiempo de descansar un poco antes que volvieran los improvisados pescadores, pero cada vez que se cruzaba con el retrato sentía que la mirada adusta de doña Pola le decía una vez más que estaba derrochando la vida por una estúpida casa limpia.

Llevó la escalera larga de dos hojas de un lado para otro por toda la casa -franela en mano- porque quería dejar todo limpio, y los techos estaban incluidos en la tarea. No paró ni para comer, ya tendría tiempo de hacerlo a la hora de la cena. A eso de las cinco de la tarde, dio por finalizada su labor. Guardó la escalera en el garaje y fue a darse un buen y merecido baño reparador.

Ya vestida y fresca pero aún cansada, se tiró en un sillón a fumar el primer cigarrillo del arduo día, y a disfrutar su obra. Revisaba con la vista todo lo andado cuando allá arriba, en la parte superior de un cuadro. vio la franela colgando del marco.

Anita dio un grito, ¡no era posible!, recién bañada tenía que cargar la escalera otra vez para bajar el maldito trapo ¿cómo pudo dejarlo olvidado ahí? Salió camino al garaje refunfuñando y se dispuso a subsanar de una vez el desgraciado error.

Le dolían los brazos y las piernas al subir los escalones por todo el esfuerzo de tantas horas. Pensando que al regresar la escalera a su sitio al fin podría decir ¡basta!, dio un brusco manotón para alcanzar la franela, perdió el equilibrio. y con el trapo en la mano se vino al suelo.

La escalera se balanceó sobre sus dos hojas, pero se mantuvo en pie. Anita cayó rozando la mesita, y el retrato de su suegra también terminó en el piso. Casi sin aliento por el dolor, logró arrastrarse hasta el teléfono para llamar a la emergencia. Dos horas después los enfermeros de la ambulancia la trajeron de vuelta, la dejaron en el sofá todavía un poco somnolienta por los calmantes, le acercaron el teléfono y se fueron.

Anita sintió que se abría la puerta, sus dos hombres estaban de regreso. Andrés entró primero, la vio tendida en el sofá con una pierna extendida sobre los almohadones enyesada del pie hasta la rodilla, y acercándose a su madre se deshizo en preguntas. Antonio la miró unos segundos en silencio, dio un vistazo alrededor, entendió muy claramente lo acontecido, y por primera vez. exteriorizó su queja:

-¡Hay que joderse, Anita!, ¡tenías que fregar todo el día hasta no poder más!, ¡mirá qué programa me espera a mí! ¡Me cago en la casa limpia, si no tengo mujer, carajo!, ¡por culpa de la limpieza estás siempre cansada. y no se puede!. Y ahora. con una pierna enyesada ¡me tengo que volver monje por tres meses, por lo menos!

Andrés -que no entendía nada- se quedó mudo en medio de los gritos de su padre y el llanto desconsolado de su madre. Antonio se fue a la calle, dando un sonoro portazo. Y en el suelo -al costado de Anita- a través del vidrio hecho trizas, doña Pola, increíblemente, sonreía...




10.12.2008 03:09

Es dura la vida del pobre. La pasa ignorado, siempre que no se cruce con quien lo discrimine. La mala suerte lo acompaña y la tristeza lo desanima. Sin embargo, cuando un soplo de esperanza lo sorprende... esa misma vida... se le hace un edén.

Camina Mauricio pateando latitas por la arruinada vereda, taciturno y cabizbajo, sumido en pensamientos que -de tan jodidos- le retuercen las tripas.

Sube UTE, OSE, ANTEL, los combustibles. y atrás de eso subirán hasta los tristes fideos -cavila- ¿cómo hará para comer ahora?

Desempleado crónico, buscador de changas que ya no reclama nadie, hurgador de tachos limpios que guardan porquería mugrienta. y sin huevos para robar siquiera una manzana del piso de algún puesto.

Pero el tarifazo no lo alcanza del todo. Por lo menos -se jacta- con una sola lamparita alumbra el rancho, trae agua del surtidor de la esquina, y no tiene teléfono ni auto.

Casi a las seis, con las manos en los bolsillos y un tango en el silbido, llega al hospital. Muestra la tarjetita arrugada por el uso y pide un número. "Está vencida" -le dice la mujer de túnica de atrás del mostrador- "tiene que renovarla."

Mauricio, con un gesto de dolor que ya casi se le aquerenció en la cara, pide que se la acepte. por hoy... Pero no tiene suerte, el "¡pase otro!" de la mujer, y el empujón de la gorda de atrás, sirven de escolta para su triste retirada.

Otra vez en la calle, desanda el camino de vuelta con las manos vacías. Mira hacia abajo, buscando alguna cosa perdida que levantar. Sale un hombre con un tacho y lo pone en la vereda. todavía no ha pasado el basurero, ¡Mauricio está de suerte! Cuando el hombre entre revolverá el tacho a ver si puede salvar el día.

Recostado a un árbol y silbando el mismo tango, se alisa la ropa con las manos, como haciendo tiempo. Pero el hombre no entra, se le acerca con otros dos y lo sacan carpiendo, como a un chorro o a un apestado.

Más adelante, no hay nadie a la vista y se anima a desatar una bolsa y a abrir un envoltorio. ¡Adentro del diario hay yerba!, ¡qué bien! Tiene algún pucho y un poco de ceniza pero sirve. ¿Y en la bolsa.? Un resto de ravioles y un hueso con algo de carne. ¡no puede creer! Envuelve todo de apuro, para irse antes que lo vean.

Y se va, nomás, pero sin nada, porque le sale un perrazo enorme mostrando los dientes y de un tarascón le arrebata el botín: hace trizas el diario que guarda la ensillada para el mate, engulle el morfe y se lleva el hueso.

Cruza la calle puteando bajito y un auto le pasa zumbando, el vientito le sacude el traperío. "¡¿Qué hacés, gil?!" -le grita el hombre de adentro- "¡¿estás mamado o me querés romper el auto?!" Mauricio le hace un ademán de disculpa y sigue su camino.

Al pasar por la escuela, mira los niños jugando en el recreo. ¡Qué suerte no tener cría! -se consuela- ¡Debe costar un fangote criar un gurí!

Llega al rancho cansado, con un dolor de espalda que se tendrá que aguantar porque no pudo sacar los remedios, y la panza chiflando de hambre. ¡Qué viaje al santo botón! -se queja-. Y todavía tendrá que hacer otro trecho hasta el cuartel a traer un poco de comida.

Hace la cola con la vista baja; no mira las caras porque a veces la gente malcomida anda con ganas de pelea. A unos pasos ve unas piernas, lindas, llenitas. Con la cabeza gacha las mira de reojo, a ver si también le gusta lo que hay más arriba. Y sí, es preciosa la muchacha. Le da vergüenza pasar por atrevido y no mira más.

Le llenan la lata con guiso caliente de buen aroma y pega la vuelta, apurando el paso para calmar de una vez el cotorreo de la barriga. El olorcito le levanta el ánimo y ya no tiene en la cabeza las ideas negras de la mañana.

Adelante va la muchacha de las piernas lindas, de vuelta con su almuerzo. La lata caliente le va quemando las manos, la deja en el suelo y se sopla los dedos. Mauricio agarra coraje, se le arrima, y le ofrece llevarle la viandita ya que van para el mismo lado. La muchacha le agradece, acepta y le sonríe. Caminan unas cuadras conversando, y aunque él también se quema, no le importa para nada.

Armado de valor porque ella está aceptando la conquista, la acompaña hasta la puerta del ranchito y le pregunta si puede volver al caer la tarde para tomar unos mates y seguir la charla. Ella consiente, y en un ¡hasta luego! le regala su mejor sonrisa.

Al hombre no le duele más la espalda, se olvidó que está cansado y la alegría le ha ganado el semblante como si siempre hubiera estado ahí. Mira contento su lata llena y humeante y calcula: ¡tiene comida para dos días! Y si conseguir esa compaña le ampolló los dedos, ¡ni le van a arder! ¡Es linda la vida -concluye- se anduvo quejando de lleno!

Camina Mauricio rumbo a su rancho silbando otro tango, radiante y risueño, sumido en pensamientos que -de tan lindos- le alisan el alma.

Siguiendo su paso, un suave remolino lo acompaña y juguetea, revoloteando sin cesar sobre su cabeza, batiendo alitas de seda. Son mariposas, mariposas amarillas.

Un aura luminosa como su felicidad nueva, convertida en mariposas amarillas... como las que protegían, en tiempos lejanos, a aquel otro Mauricio, de apellido Babilonia, sobre el que Gabriel García Márquez escribía.




07.12.2007 22:00

A veces, conversando "con los dedos" con los amigos uruguayos que han emigrado, surgen preguntas sobre lugares, cosas, personas, situaciones; que se enuncian con el fin de recomponer en la memoria los recuerdos del Paisito. Desde Sta. Cruz de Tenerife, un amigo preguntó por un "mechero", unos cigarrillos y otras cosas... y me inspiró... 

Divorciada, joven, optimista, positiva, Elena tenía fuerza suficiente para continuar su vida sin miedos. Un empleo aceptable y seguro, le daba cierta comodidad, sin excesos pero suficiente. Disponía de su tiempo libre, dedicándolo a frecuentar a sus amigos, al deporte, a la lectura.  

Sin embargo, atravesaba un momento complejo… Se había enamorado de un hombre casado. 

Estaba viviendo una situación que se daba de patadas con el concepto que siempre había tenido sobre una relación de pareja. No le importaba analizar en qué lugar se encontraba; el problema no era ser "la segunda", o "la primera" … Lo que no encajaba con su personalidad era ser "la otra".  

Para colmo, teniendo toda la libertad del mundo, estaba obligada a esconderse. Tenía que darse un tiempo  -prudencial pero corto-  y esperar que él definiera las cosas… para un lado o para el otro. 

No estaba dispuesta a ejercer ninguna clase de presión, y eso la obligaba a armarse de paciencia. Tampoco le resultaba saludable meditar sobre el asunto, entonces intentaba ocupar su tiempo libre al máximo. 

Salir de compras con una amiga, pasar una velada en un bar con un grupo, ir al cine con un amigo; eran entretenimientos doblemente satisfactorios para ella. Disfrutaba el valor propio de cada uno de esos momentos y además, tenía la oportunidad de contarle a él lo bien que lo había pasado sin su presencia, en compañía de otras personas. Le había notado cierta molestia contenida cuando la escuchaba pormenorizar los detalles de sus diversiones, por lo que se propuso utilizarlas para provocar un desenlace más rápido al problema que la aquejaba. 

Con tantos amigos cómplices, no le resultó difícil encontrar más de uno dispuesto a tomar un café con ella a la salida de la oficina, eligiendo lugares visibles, en el camino que él tuviera que recorrer de vuelta a su casa. Tampoco desechaba invitaciones para cualquier reunión, por menos atractiva que le pareciera. El plan era tener algo verdadero que contarle o que mostrarle a él. 

Así fue que asistió al cumpleaños de Mireya. Sería en Pocitos, en un lugar de moda que Elena no conocía. Aunque la concurrencia pertenecía justamente a la clase social en que se sentía menos cómoda, habría baile y diversión. No lo pensó dos veces.  

El boliche estaba en la calle Benito Blanco, cerca de Bulevar España. Era una casa antigua, adaptada sin mucho esmero para hacer las veces de club nocturno: un barcito con mostrador y bancos altos en el tradicional patio embaldosado; música de discoteca; las habitaciones amuebladas con sillones, sillas y mesitas ratonas; y el clásico sistema de iluminación graduable.  

De la concurrencia, la mayor parte eran desconocidos para Elena, salvo un grupo de la oficina formado por varias mujeres y dos hombres. 

La joven agasajada  -a saber-  no tenía pareja. Sin embargo, a poco de empezar el baile su situación había cambiado. Lo mismo fue ocurriendo con las demás, y Elena se dio cuenta que los únicos ajenos al ambiente que se estaba formado, eran sus dos compañeros de trabajo y ella. Optó por sentarse con ellos en los taburetes del bar. 

Detrás del mostrador, un hombre joven oficiaba de barman, iluminador  -o más bien oscurecedor-  disk jockey, y evidentemente, también de encargado. Uno de sus compañeros cabeceaba de sueño mientras Elena bailaba con el otro. 

Un poco alegre por el alcohol, su compañero de baile no cesaba de piropearla. Si bien no hubo desplante alguno que la hiciera sentir incómoda, cuando se ofreció a llevarla en taxi hasta su casa, Elena prefirió excusarse. Compartirían el coche con dos compañeras más, y ella sabía muy bien dónde vivía cada uno. Era obvio que irían quedando todos por el camino; la penúltima sería ella y el último el bailarín. Pensó que era mejor no provocar situaciones embarazosas, dijo que iba a esperar a Mireya y se quedó. 

El cantinero había destapado una botella grande de Seven Up, que compartía con ella mientras conversaban. Elena observó que no había nadie bailando, pero el hombre no se había movido a abrir la puerta desde que salieron sus compañeros, por lo que era de suponer que los demás estaban adentro, vaya a saberse dónde y haciendo qué… Prefirió no preguntar y esperar que apareciera la del cumpleaños para emprender la retirada. 

Cansado de estar parado tantas horas, el cantinero le propuso sentarse en la salita contigua, ahora justamente que ya no tenía clientes que atender. Accedió. Se sentaron frente a frente. Sobre la mesita ratona que los separaba, ella puso su cartera, la cajilla de Nevada y el encendedor, un Zippo original que tenía grabadas sus iniciales, comprado en una joyería uno de esos días en que miraba vidrieras con intención de regalarse algo. 

La iluminación del ambiente no era mucha, pero alcanzaba para distinguir el mobiliario y las características de la habitación. Habían hablado de los compromisos sentimentales de ambos sin mucho detalle. Él no tenía pareja, y ella "tenía novio". De repente, el cantinero arremetió: 

-Tengo ganas de besarte  -dijo en tono decidido-

-Ni se te ocurra intentarlo  -respondió seriamente Elena-

-¿Por qué?  -insistió el hombre-  ¿Qué va a pasar si lo hago?

-Bueno… lo más probable es que rompamos todo… 

Él se levantó, y pasando por encima de la mesita, prácticamente se le abalanzó. Elena estiró los brazos para detenerlo pero él le ganaba en fuerza y era evidente que estaba dispuesto a forcejear para lograr su propósito. 

Rápida, arrolló una pierna hasta el pecho y apoyando el pie en el abdomen del atacante, la estiró con fuerza. Sintió el crujir del taco alfiler al partirse, y el estruendo del hombre al caer de espaldas sobre las sillas que había más atrás. 

-¿Así que querés romper todo, nomás?  -dijo enfurecido-  ¡ahora vas a ver cómo rompemos todo! 

Con una mano apretándose el vientre dolorido se incorporó, cubriendo la única salida. Levantó una silla y acometió contra Elena, que empezó a pedir auxilio a los gritos, esquivando los embates y protegiéndose entre los sillones, a sabiendas de estar alejándose cada vez más de la salida. Ya la tenía acorralada en un rincón, y hacia ahí apuntó, lanzándole la silla, que a su paso arrastró una lámpara de pie y descolgó un cuadro de la pared, provocando un ruido considerable.  

Seguía llamando a Mireya y pidiendo ayuda, pero nadie se acercó. El hombre, desencajado, se armó otra vez, ahora con un banco, acercándose al rincón del que Elena ya no tenía escape posible. Sólo una mesita ratona y cuadrada la separaba del energúmeno, que había tomado el taburete con ambas manos, levantándolo para asestar un golpe desde arriba. 

Se dio cuenta que la única forma de salir de ahí por sus propios medios era venciéndolo, y para eso… tenía que sacrificar en parte su integridad física… Miró la mesita, se quedó de pie frente a ella, esperando al atacante de perfil. Firme y con las piernas abiertas, cuando el hombre bajó la silla sobre ella, sólo se inclinó lo suficiente para aprovechar la altura a la que lo llevaría el impulso. Sintió el impacto en su hombro izquierdo y sin ceder al dolor, levantó la mesita y la estrelló con todas sus fuerzas sobre la cabeza del hombre, antes que pudiera incorporarse. Lo dejó en el suelo, boca abajo… no se movía. 

En plena crisis de nervios, tomó su cartera y salió de la pieza buscando la salida. Ya no gritaba pidiendo ayuda, vociferaba improperios contra todos los presentes, que en algún lugar del edificio continuaban, inmutables, su quehacer. Llegó a tientas a la puerta, por el corredor en penumbras. Giró la llave y salió dejándola abierta. Corriendo como pudo con el taco roto, llegó a la parada de taxis de Bulevar España y se metió dentro de uno. 

-¡Vamos!  -de dijo al chofer-

-¿A dónde?  -fue la pregunta-

-¡¡¡¡¡¡Vámonos de acá!!!!!!, ¡¡¡¡¡¡rápido!!!!!! 

El taxista arrancó y condujo dos cuadras antes de volver a preguntarle a dónde quería que la llevara. Elena se miró la facha. La blusa de seda abierta, con los ojales rasgados, despeinada, sudorosa, desencajada, temblando. 

Por un instante pensó pedirle que la llevara a la Seccional Décima a denunciar el ataque, pero desistió. No podía darle intervención a la Policía sin saber qué había pasado con aquel hombre… ¿solamente lo había desmayado?… bien podía estar muerto.  

Por otra parte, Mireya y varios integrantes de la élite de la oficina estaban todavía allá adentro, evidentemente drogados y de gran orgía… A esa gente un incidente de éstos les derrumba la carrera. Le dio la dirección de su domicilio y continuaron sin mediar palabra durante el viaje.  

Cuando se desvistió, descubrió los hematomas de su cuerpo. Se dio una ducha caliente y se acostó. Tenía que descansar al menos, aunque no pudiera conciliar el sueño. Encendió la radio, escuchó los informativos de Montecarlo cada media hora… Si el cantinero estaba muerto darían la noticia… Los integrantes de la fiesta no eran problema; así como no acudieron en su ayuda, también habrían desaparecido a tiempo de no involucrarse y no corría el riesgo de que la acusaran. No obstante, en pocas horas vendrían por ella: allá adentro había quedado el Zippo con sus iniciales, en medio de la sala destruida. 

Tampoco el domingo los informativos mencionaron el asunto. Se sintió aliviada… había sido un buen golpe, nada más. El tipo ya estaría pronto para otra… 

El lunes en el trabajo, el ambiente estaba normal, como siempre. No había indicios de que el episodio se hubiera comentado. 

Cuando se encontró con él, no le mencionó lo ocurrido. Pensó que la idea de fomentar sus celos era bastante rudimentaria, y había comprobado que los procedimientos necesarios podían ser muy peligrosos. No era cuestión de mejorar el estado civil a costa de la vida. Su tiempo prudencial se había agotado. Sin más trámite le descargó la pregunta a quemarropa, y sin esperar respuesta se despidió con un "Pensalo, nos vemos mañana". 

Le salió bien. Él se decidió por ella. Al poco tiempo vivían juntos, formando una pareja sólida que prosperó.   

Tal vez se habría olvidado de aquel hombre… pero a veces, cuando fuma, añora aquel precioso Zippo plateado con sus iniciales, que dejó en la mesita en su retirada frenética. Se inventa la imagen del cantinero, sentado en un taburete, sonriéndole, con la cabeza ensangrentada, usando el Zippo para encender un cigarrillo. Cosas locas, que no le quitan el sueño… 




23.11.2007 17:40

Casi a las ocho, cuando Sofía estacionó el auto en Garibaldi y Ocho de Octubre, todavía no había oscurecido totalmente.  Era una noche tremendamente calurosa, de atmósfera pesada. 

Antes de entrar al bar, esperó a Elena y Amanda, que descendían de un taxi.  Mariana había llegado antes  -como siempre-  y levantaba el brazo muy sonriente desde una mesa ubicada justo bajo el aparato de aire acondicionado. 

Eran amigas de toda la vida.  Se habían jubilado las cuatro casi juntas el año anterior, y lo festejaban infaliblemente una vez al mes.  Les gustaba salir entre semana, ya no había que padecer las aglomeraciones de los feriados porque se habían terminado los madrugones.  

Tomaban unos cuantos whiskys con picadillo y más tarde, café y sándwiches calientes hasta determinar por unanimidad que Sofía estaba en condiciones de conducir... no fuera cosa de llevarse un árbol por delante y al otro día salir escrachadas en los diarios como “cuatro sexagenarias en estado de ebriedad”. 

Pero esa noche fue diferente.  Mariana se había quemado con el horno y le dieron antibióticos.  Elena había presenciado un robo violento en la calle y tomó un sedante.  Amanda había discutido con su hijo y estaba sintiendo la gastritis.  Sólo Sofía podía tomar alcohol... pensó si estaban en “el Pecos” o en un cotolengo, pero obvió los comentarios y las acompañó con refrescos.   

Se habían divertido al máximo, como siempre.  A la una y media, Sofía ya las había repartido a todas y estaba de regreso.  Conducía por Rivera hacia el este con las ventanas abiertas y escuchando tangos en radio Clarín.  La calle estaba desierta, la detuvo el semáforo de Comercio y encendió un cigarrillo.  Fue en ese momento, al levantar la vista, que la vio.  Si hubiera tomado whisky, habría pensado que era un ovni, pero no. Era verano, hacía un calor de locos y había más humedad de la tolerable... simplemente, era la luna llena... ¿simplemente...? 

La visión era increíble... aquel círculo perfecto, enorme, de un amarillo casi naranja, parecía apoyado  -allá arriba-  en la azotea del edificio de la esquina con Atlántico.  Sofía se sintió cautivada por aquella maravilla... pensó que era la refracción, ilusión de óptica... pero razonar no adelantaba nada, seguía ahí, mirándola, como si no existiera nada más que la luna y ella.  El cambio de luces la volvió a la realidad... ¡amarilla!  Se había pasado la verde “mirando la luna”... aceleró y cruzó antes de la roja.   

Sofía era tan estricta para conducir, que no le importaba la hora ni la soledad de las calles para obedecer las ordenanzas.  Detenía el auto en cada semáforo.  Aparcaba para atender el teléfono celular o para hacer una llamada.  No encendía un cigarrillo si no podía detenerse para hacerlo. Si llegaba a vérselas mal, contaba con su spray paralizante, y con su coche, el arma más eficaz en caso de necesidad...

Se sintió en falta por la dilación de su reacción. Había acelerado tanto, que el auto le pidió la cuarta en menos de una cuadra... le obedeció, estaba compenetrada con esa máquina al punto de sentirla parte de su propio ser.           

La luna seguía ahí, quieta, inmóvil, inmensa, parecía más grande cuanto más cerca estaba, como si fuera realmente a alcanzarla. Había llegado al cruce con Asturias  -el final de la bajada-  y emprendía el repecho más rápido de lo que acostumbraba conducir... la luna la embriagaba, no podía desprender la vista de aquel portento.           

No recordaba cuándo había bajado del auto y no podía entender qué estaba haciendo ahí, sentada en el murito de ese edificio, justo el que tenía la luna en su azotea.  Tampoco sabía por qué observaba sin hacer nada todo ese ajetreo ahí abajo... policía, bomberos, ambulancia. Con seguridad iban a pedirle su declaración, pero cuando dijera que no había visto nada, la tomarían por idiota... se acurrucó bajo la azalea que desbordaba el muro, deseando que no la vieran. 

¡Cómo había quedado ese coche!, aserraron el metal retorcido para liberar a los ocupantes, pero la camilla se llevó un solo cuerpo, totalmente cubierto. 

Cuando vino el guinche a recoger las piltrafas restantes, pensó que ya en pocos minutos podría salir de su improvisado refugio y cruzar la calle para volver a ver la luna.           

Fue entonces  -cuando el hombre terminó su labor y ya se iba-  que vio brillar algo en la caja del camión, entre los restos del auto siniestrado.  Era la matrícula, titilando a la luz de la luna... la matrícula de su auto.




17.06.2007 03:24

Al salir del trabajo, Daniela fue al supermercado a comprar alguna cosita rica para llevarle a Florencia. Como todos los sábados, iría a pasar la tarde con aquella encantadora mujer que conocía desde que era niña, cuando pedía esperanzada: "¡Mamá! ¿puedo ir a la casa de la vecina de al lado?" Florencia ya era viuda en ese entonces, vivía sola y le dedicaba gustosamente su tiempo tejiendo o cosiendo alguna ropita para sus muñecas con sobrantes de lana colorida y retacitos de telas bonitas y brillantes. Para Daniela, Florencia era "su otra mamá", y después que se mudaron siguió visitándola una vez por semana.

Recorrió la góndola de las golosinas y eligió una caja redonda de metal pintado con galletitas surtidas. Llevó también una bolsa de grissines saladitos y un paquete de yerba Sara, la preferida de Florencia. Salió del Centro hacia Goes, imaginando mientras conducía la linda tarde que le esperaba. Tomarían mate y charlarían de todo un poco, como siempre. Estacionó en Porongos y Colorado, bajó su paquetito y tocó el timbre. Radiante de alegría, Florencia le anunció: "Recién saco del horno la pizzeta con aceitunas que tanto te gusta… ¿sentís el aroma?" 

Reían las dos contándose las novedades de la semana, cuando Florencia abrió la caja de galletitas, tomó una y la retuvo en la palma de la mano. Con un dejo de nostalgia, recordó en voz alta la historia de las galletitas rotas, aquellas que compraba con su marido en Colorado y Guaviyú, en la casa de un empleado de la fábrica cercana. Eran las galletitas del día que se quebraban y no servían para empaquetar. Se las daban muy baratas y el señor podía venderlas a los vecinos por la mitad del precio de plaza. Las bolsas de plástico transparente ostentaban un delicioso y aromático medio kilo de galletitas surtidas, dulces y saladas por separado. Pero esa familia se había ido del barrio  -nunca pudo saber a dónde-  y se quedó sin sus galletitas rotas para siempre.

Daniela conocía esa historia desde hacía mucho. Poco tiempo atrás  -la primera vez que Florencia la revivió-  le dijo que Anselmi seguía trabajando y en todos lados había galletitas surtidas. "Ya sé  -le había respondido ella-  las vi en el mercadito. Pero están empaquetadas… no es lo mismo". Esta vez, Daniela la escuchó sin hacer comentarios y cuando cayó la tarde, se fue. Durante el regreso pensó mucho, estaba preocupada. Florencia tenía muchos años pero era fuerte, de buena salud, su mente trabajaba perfectamente, era cuidadosa en su alimentación, se movía mucho y con destreza. Tenía su casa prolija y ordenada, el fondito bordeado de macetas con plantas y flores de todas clases;  manejaba su economía con precisión y sus conversaciones sobre cualquier tema eran coherentes, agradables y hasta instructivas… ¿qué le estaba pasando ahora?

Durante la semana, Daniela la llamó varias veces por teléfono y la notó bien, como siempre, pero aquel asunto no dejaba de inquietarla. El sábado hizo su compra habitual y fue a verla. Cuando llegó, le dijo: "No te muevas de acá, hoy preparo todo yo, vas ver la sorpresa que tengo para vos". Fue a la cocina, cerró la puerta y puso sobre la mesada lo que había comprado: un paquetito de bolsas plásticas transparentes y una bolsa de medio kilo de galletitas dulces, surtidas, de Anselmi.  

Respiró hondo, cerró los ojos y descargó con fuerza el puño cerrado sobre la bolsa de galletitas. Forró la panera con una servilleta y le puso la mitad del contenido. Metió el resto en una de las bolsas nuevas, arrolló el envase original, lo escondió en su cartera con las bolsitas sobrantes y salió, mostrándole a Florencia las galletitas rotas en la panera y la bolsa transparente con el resto: "¿Qué te parece? ¡Mirá!, las extrañabas tanto que te las conseguí".

Florencia se le acercó, miró todo aquello y la abrazó emocionada: "Yo sabía que vos andabas buscando a esa familia, aunque no me decías nada… ¡los encontraste!". Daniela se sintió culpable por estarla engañando, pero no se detuvo. "Sí, me costó pero los encontré, ahora puedo traerte tus galletitas rotas cada vez que quieras, no viven lejos". 

Tomaron mate y charlaron de mil cosas comiendo las mágicas galletitas… Florencia estaba feliz y Daniela sintió que su actitud había sido acertada.

Fueron pasando los sábados con sus lindos encuentros y Florencia no volvió a relatar esa historia, ni reiteró nada más que ya hubiera contado… ¡aquello había sido pasajero y estaba bien, como siempre!  Eso sí… de vez en cuando, algún sábado de mañana, llamaba a Daniela al trabajo para pedirle que le llevara las galletitas rotas…




17.06.2007 02:45

Ramón Pérez y Hortensia Martínez se habían conocido en el caserío. Se cruzaban casi a diario, camino del almacén, y así empezaron a saludarse. Hortensia era bonita y un poco pretenciosa, tenía tantos admiradores que estaba dispuesta a elegir bien. Ramón era simpático, movedizo, no muy alto; su mayor atractivo era su voz. Cada vez que él le hablaba, ella sentía ganas de suspirar. 

Antes de darle su consentimiento, Hortensia quiso saber las costumbres de Ramón; si tenía defectos, debía conocerlos a tiempo. 

Él era un muchacho honesto y trabajador. No tenía vicios ni malas costumbres, pero se sabía muy curioso, y le pareció bien que ella lo supiera. 

Para Hortensia, la curiosidad no era un defecto; lo aceptó y se ennoviaron. Todo siguió su curso normal, se llevaban bien y se querían, así que al poco tiempo fijaron fecha para casarse. 

Los dos eran muy apreciados y la noticia alegró al barrio entero. Los vecinos empezaron a organizarse para prepararles una fiesta, poniendo cada uno lo que humildemente estuviera a su alcance. 

El rancho grande de doña Celeste sería el lugar más apropiado. Los hombres blanquearon los muros de adobe, apisonaron el suelo y armaron una larga mesa con tablones y caballetes improvisados. Las mujeres adornaron todo con papeles de colores; las más jóvenes se dedicaron a preparar pasteles y pizzas mientras las mayores hacían una hermosa torta de bodas de tres pisos.  

El vestido de novia de la bisabuela, se luciría por cuarta vez en la familia, adornando el estilizado cuerpo de Hortensia en la capilla cercana al caserío, tan espléndido y reluciente como si lo hubieran diseñado para ella. 

Los vecinos llevaron sus lámparas al rancho de doña Celeste y las distribuyeron adentro y en la entrada, prontas para encenderlas cuando llegaran los novios.Posaron la torta en el centro de la mesa, sobre un círculo de papel blanco prolijamente recortado como una bonita puntilla. 

El padre de Ramón convirtió su arma de trabajo cotidiano en carroza nupcial, cubriendo el carro con una sábana grande, trenzando la crin de su caballo y colgando un cascabel en el arnés. 

Todo era bullicio, movimiento y algarabía entre aquella humilde gente que tendría esa noche una fiesta feliz. 

Ya estaban por salir para la capilla, cuando las nietas de doña Celeste quisieron ver la torta. Estaba hermosa, sí… pero no tenía esos lindos muñequitos que habían visto en los escaparates de las confiterías del Centro. Rápidas y decididas, corrieron al basural; sabían que allí podrían encontrar algo que supliera a la convencional parejita de novios.  

-Tienen que limpiar muy bien lo que traigan  -les dijo doña Celeste-  No vayan a apoyar cosas sucias en la torta, por favor. 

Ya se acercaba Hortensia al altar, del brazo del padrino, cuando las gurisas llegaron corriendo, contentas de haber logrado su cometido.

Después de la ceremonia, volvieron todos juntos, rodeando la carroza de los novios y tirándoles el arroz que habían recolectado para la buena suerte de la pareja.La primera en entrar al rancho grande fue doña Celeste. Cuando empezó a encender las lámparas dio un grito…  

-Pero ¿qué hicieron, chiquilinas? ¡Que no entren los novios, por favor!  

Nerviosa, maldiciendo, retiró los muñecos de la torta: una hormiga y un ratón… 

-Esto es de mal agüero, gurisas… ¿cómo se les pudo ocurrir traer esos muñecos? 

Alisó el baño de la torta con los dedos, tiró los muñecos para el fondo sin que nadie la viera y se acercó a la puerta para hacer entrar a los novios, que no se habían percatado de nada. 

-Mirá lo que han hecho tus gurisas  -le dijo a su hija-  ¿Acaso vos nunca les contaste el cuento del ratón Pérez y la hormiguita Martínez…? Poner una hormiga y un ratón ¡en esta torta...! Es mala suerte… Nosotros no tendremos una olla con chocolate, pero el Ramón es muy curioso y me da miedo lo que pueda pasar… 

-Mamá, por favor… eso se llama superstición, ¿sabías? 

La fiesta continuó en medio de la alegría general; comieron, brindaron y bailaron hasta que llegó el momento de cortar la torta. Ramón y Hortensia tomaron un cuchillo y los dos juntos cumplieron el ritual. Doña Celeste y la madrina continuaron repartiendo los trozos mientras los novios aplaudían y se besaban. 

De repente, se oyó un ruido en el fondo y los perros ladraron. Antes que nadie pudiera detenerlo, Ramón corrió a ver qué pasaba, en medio de la oscuridad del pastizal. 

En el rancho grande se hizo un silencio expectante. Se oyeron los pasos rápidos de Ramón, que cesaron al escucharse el disparo. 

Doña Celeste abrazó a la novia mientras los hombres descolgaban una lámpara y corrían a los fondos del rancho. Sólo encontraron silencio, y el cuerpo de Ramón, boca abajo, en la tierra.

Así en aquella fiesta, Hortensia Martínez se había quedado viuda la misma noche de su casamiento, como la hormiguita del cuento; porque a Ramón Pérez, igual que al ratón, lo había matado la curiosidad…



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