Eliza y Miguel
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Cuentos de Eliza

17.08.2013 18:44

El militar, ya veterano y con alto grado, explica que todo subordinado está obligado a cumplir órdenes de sus superiores y no tiene autonomía para tomar decisiones propias. Lo dice firme, haciendo sonar sus palabras como ley universal, convencido de su verdad.

El periodista lo imagina años atrás, sin galones, procediendo en consecuencia de sus actuales máximas. Deduce que está hablando por experiencia propia, pero prefiere que lo diga su interlocutor. Le hace la pregunta concreta, y recibe la respuesta afirmativa.

El militar se distiende, conforme de estar siendo comprendido. El periodista aprovecha el dato y va al grano: le pregunta si a él también lo mandaron secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer. La respuesta ahora, es rotundamente negativa.

El periodista entonces, quiere saber si otros recibieron esa clase de órdenes. El militar  –otra vez parado sobre el reglamento– asegura que no. El periodista se disculpa de su ignorancia, y le señala que no comprende cómo fue posible que tantos subordinados actuaran por sí mismos, contraviniendo un estatuto tan riguroso.

El militar le dice que nunca supo que ocurriera tal cosa. Le da una breve retórica de los riesgos de la guerra, las bajas de ambos lados, el cumplimiento del deber, la defensa de la patria...  y da por terminada la entrevista.

El periodista interroga a las víctimas. Todos acusan, dan nombres, apellidos, apodos, citan lugares, fechas, acciones concretas... Versiones que  –para el resto de los incautos–  van tomando forma y por lo menos, hacen dudar de la estricta rectitud militar.

Tiene las dos puntas de la madeja... pero no puede hallar el centro. Trata de entrevistar a los acusados. Algunos aceptan, otros no.

Unos le confirma todas las suposiciones, aunque aseguran que vieron, oyeron, y callaron... pero no participaron. Otros le aseveran que jamás existió tratamiento inadecuado hacia los presos políticos.

Los más audaces se ríen, los más cobardes acusan a otros... obviamente a uniformados de otro régimen, que  –por lo tanto y para ellos–  son los autores de cualquier acción fuera de lugar, justamente porque no tienen adiestramiento militar... ¡faltaba más!

Individualmente todos son "hábiles declarantes". En conjunto, las versiones son antagónicas, incoherentes, insolentes, descaradas, insultantes... ridículas.

El periodista no sabe qué hacer... busca jueces, fiscales... El resultado es el mismo. Unos que sí, otros que no. Lo vapulean por todos lados. Está cansado, no consigue terminar su artículo con una pizca de veracidad, con un término medio creíble... aceptable, por lo menos.

Sabe que no puede dejarse llevar por su opinión personal... él tampoco es autónomo... Necesita confirmar datos, conseguir pruebas irrefutables.

Vuelve a su oficina, relee apuntes y escucha grabaciones una y mil veces... Pone a prueba su sentido común tratando de encontrar una pista que descubra la verdad. Se hace la noche y sigue ahí, trabajando en su nota inútilmente.

Entonces viene el jefe... Al descubrir por qué no se fue todavía, le da otro acertijo a resolver: la señora, los nenes, las cuentas, la comida...  todas esas cosas que puede solventar con un horario y una labor que cumplir... sin meter los dedos en el ventilador...

El periodista  –en un rapto de dignidad irreflexiva–  le habla de la noble misión de comunicar informando la verdad... una verdad que existe, aunque no sabe quién la tiene...

El jefe le palmea el hombro y lo consuela: "Andá a dormir, muchacho, estás un poco confundido. Y si mañana querés volver, dejate de quijotadas y pensá que esa verdad... ¡más te vale que siga en manos del Gran Bonete...!" 

Eliza

Nota: El Gran Bonete, juego para niños:

http://www.folkloredelnorte.com.ar/jbonete.htm




02.08.2013 16:29

La despertó su propio grito y se vio separando de sí la ropa de cama con desesperación. Le dolía el cuerpo, le ardía la piel, transpiraba y respiraba con dificultad. Seguía viendo la escena nítidamente. Aquella mujer envuelta en llamas se abalanzó sobre ella con una fuerza colosal, la arrastró en el impulso y le cayó encima. De espaldas en el suelo, el dolor del golpe le impedía zafar del cuerpo exánime que la estaba chamuscando y el tufo del pelo quemado no la dejaba respirar. Nunca había soñado algo tan real.

Se sentó en la cama y miró el reloj: faltaban 15 minutos para que sonara el despertador. Se levantó despacio, le costó moverse para llegar hasta el baño. Se metió bajo la ducha y se quedó un rato quieta, dejando que el agua le quitara los efectos físicos raros que le produjo la pesadilla.

Envuelta en la bata fue a la cocina a hacerse un café. Lo tomó despacio, fumando un cigarrillo y buscando el motivo de haber soñado que la dueña de la empresa en que trabajaba, en su muerte violenta, casi se la lleva consigo... Si bien era una mujer caprichosa, malhumorada y bastante agresiva, hacía varios años que era su asistente y había aprendido a sobrellevar estoicamente sus arranques despreciativos. No podía decir que la amaba, pero jamás había pensado ni remotamente en su muerte. Le ofrecía eficiencia, paciencia y respeto y a cambio recibía muy buena paga.

Un sueño así tenía que significar algo... ¿pero qué?

Volvió al cuarto, tendió la cama y se vistió. Tenía más ganas de quedarse en casa que de ir a trabajar, pero salió hacia la parada del ómnibus, como todos los días.

Encontró asiento y se dispuso a revisar las anotaciones en su agenda, encauzando sus pensamientos hacia las obligaciones del trabajo. Las llamadas telefónicas eran prioridad, todas para cambiar la fecha de las citas ya programadas con algunos clientes y proveedores importantes. Era una tarea que se repetía con demasiada frecuencia y la ponía en la situación incómoda de tener que dar una disculpa creíble, ante la evidente insensatez de una ejecutiva poderosa y desconsiderada.

No quería pensar en ella y no sólo no lo lograba, sino que la veía como en el sueño. El presentimiento de que algo malo iba a ocurrir en la empresa la estaba poniendo nerviosa. Con la intención de volver a casa se bajó del ómnibus. Nunca había faltado, ni llegado tarde... la llamaría para decirle que estaba enferma, más de unos gritos e insultos no iba a recibir...

Ya en la calle, en vez de dirigirse a la parada de enfrente, siguió caminando hacia el trabajo. Faltaban seis cuadras, tenía tiempo de retroceder y se esforzaba por intentarlo, debía ganar esa lucha interior entre la responsabilidad y el temor por ese mal presagio que iba creciendo dentro de ella. Se detuvo y retomó el camino varias veces.

Le vinieron a la mente los trances injustos que había vivido más de una vez, cuando frente a un cliente enojado por algún incumplimiento causado por capricho, la dueña en vez de hacerse cargo, la culpó descaradamente a ella, llegando a insultarla delante del damnificado. No quería ver a esa mujer, por lo menos no ese día... pero seguía caminando cada vez más rápido.

Estaba llegando; a menos de media cuadra estaba la empresa, a la vuelta de la esquina. Dobló, apurada, caminó unos metros y se detuvo en seco. Se quedó parada un minuto hasta que dijo en voz alta: "¡Maldito sueño!, no puedo ir, es un mal día, ¡no voy!"

Decidida, retrocedió. No había dado tres pasos cuando sintió la explosión. Por la puerta de la empresa, junto a la avalancha de vidrios y cascotes, vio salir despedida a la dueña envuelta en llamas y caer inerte, boca abajo en la vereda.

Eliza




22.05.2013 18:50

Alrededor de la mesa del simpático café de barrio que solían frecuentar, un grupo de amigos pasaba la mayor parte de sus horas libres entre amenas charlas, cervezas, algo simple de comer y mucho café. Desde chicos, asistiendo al mismo club deportivo, se habían hecho inseparables. Independientemente, cada uno cumplía lo suyo con efectividad. En grupo, sin tendencia política, les importaba lo social, buscando formas eficaces de solucionar problemas a corto plazo y aportando  también su tiempo para lograrlas. Eran tres muchachos y una chica: Diego, Matías, Dante y Sara.

–Cómo demora Diego –dijo Dante–, mirá si este gil no le arregló las luces al auto y lo pararon los zorros grises, porque en casa de herrero...

–De gil no tiene nada; le cambió los fusibles esta mañana  –aseguró Matías–. Debe estar atendiendo a algún cliente apurado. Miren, ahí viene la camioneta. 

–Vamos pidiendo las pizzas  –dijo Sara–, tengo hambre.

–¡Hola, gente! –saludó Diego–, me apareció un trabajito urgente y lo pude cobrar bien, así que hoy invito yo... ¿pidieron algo?

–Sí, ya vienen las pizzas  –respondió Dante–, Sara vive a dieta pero acá en el bar se olvida y no hay demora que la contenga...

–¿Y vos cómo sabés que Sara vive a dieta? –preguntó Matías–. Vamos, che... ¿ustedes tienen algo para contarnos? No me mires así, Sarita... ¿qué tiene de malo si cayeron en desgracia? Lo que no se puede es ocultarlo, ¿ta?

Todos rieron y cuando vino el mozo Dante le pidió una botella de vino blanco.

–Ésta va por mi cuenta. Ya que nos descubrieron, brindemos por Sara y por mí. Ya van a caer en desgracia ustedes también y después de las bromas obligatorias de las que tampoco se van a salvar, tendrán que pagar un vinito como hago yo ahora.

Al final de la tertulia, Dante y Sara se fueron juntos, como tantas otras veces... aunque esa tarde  –ya no había por qué ocultarlo–, subieron al auto de él, tomados de la mano.

Diego y Matías caminaron hasta la camioneta. En el trayecto no se dio el diálogo acostumbrado, comentando cualquier cosa de las dichas frente a grupo.

–¿Que te pasa?  –preguntó Matías–. Entraste contento, compartiendo tu platita recién cobrada... y después te quedaste como "en otra"... ¿me querés contar?

–Estoy cansado, me gusta mi trabajo y sobre todo cómo rinde, pero a veces me paso de rosca y después se me viene el día encima.

–No, loco; a mí, no. Todo eso es muy cierto pero es la historia de tu vida y nunca te privó de parlotear toda la tarde... Si no querés decirme, está bien y no me meto, pero versos, no.

–Disculpame. Vos y yo siempre fuimos confidentes y algunas cosas no las hablamos con el grupo... Nunca me imaginé que Sara y Dante...

–Así que fui yo el que te jodió la tarde... porque fue mi pregunta lo que dio pie a que se sinceraran... Ni sospechaba que te gustaba Sara... Lo de ellos se iba a saber de todos modos, pero yo tuve que ser el disparador...  justo, yo, hermano...

–No me jodiste nada, fui yo que me jodí la oportunidad, y eso no es de ahora. Si le hubiera hablado cuando empecé a sentir algo por ella, tal vez en ese tiempo ni Dante ni ella se habían fijado uno en el otro. Pero no, Sara nos trataba a todos por igual y pensé que si la abordaba podía oscurecer esa amistad asexuada que siempre exisitó entre nosotros. Ni siquiera se me ocurrió nunca ofrecerme a llevarla... cuando salía del bar contigo, Dante ya le estaba abriendo la puerta de su auto. Y eso tampoco me sugirió nada, a él le queda de paso llevarla, y a mí llevarte a vos. Me faltó todo lo que a Dante le sobra... es posible que sea mejor así... por ella, digo. Se merece un tipo decidido y yo... soy demasiado reticente. Viéndolos felices lo voy a superar, los quiero a los dos.

–Sos un gran tipo  –dijo Matías–, y esa forma tan tuya de enfocar las cosas te va ayudar a pasar el trance... Me alegro de haberte empujado a que dieras el primer paso: te desahogaste conmigo; es un buen comienzo.

Las reuniones en el café del barrio continuaron, los novios sin alardes frente a los amigos–, seguían juntos, las charlas de siempre se sucedían y Diego... volvió a su comportamiento acostumbrado. Su sentimiento hacia Sara permanecía dentro de él, enquistado y sin atormentarlo. Ella estaba feliz y eso lo conformaba.

Unos meses después, Dante menguó la frecuencia de sus visitas al bar. Sara asistía, justificando la ausencia de su novio ante sus amigos. Trataba de variar: o eran horas extra en el trabajo, o reuniones con clientes, o alguna otra excusa más o menos creíble. Una tarde lluviosa de invierno entró sola  –una vez más–, y se veía preocupada.

–¡Lindo día para que tu media naranja te deje a pata!  –dijo irónico Matías–. ¿Qué le pasó esta vez? ¿Tuvo que ir a descular hormigas?

–¿Por qué no me llamaste?  –le reprochó Diego–, sabés que te hubiera ido a buscar...

–Fue a repartir comida caliente a la gente en situación de calle –explicó Sara–, son tantos que los del club le pidieron ayuda.

–¿Y eso desde cuándo?  –preguntó Diego–, siempre me llamaron a mí... mi camioneta carga mucho más que el auto de él y la entrega se hace más rápido...

–¿Servicio, solidaridad...?  –no pudo aguantarse Matías–, mirá vos cuánta sensibilidad que no le conocíamos. El Dante que yo conozco decía: "dejad que los pobres vengan a mí... es más cómodo que tener que ir a buscarlos". ¿Te olvidaste de su frase matadora?

–No me des manija, ¿querés?, no estoy de humor. Mejor pedime un café... tengo frío.

Las dos tardes siguientes sólo Diego y Matías estuvieron en el café. De Dante no se sabía nada y Sara no contestaba el teléfono. Preocupados por ella, al salir fueron a su casa. Los recibió de salto de cama y lentes oscuros.

–¡Qué sol hay aquí adentro, Sarita!  –dijo Matías riendo–, seguro que te dio fotofobia...

–¿Qué te pasa, Sara?  –preguntó seriamente Diego–.

–Estoy muy resfriada, tengo los ojos inflamados.

Fueron a la cocina, se sentaron los tres y ella les sirvió café. Tenía el pelo desordenado sobre la cara y su aspecto era extraño. Le preguntaron por Dante y ella desvió la conversación. Entonces Diego, con un impulso instintivo... le quitó los lentes.

–¡Hijo de puta! –gritaron los dos amigos al unísono–.

–Por favor, déjenme sola  –pidió Sara entre sollozos–.

–No. De acá no nos vamos hasta que nos digas toda la verdad –dijo Diego–. Esto está bien claro,  pero queremos escucharte.

–Y después de oírte  –aseguró Matías–, sola no te quedás. O te venís con nosotros o uno de los dos se queda contigo... y el otro va a arreglar cuentas con el "valiente".

Sara les contó... lo usual. Dante había ido perdiendo el interés y estaba saliendo con cualquier otra, sin siquiera inventar disculpas mentirosas. Cuando ella le reprochaba discutían y esta última vez... ... ...

–Por favor, no me pidan que lo denuncie...

–No. No va a ser necesario que te expongas ni que te rebajes  –dijo Diego–.

–Ni te va a levantar la mano ni se te va a acercar nunca más –dijo Matías–, dalo por hecho.

Se fue con ellos. La madre de Matías la adoraba, la abrazó y le ofreció esa contención de madre que le prodigaba a los amigos de su hijo cada vez que era necesario. Ellos salieron en busca de Dante. Lo encontraron en su casa y cuando abrió, entraron sin preguntar si podían. Estaba con una mujer.

–Vos vestite y mandate a mudar  –le dijo Matías a la mujer–.

–Y vos vestite también –dijo Diego–, un hombre desnudo está en inferioridad de condiciones.

–¿Qué van a hacer?  –preguntó Dante con tono provocativo–, ¿son patoteros ahora?, ¿me van a reventar entre los dos?

–No; ya quisieras, para después dar vuelta la torta a tu favor –respondió Diego–. Vas a pelear sólo conmigo, a ver si me podés dejar un ojo negro...

–Yo sólo voy a ser testigo, hijo de puta –dijo Matías–, y me voy a ocupar de que entiendas bien clarito que si te volvés a acercar a Sara... no te salvan ni los años de cana que me pueda comer por boletearte. Me conocés bien, sabés que no digo estas cosas por joder y cuando me la juego por alguien que lo merece me importan una mierda las consecuencias.

Diego y Dante se enfrentaron. Se dieron unas cuántas y ambos rostros denotaban una pelea pareja. Matías –como un árbitro–, miraba y esperaba... cuando al fin Diego le acertó al ojo de Dante con un buen golpe... dio por terminada la pelea:

–Vamos, hermano  –dijo–, ya fue suficiente.

–Y vos ya sabés, cobarde  –advirtió Diego–, ¡lejos de Sara, lejos del bar y lejos de nosotros dos!, ¿entendiste? Mirá que a mí tampoco me importaría pagarte por bueno... y ganas de hacerte desaparecer del todo, no me van a faltar nunca.

Esa noche comprendieron que Dante no era como ellos. Lo habían tratado muchos años sin que se diera una situación crítica que evidenciara el lado oscuro escondido en su personalidad. Para Diego y Matías, que siempre habían sido auténticos, una prueba de fuego no hizo más que afianzar su afecto y su lealtad.

Y sí, Dante era mal tipo... pero no era gil. No volvió a aparecerse nunca más. Sara superó el trance, apoyada siempre por sus dos fieles amigos. Y Matías, viendo que Diego seguía durmiéndose en los laureles, un buen día, en la tertulia del bar, no aguantó más:

–Sarita: con el derecho que me otorga la amistad verdadera que tenemos los tres, y viendo que Diego no se va a animar nunca... te declaro su amor, fidelidad y todo eso que tiene que tener un tipo –y que a él le sobra–, para pretender que vos lo aceptes como novio. Y después, ¡quiero ser el padrino del casorio!

Diego se tapó la cara con una mano y miró a Sara de reojo... ella estaba sonrojada, pero tragó saliva y dijo:

–Gracias Matías, ¡acepto!, yo también lo quiero.

Esa declaratoria tan inusual también tuvo un broche final poco corriente: los tres amigos se dieron un fuerte abrazo antes de que la pareja se besara.

Eliza




13.04.2013 20:26

Desde muy jovencita, Justina Robles tuvo conducta. Se abrió camino por sí sola, estudiando y trabajando. Sin desechar ninguna ocupación honesta, se fue preparando para lograr la que llenara sus aspiraciones económicas de acuerdo a los conocimientos adquiridos. Cuando la encontró, con un horario fijo que le dio más tiempo libre, ocupó buena parte en acrecentar sus entradas confeccionando diversas prendas que vendía a sus colegas de trabajo.

No tenía gustos caros; compraba lo necesario para estar cómoda, sin privaciones. Sus diversiones tampoco implicaban grandes gastos: la cuota de un club deportivo y salidas con amistades repartiendo la consumición.

Cuidadosa al máximo, celaba cada una de sus pertenencias. Cada cosa que fue adquiriendo siguió con ella sin necesidad de reposición o recambio. Así fue ahorrando, se compró una moto, y más adelante un auto. El día en que heredó la casa paterna, dejó de ser inquilina para convertirse en propietaria.

Era joven todavía, cuando empezó a pensar que poseía muchas cosas materiales que además, tenían para ella un valor afectivo inconmensurable. Al no tener descendencia, le preocupó el destino que llevarían sus bienes cuando dejara este mundo. Todo lo suyo era tan querido que la asustaba la idea de que cayera en manos del fisco que seguramente, lo dejaría librado al abandono y al momento de pensar en darle giro ya sería un montón de ruinas y chatarra.

Entonces resolvió testar. Sólo tenía que elegir muy bien al destinatario. Debía ser alguien con quien tuviera una relación de afecto recíproco, de menor edad, con condiciones similares a las de ella, y que tuviera la sensibilidad suficiente para valorar las cosas con aprecio. Quien fuera, ni siquiera tenía que enterarse... ya recibiría la sorpresa llegado el momento.

Se decidió por una quinceañera a la que había apoyado mucho, brindándole un afecto casi maternal, encaminándola en la vida y potenciando sus condiciones para convertirla en una futura profesional emancipada. Estaba orgullosa de esa niña quien a su vez, le demostraba su cariño permanentemente. Así Justina Robles, tan sana y fuerte como su apellido, firmó su testamento a los 35 años de edad.

Pasaron diez años y la muchacha se recibió, se empleó, se casó... y se olvidó de Justina. Pero lo peor no fue eso, sino una actitud inesperada que implicó mentira y traición involucrando a personas queridas. Demasiado. La señora Robles visitó a su escribano y la chica nunca supo lo que se perdió.

El nuevo testamento beneficiaba a otra joven, también de su entorno, cuyo gran problema era la preferencia de su madre por su hermana mayor. Falta de cariño y de comprensión, sufría una discriminación inmerecida y lo material, aun lo futuro, ya se veía claramente que iría a manos de la otra. Era dulce, simpática y optimista, pero no tenía, para horror de su madre, inclinación por el sexo opuesto sino por el igual. La represión fue tal que se anuló, y su carácter se fue agriando.

Se puso grosera, despreciativa y agresiva, con todos y hasta con Justina, que siempre abogaba en su favor. Hasta que hizo algo tan inhumano y tan terrible que una mujer con la sensibilidad de Justina no pudo perdonar y la alejó de su vida por completo.

Con 55 años de edad, la señora Robles volvía a cambiar el testamento. Esa vez apuntó hacia un hombre joven, hurgador y marginado, abandonado por su mujer y a cargo de varios hijos chicos. Era servicial. Ella le ofrecía changas para ayudarlo y él correspondía con su buena actitud. Fue el primero en presentarse a la clínica, cuando Justina precisó donadores de sangre para una cirugía.

Durante mucho tiempo se mantuvo una relación en que este hombre estuvo pendiente de cualquier cosa que Justina pudiera necesitar, pronto a ayudar en lo que fuera. Un día encontró una nueva compañera y fue contento a darle la noticia. Justina fue a la casucha para conocerla y ahí nomás, sintió que esa mujer la atendía sólo por obligación. Al poco tiempo, el hombre del carrito desapareció, con su familia nueva se fue del asentamiento y nunca más se supo de él.

A esta altura, Justina recordó que una vez, una amiga le pidió que la acompañara a ver un astrólogo y quiso regalarle una consulta. Ella no creía en esas cosas, pero le pareció mal hacerle un desprecio y aceptó. El hombre le dijo que había "un mal aspecto" en su carta natal, que le perjudicaba y complicaba todas y cada una de las situaciones legales en que estuviera involucrada y que le implicaran estampar la firma. Aquella vez, mirando en retrospectiva, se dio cuenta que en realidad, ese tipo de trámites le habían salido siempre mal, difíciles y muchas veces negativos... pero sin darle importancia lo atribuyó a la casualidad. Ahora, sin embargo, ya le estaba concediendo el beneficio de la duda.

Otra vez, a cambiar el testamento. "Me están durando diez años" -pensó- "Por lo menos el gasto es bastante espaciado".

Pero había una persona en quien pensar, que reunía las condiciones necesarias. Era un albañil desocupado que se daba maña para cualquier trabajo de mantenimiento y vivía de las changas que le pudieran surgir. Casado con una mujer que lo ayudaba haciendo limpiezas, la iban llevando como podían. Totalmente analfabeto, era difícil hacerle entender ciertas cosas que se pueden comprobar únicamente por medio de la lectura, sobre todo por esa forma de ser desconfiada que tienen algunas personas criadas en el campo. Así y todo, cuando tuvo un problema de "papeles", mejor que hablarle de leyes y decretos, Justina lo acompañó al juzgado y lo ayudó a solucionarlo.

Por un lado, él hacía su jornal en lo de Justina podando el pasto, cambiando alguna teja o quedándose a cuidar la casa cuando ella tenía que hacer alguna salida demorada. Por otro lado, su señora la ayudaba con la limpieza. Justina les daba todo aquello que, aun estando en perfectas condiciones como todas sus cosas, ya no iba a utilizar y muchas veces como agradecimiento, la señora le trajo algún postre hecho por ella.

No había lugar a dudas, se habían ganado su confianza y todo estaba bien: testaría en favor de uno de los dos... y esa duda fue la que la llevó a cometer un error. Como nunca antes había hecho, los enteró de su intención, para que decidieran a cuál de los dos le dejaba sus bienes. No fue estudiado, ni lo pensaron, respondieron a coro: el destinatario sería él. Y así se hizo.

Cuando empezaron a cambiar las cosas, no había pasado un año todavía... El hombre empezó a trabajar mal, contraviniendo los pedidos de Justina, haciéndole desastres en el jardín y cobrando mucho más de lo acostumbrado. La mujer empezó a limpiar "por donde ve la suegra" y a aparecerse cada vez más temprano, lejos del horario vespertino convenido. Justina no le reprochó el trabajo, pero le pidió que cumpliera el horario. Entonces la señora le dijo que no estaba dispuesta a sacrificarse por un horario y por lo tanto no vendría más. A él no le dijo nada... no tuvo oportunidad porque no lo volvió a ver.

Y ahí Justina volvió a recordar al astrólogo y maldijo la hora en que había aceptado aquella consulta, porque para muestra, ya iban cuatro testamentos más algunos otros trámites fallidos en el correr de toda su vida. Y esta vez, seguro que el deschave había acelerado las cosas.

"Bueno, Robles"  -se dijo- "hasta aquí llegó tu amor". Fue al escribano y cuando el profesional le preguntó a nombre de quién lo haría esta vez, le aclaró que ésta, sería una ¡re-vo-ca-ción! Ningún destinatario, bastaron para ella los trámites nefastos que le hicieron perder la amistad de tanta gente por una infame firma que lo pudre todo. Tenía que creer o reventar, esta quinta vez estaba habilitando al fisco a ponerse en su contra, pero... ¿cuándo el fisco hizo algo beneficioso para ella?, ¡jamás!, así que no le importó para nada, lo malo por venir desde esa parte sería solamente más de lo mismo.

Y dejó de preocuparse por el futuro de sus bienes, porque al fin y al cabo, no se va a enterar de lo que pase. Justina Robles firmó por última vez, no tiene más testamento. Se siente aliviada y hasta le hace gracia imaginarse cómo se las va a arreglar el fisco con el legado que le va a dejar... si es que le deja algo... 

Eliza




18.03.2012 16:22

Subió lentamente las escaleras del Estadio casi vacío y se sentó allá arriba, en la última grada de la tribuna. No sabía por qué había entrado ni qué lo había impulsado a subir tanto. Miró hacia la cancha por un instante, sin interés, y dejó que su mirada se perdiera en la nada. Estaba confuso, tratando sin suerte de hilvanar algún pensamiento, de recordar algo, por lo menos, dónde había estado antes de llegar ahí.

Buscó en sus bolsillos... sólo tenía unos pesos, la entrada y un boleto de estacionamiento, marcado a las 19:30. Miró el reloj, eran casi las 9 de la noche. Había salido en el auto, pero ¿a dónde?, ¿en qué garaje lo había dejado?, ¿y por qué?

Sintió el murmullo sordo de la gente festejando un gol. Los oía más lejos de lo que realmente estaban. Tenía que hablar con alguien, preguntar, tratar de recomponer el vacío instalado en su mente. Bajó las escaleras y llegó a la salida. Afuera, las boleterías ya estaban cerradas, sólo se veían unos cuantos guardias dispersos, en grupos de a dos, y un manisero, avivando el fuego interno de su carrito.

Se arrimó al vendedor y le compró maníes para entrar en conversación. Quería saber si lo había visto llegar al estadio, y empezó contándole que no recordaba nada, ni siquiera dónde había estacionado el auto. El hombre lo miró extrañado, le preguntó si se sentía mal, le palmeó el hombro y lo invitó a sentarse en su banquito. En eso, se oyó una voz a sus espaldas:

-¿Qué le pasa, señor, lo podemos ayudar en algo?

Eran dos policías uniformados, de los que andaban en la vuelta. Les respondió la verdad de lo que estaba sintiendo. Necesitaba volver, aunque no sabía a dónde. Si pudiera encontrar el auto, tal vez recuperara la memoria. Les mostró el boleto, los dos agentes lo guiaron hasta el estacionamiento más cercano, en Avda. Italia y Albo y entraron con él.

-Vamos a ver el coche, pero antes de dejarlo ir, le vamos a llamar una emergencia para que lo revise -le dijo uno de los agentes mientras el otro hacía la llamada por el móvil-, no puede irse sin saber a dónde, no se preocupe, va a estar bien.

Al abrir la puerta, vieron un zapato de mujer en el piso, un taco muy alto asomaba por debajo del asiento. No lo tocaron... se miraron de reojo.

-Parece que andaba acompañado... y que la dama salió apurada... ¿por qué no nos cuenta lo que pasó?

No podía contar lo que no recordaba, pero empezó a ponerse nervioso.

-A ver, déme los documentos -abrieron la guantera y los sacaron ellos-, ¿se acuerda cómo se llama?

-Sí, Mario Suárez.

-¿Y la dueña del zapato, quién es?

-Ella es... no sé... es... no la recuerdo...

Llegó la ambulancia, lo empezaron a revisar y a hacerle preguntas. Tenía la presión un poco alta y el pulso agitado, le dieron un comprimido y querían llevarlo al hospital para hacerle estudios, pero se negó. Mientras tanto los policías, uno con cada uno de sus documentos, hablaban por los móviles. Apareció un patrullero y lo invitaron a subir. Los uniformados de a pie se fueron sin explicar nada; presintió que los motorizados ya sabían lo que le pasaba.

-Vamos a dar unas vueltas, a ver si se acuerda de algo.

Se metieron en el Parque Batlle y enfilaron hacia la fuente luminosa, adelante se veían dos patrulleros con las luces del techo girando y varios haces de luz de linternas moviéndose entre los árboles. Se detuvieron junto a los otros, lo hicieron bajar y sosteniéndolo de un brazo se internaron en el parque. Estaba cada vez más nervioso, sudaba.

-¡Acá!  -gritó uno desde lejos- ¡vengan acá!, ¡traigan más luz!

Había una mujer tirada en el pasto, quieta, con un pie descalzo.

-¿Está viva?

-No sé, a ver... Sí, tiene pulso, pero muy débil, llamá una emergencia, está muy golpeada... pero... ¡es un travesti!

Mario se zafó del agente que lo sujetaba y corrió internándose en el parque.

-¡Alto!, ¡alto o disparo! ¡Correlo, este hijo de puta se acordó de todo!

Uno o dos tiros al aire no lo detuvieron, pero tropezó y lo pudieron alcanzar. Cuando la ambulancia se llevó al travesti, que ya recobraba el conocimiento, volvieron a subirlo al patrullero, ahora esposado.

-Lo reventaste y te tenemos que llevar por agresión, pero más que nada por tarado. Si no nos hubieras hecho el verso de la pérdida de memoria, nunca habríamos sabido quién le pegó.

-No fue verso, me quedé en blanco... me asusté, creí que lo había matado. Es que cuando lo subí al auto pensé que era una mujer y cuando me di cuenta me puse furioso. Se escapó y corrió, pero mal, con un zapato solo, lo alcancé enseguida y le empecé a dar y a dar... hasta que cayó.

-Sos un tipo de mala suerte... nos avisó otro marica de los que laburan por acá y por eso lo encontramos. Si nadie hubiera llamado, se despierta solito y se va, como hacen todos cuando les mueven la calavera. Ya están acostumbrados, ni siquiera van a la seccional a hacer la denuncia. Si el juez que está de turno ahora es el que yo pienso, te va a procesar sin prisión, él tampoco se los banca. Pero igual te vas a comer 48 horas ó un poco más, no mucho. Y para la próxima, aprendé a reconocerlos antes de levantarlos, gil... ¡mirales las patas!, ¿dónde viste una mujer que calce más de 42?

Eliza




15.03.2012 21:13

Esteban Beltrán era un tipo normal, con un poco de todo y sin exceso de nada. A los treinta y pico, nunca se había sentido infeliz, ni tampoco se había detenido a pensar en la felicidad como parte importante de su vida.

Con estudios, amistades y trabajo había llenado su vida casi sin esfuerzo, como dejándose vivir. Encaraba su profesión de forma responsable y con optimismo. Si bien era su medio de sustento, carecía de ambición. No lo apremiaban metas utópicas ni deseos inalcanzables.

Según sus amigos, necesitaba una compañera. Según Esteban, todavía no era tiempo de pensar en eso.

Culminados sus estudios, obtuvo el ansiado diploma y con él, ese lugar preferencial para el que se había especializado. El doctor Beltrán dejó de recepcionar pacientes, armar historias clínicas e indicar análisis y estudios, para integrarse al equipo de cirujanos plásticos de la clínica.

Veía su profesión como la forma de ayudar a la gente a sentirse más a gusto con su propia imagen, y eso lo reconfortaba. Sus colegas, haciendo lo mismo, lo enfocaban de una forma menos altruista: cada paciente era una fuente de ingresos y nada más.

Fue así que se fue ocupando de las cirugías reparadoras, mientras los otros se dedicaban a la estética, no tan necesaria pero mucho mejor remunerada. Era una situación en la que todos estaban cómodos, porque satisfacía las necesidades esenciales de cada uno. Esteban adquiría experiencia y habilidad, y los otros hacían plata.

En la recepción de la clínica empezó a trabajar la joven esposa de uno de los cirujanos, Camila, quien con su flamante título de médico, se abocaba ahora a la misma especialización de todos los integrantes del equipo.

También ella sentía vocación por la cirugía reparadora, y aunque su marido quería impulsarla hacia la plástica, ella prefería presenciar las intervenciones de Esteban y muchas veces mantenía con él conversaciones técnicas que le resultaban instructivas y enriquecedoras.

En la clínica se mezclaban dos clases de pacientes. Por un lado, la clientela de los cirujanos plásticos, que sugiriendo a las damas cualquier retoque innecesario, las habían convertido en un grupo estable de asidua concurrencia. Por otro lado, personas de ambos sexos con marcadas y visibles desfiguraciones, secuelas de accidentes graves.

Las primeras, obsesionadas por la belleza extrema, formaban una especie de clan, mostrándose los resultados de sus cirugías e inculcándose entre sí como obligación, que a ninguna le faltara lo que otras ya tenían. Entre charlas y risas destacaban la belleza de haberse dado volumen en los pómulos, un respingue en la nariz, o pronunciado el arco de las cejas.

Los segundos, aunque descorazonados por un aspecto que verdaderamente necesitaban mejorar, intercambiaban relatos sobre sus lesiones y se daban ánimo entre sí.

Al final de la consulta, los cirujanos solían cenar en un restorán cercano, y en la sobremesa discutían asuntos inherentes al funcionamiento de la clínica. La noche en que celebraban la culminación de la especialización de Camila, los dos plásticos tocaron un tema que anteriormente habían evitado: Los reparadores ya podrían trabajar juntos, y era la oportunidad para sentar sus consultorios en otro lado, de forma que sus horrorosos pacientes no distorsionaran con la élite de las bellezas.

Esteban, asombrado por la alocución, se quedó en silencio. Camila en cambio, visiblemente molesta y mirando fijamente a su marido, aceptó el planteamiento y, mencionando un lindo piso a la venta en un edificio cercano, le pidió apoyo económico para comprarlo e instalarse de inmediato, y así poder reintegrarle el préstamo lo antes posible.

Semejante exposición como respuesta, y en presencia de los otros, le dio el resultado esperado. ¿Cómo podía negarse a invertir en algo que él mismo había pedido? Sin siquiera preguntar el precio, asintió, aclarando que su aporte sería una colaboración no reintegrable.

Esteban comprendió y tal vez todos, que se había gestado una situación ambigua. Cada par de especialistas tendría su espacio, ambas clientelas estarían más cómodas y el apoyo monetario les permitiría la compra de instrumental moderno imprescindible para optimizar su labor. Pero no había sido un obsequio para Camila por haberse recibido... sino una forma hipócrita de reparar una evidente discriminación.

La nueva clínica de cirugía reparadora, con dos profesionales de vocación auténtica, tomó notoriedad en poco tiempo, al conocerse los excelentes logros en un personaje famoso cuyo rostro se había destrozado en un accidente automovilístico. La prensa divulgó el caso, las fotos de cirujanos y paciente ocuparon las portadas de todos los diarios y se hicieron reportajes en televisión. Esteban y Camila habían sido los héroes salvadores de un eminente magnate que se mostró junto a ellos jerarquizando su destreza y capacidad.

El esposo de Camila empezó a tratarla con desprecio, minimizando sus condiciones y llevando la relación a un punto insostenible que culminó en separación. Su colega se mostró indiferente y peyorativo con ella y con Esteban y la antigua amistad entre todos ellos desapareció.

Pero en la clínica de cirugía estética también hubo intervención periodística, aunque por otro motivo. Una paciente se negó a someterse a los estudios y análisis previos a una intervención múltiple, aduciendo falta de tiempo y asegurando excelente salud. Ofreció mejor pago por la urgencia, ambos profesionales aceptaron sin chistar y la dama murió en el quirófano.

Los dos cirujanos plásticos fueron acusados de negligencia y homicidio culposo, se les retiró la licencia y fueron sentenciados a muchos años de penitenciaría.

Sin escuela alguna para moverse en el ambiente carcelario, exteriorizaron su talante despreciativo ante los otros presos y fueron víctimas de una agresión masiva que les dejó el rostro irreconocible. Como no hay en las cárceles atención especial para estos casos, se les practicaron primeros auxilios sin ocuparse de pómulos hundidos, caballetes rotos ni hendeduras en los labios.

También ese insuceso tuvo publicidad, y así se enteraron Esteban y Camila. Lo conversaron, y decidieron ofrecer su ayuda honorariamente, con la condición de que su identidad se mantuviera oculta. Los dos pacientes debían estar anestesiados antes de que ellos entraran al quirófano.

Así se hizo, y los dos ex-médicos, en su calidad de pacientes, nunca supieron el nombre de los benefactores que devolvieron la normalidad a sus rostros. Tal vez lo sospecharon, y por vergüenza, ni siquiera lo hablaron entre ellos.

Esteban y Camila se amalgamaban cada día más, en la profesión, en la conducta, en la solidaridad, en la forma de encarar la función de vivir.

Entonces, Esteban se detuvo a pensar en la felicidad como parte importante de sus necesidades; decidió que había llegado su tiempo de alcanzarla junto una compañera... y Camila se convirtió en la señora de Beltrán. La felicidad existía, y ambos la habían encontrado.

Eliza



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