Eliza y Miguel
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Cuentos de Miguel

10.10.2010 04:29

No sé si la amé o fue sólo sexo, una aventura, tal vez una pasión alocada, sin cordura ni sentido... o no. Lo cierto es que un día nos separamos, civilizadamente, sin pena ni gloria pero un poco lastimados, después de más de cinco años de una relación turbulenta de la que se podían rescatar momentos maravillosos.

Cuando aún seguía en mi recuerdo la imagen de aquella mujer que tal vez amaba todavía, un día, sorpresivamente la vi frente a mí en la calle. Hasta entonces no había sabido nada de ella. Nos saludamos como dos buenos amigos que se reencuentran. Hubo unos segundos de silencio de esos interminables, en que sólo nos miramos a los ojos casi con nostalgia.

Qué lástima, Manuel  –dijo–,  pudimos haber sido felices, pero tenías una forma de ser tan difícil de entender... no es un reproche, te lo digo casi con tristeza porque te amaba... creo que no pude dejar de hacerlo, pero, también soy culpable por ser sensible de más...

Parecía que quería disculparse de todo lo pasado.

–Simplemente no pudo ser  –dije–,  no supimos vivirlo distinto. Siempre lo recordé como algo hermoso en mi vida aunque no haya entendido la dimensión de su significado.

–Me gustó mucho encontrarte  –me dijo–,  tal vez vuelva a suceder.

Con una mirada nos despedimos y una esperanza quedó ahí, colgada... en un ¿quién sabe? Me fui con mis pensamientos llenos de ella, de aquellos momentos que fueron lindos. 

Llegué a mi casa y casi inconscientemente encendí el televisor. Con sorpresa, escuché al informativista enumerar con total frialdad los accidentes del día, entre los que una mujer  –de nombre Marcia Antúnez–  había encontrado la muerte de forma instantánea, arrollada por un automóvil... No lo pude creer, me pareció absurdo y sin sentido... debió ser otra persona y habían cometido un error... pero no, era cierto.

Aturdido, casi como un autómata, concurrí al lugar en que estaba su cuerpo para darle el último adiós.  Al verla no la reconocí... Marcia ya no estaba, se había marchado en aquella mirada de la despedida.

Los siguientes días salí a la calle, buscando su figura tan especial en algún lugar... pero era imposible. Sentí un vacío. Pensé con egoísmo: ¿por qué la habré encontrado?, todo hubiera sido distinto... o no.

Quiero razonar y no puedo.  En algún lugar está, lo sé, y sin duda la encontraré para terminar nuestra charla inconclusa.

Miguel




29.08.2010 18:18

Desde el balcón de su casa, Matías veía la playa y el inmenso mar que se confundía con el cielo en el lejano horizonte.

La figura de una joven mujer le trajo la imagen de Laura con sus 25 años, cuando el destino truncó su vida. Estaba aun lejos. Mientras se acercaba pudo verla mejor. Morocha, pelo corto, alta y atractiva. La vio sentarse en un pequeño muro.

Lo separaban de ella 25 metros y unos 30 años. La joven sacudió sus sandalias, se quitó la arena de los pies, movió un poco las piernas y sacó un peine y un espejo del gran bolsillo de su amplia pollera. Se peinó casi sin mirarse, volvió a calzarse, se levantó y comenzó a caminar. Al pasar lo miró sin sorpresa, mientras su esbelta figura se perdía entre la escasa luz de la tarde que agonizaba.

Matías sintió deseos de correr tras ella, pero desistió. Prendió un cigarrillo y se quedó mirando la muerte del sol entre los árboles. Solo, desde el balcón de su casa buscó, cada atardecer, aquella figura que lo embelesaba, devolviéndole la juventud lejana, el calor... el amor de Laura...

Una atardecer, caminaba por la playa cuando de pronto la vio, bajo la enorme luna de otoño. Iba sola por la orilla, las olas morían como un lamento a sus pies. Ahora no vestía su pollera azul, sino pantalones cortos y una campera. Apenas la reconoció, despojado ya de indecisiones, caminó directamente hacia ella y cuando estuvo cerca se entreparó.

La luna alumbraba directamente el rostro de la joven, destacando sus enormes ojos negros. Más que nunca, los recuerdos de Laura se agolparon en su mente, reviviendo el tiempo en que caminaban juntos por ese mismo lugar.

Matías la saludó con un "Hola, ¿cómo estás?". Ella le respondió con una sonrisa triste. "¿Para dónde vas?", preguntó él por decir algo. "Para ningún lado... sólo estoy aquí", y estiró sus manos heladas hasta tocar las de él. Dos lágrimas lentas rodaron por sus mejillas y su sonrisa se tornó dulce, tierna, complacida.

Matías se estremeció. Quiso pronunciar el nombre amado, pero el extraño momento ahogó su voz y sólo sus ojos pudieron expresar su sentimiento.

Suavemente, ella retrocedió un poco, lo miró a los ojos con intensidad, y con un profundo suspiro que amplió su sonrisa, continuó su camino.

Matías sólo pudo volverse, sin dar un paso. Como en la inmovilidad de un sueño, vio la silueta alejarse despacio, diluyéndose en la penumbra de la playa, para desaparecer del todo casi aun al alcance de su mano.

Comprendió entonces que jamás la volvería a ver. La imagen de Laura se había ido, dejando las huellas de su paso marcadas en la arena, dejándole el sosiego nunca antes alcanzado. Ella permanecía, como antes, como siempre. Y supo que todo estaba bien.

Miguel




08.08.2010 17:21

Vicente Mendieta había nacido allá por el año 45 en Plácido Ellauri y Julio César  --en el corazón del barrio La Mondiola--  a una cuadra de las canteras, que más tarde desaparecieron bajo el relleno; la zona se vendió fraccionada y allí se construyeron grandes edificios y casas hermosas… innovación que  trajo aparejado un acorde cambio de nombre: se le llamó “Pocitos nuevo” y La Mondiola pasó a la historia.

Hijo único de un matrimonio de clase media de aquellos que abundaban en nuestro país, de chico fue a la escuela Paraguay, en Julio César y Rivera.  Era muy inteligente, buen alumno y orgullo de las maestras. Excesivamente generoso, ayudaba a todos sus compañeros y amigos   --de forma casi patológica--   aunque no se lo merecieran.

Cuando se hizo mayor continuó esa línea de conducta, y muchas veces lo tildaron de idiota. Pero Vicente seguía en la misma, una fuerza incontrolable lo obligaba a ayudar. Salvando un concurso con excelente puntaje, ingresó como Auxiliar IV en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Cuando murió su padre  --que vendía herramientas para una casa importadora--  se quedó también con ese trabajo, realizándolo fuera del horario del Ministerio.  A los treinta años, al faltar su madre, quedó solo en la casa paterna.

En la oficina trabajaba con cuatro personas  --Marisa, Mario, Joaquín y el Director del Departamento--  de 12:00 a 19:00 horas. Todos llevaban muchos años en la administración pública y les fue fácil darse cuenta  --desde que ingresó--  que Vicente podía ser un buen comodín. Vieron en el capacitado y voluntarioso funcionario algo más: supieron que en poco tiempo podrían pasarle sus trabajos y desaparecer tranquilos, que en sus manos se iba a realizar de muy  buena forma… había caído del cielo. También el Director le dio las tareas de mayor responsabilidad. Su escritorio estaba siempre cubierto de papeles, mucho más de lo que se hace normalmente en siete horas. No se levantaba más que para ir al baño.

Unos años después, se casó con la hija de su limpiadora. Doña Rosa vio el lugar perfecto donde ubicar una hija treintona, tremendamente haragana. La llevaba cuando iba a limpiar, los dejaba solos con algún pretexto, y Vicente quedó preso en la telaraña que doña Rosa le tejió hábilmente.. Sus dos trabajos le aseguraban un buen pasar, y ahora con Irma en la casa, creyó que viviría mejor. Tendría compañía y con quien compartir las obligaciones caseras. Su inexperiencia con las mujeres le jugó una mala pasada… se equivocó. Todos los días, al regreso, la encontraba tirada en la cama comiendo galletitas y mirando televisión. Tenía que hacer él las compras y cocinar. Pero la disculpaba, diciendo que Irma no era mala… sólo un poco haragana.

El trabajo en la oficina cada vez era más intenso. Por su gran responsabilidad, el Director y sus compañeros le cargaban la oficina a la espalda.

--Vicente, te dejo estos expedientes para que me los termines, tengo que salir  --dio por hecho Joaquín sin más trámite--  ¡ah..! si no vuelvo marcame la tarjeta… chau.

--Voy hasta el boliche con un amigo  --le encargó Mario con tono imperativo--  llevá estas notas a  Política… y cuando te vayas marcame la salida.

--Vicente  --le avisó Marisa--  te llama el Director.

--¿Me llamaba, señor?

--Sí, Mendieta, necesito un informe para hoy.

--Pero, señor, son las cinco y tengo un montón de trabajo por terminar.

--¿Qué?, ¿se atrasó?, ¿o tuvo que salir?, ¿qué le pasó?

--No señor, es que es mucho.

--Vamos, Mendieta, no se ponga mimoso. Yo sé que usted puede. Siempre cumplió con toda la tarea de la oficina. Vaya, apúrese que a las siete y media me espera el Director General con el informe bien hecho, no me haga quedar mal. Usted trabaja poco y después quiere que lo califique bien.

--Pero señor… hace siete años que soy Auxiliar IV. Todos los Directores que tuve me prometieron un ascenso que nunca llegó.

--Vamos, las cosas de palacio van despacio. Tenga paciencia, yo se lo voy a conseguir.

Marisa y Vicente eran los únicos que cumplían con su trabajo sin pedirle nada a otros. Pero ella  --como siempre le decía--  no estaba ahí para proteger vagos.

--¿Qué te pasa, Vicente?, te dejás usar por todos. Algún día te vas a dar cuenta que en esta vida no sirve ser bueno con quienes no se lo merecen. Te toman por idiota. 

--¿Qué voy hacer?, nací así, no puedo cambiar. Sé que no sirve, hasta mi mujer me usa. Es como si una fuerza interior me obligara a actuar así. De chico no me daba cuenta, pero ahora lo sufro. Ojalá se produjera un milagro y un día despertara distinto, lo deseo con toda mi fuerza. No quiero ser malo, quiero ser justo conmigo mismo.

--No, Vicente… los milagros existen en los cuentos y en las películas. Vos provocás a los buitres para que te devoren… y sos muy blando para cambiar las cosas. La mayoría de la gente se aprovecha de la debilidad ajena de una manera cruel.

Al salir, al final de aquella jornada, llovía torrencialmente. Vicente corrió por Cuareim, por la acera del Ministerio y cruzó Dieciocho de Julio. Al llegar a San José  --bajo la ochava del cine Metro--  vio venir el 141 e intentó alcanzarlo, cruzando sin esperar el cambio de luces.  Un auto  --habilitado por el semáforo--  lo subió al capot, y lo despidió para un costado. Cayó desvanecido sobre el cordón de la vereda. El conductor y algunos peatones corrieron a auxiliarlo. En pocos minutos, una ambulancia le brindaba los primeros auxilios para conducirlo a la Mutualista.

En el parte médico se indicó: "conmoción cerebral con pérdida de conocimiento y politraumatismos leves". Luego de doce horas, lentamente recobraba la conciencia de lo sucedido. Vio a Irma y a Marisa paradas junto a su cama. Se sentía raro, distinto. Algo extraño le había sucedido con el golpe. No tenía dolor alguno y se sentía tan bien que quiso levantarse. Pero los médicos no se lo permitieron, debería permanecer vinticuatro horas en observación, debido a la intensidad del golpe.

--¡Qué bueno, querido!  --dijo Irma aliviada--  te estás recuperando.

Los grandes ojos azules de Vicente tuvieron un extraño brillo, como si su mirada emergiera de otro mundo, dando a las dos mujeres un vistazo calificador. Le devolvió a Irma su misma sonrisa tranquila, pensando que su sosiego se debía a que muy pronto tendría a su "asistente" de vuelta en casa. Mirando a Marisa, le susurró un agradecimiento por su presencia… ella sí era una gran compañera.

Dos días después estaba en su casa totalmente recuperado. Al entrar, lo primero que hizo fue apagar el televisor que Irma miraba  --tirada en la cama--  comiendo galletitas.

--¿Qué hacés, Vicente?  --protestó--  hoy termina la novela y no me la quiero perder.

--Lo lamento mucho pero… ahora te voy a decir algo por única vez, y es mejor que lo tomes en serio.

Irma lo miró con estupor… no lo reconocía. El rostro del hombre que tenía frente a ella no se parecía al de Vicente, y lo más extraño era esa mirada fuerte y penetrante, tan distinta a la mansa mirada de su marido. Él prosiguió con su discurso.

--Yo pretendo seguir viviendo contigo  --si es que vos querés  --pero a partir de ahora vamos a repartir los trabajos como corresponde a una pareja. Quiero que hagas lo tuyo como mujer de la casa. No tengo que decirte cuáles son tus obligaciones porque lo sabés muy bien, aunque hasta ahora no las hayas cumplido.

--Pero Vicente, ¿por qué este cambio tan de golpe?  Todo estaba tan bien…

--Para vos, porque yo me encargaba de todo. Pero se terminó, ¿sabés? El golpe que me dio el auto me cambió. Ahora pienso diferente, y voy a conducir mi vida en consecuencia… por lo que le estoy más que agradecido al conductor que me atropelló. Y eso es todo. Te doy veinticuatro horas para que te comportes como es debido. De no ser así, tiro tus cosas a la calle y a vos con ellas. Después  --si querés--   te vas a la policía, al abogado o donde puta quieras… pero aquí no me entrás nunca más. No sé si fui claro…

--Pero… yo…

--No, por favor no digas nada. Ponete en movimiento porque empieza a correr el plazo.

Al día siguiente Vicente se levantó  --como siempre--  a las siete de la mañana, y a las ocho y media estaba en la calle cumpliendo con su corretaje. Cerca de las 13:00 llegó a la Cancillería. El Director y sus compañeros festejaron su vuelta. Marisa porque lo estimaba… y los otros porque había llegado el "gil de cuarta" que velaba por ellos.

Durante su ausencia el trabajo se había atrasado. Se sentó ante su escritorio cubierto de papeles, los ordenó y comenzó su labor.

Marisa lo miraba casi con tristeza. Lo estimaba, pero a su vez le daba bastante bronca verlo tan apocado. Ella no podía arreglar el mundo, pensaba que cada uno era dueño de su vida, y así había que aceptarlo. Lentamente y sin apuro Vicente se dedicó a su trabajo. Al poco rato se le acercó Joaquín con unos papeles.

--Mirá Vicente, estoy haciendo el informe anual del Departamento, ya está casi terminado pero me tengo que ir… y mañana casi seguro que no vengo. El Director me dijo que te lo pasara, así que te lo dejo.

--Esperá, no te vayas. ¿Desde cuándo yo soy empleado tuyo?. Que te haya dado una mano algunas veces no significa que tenga la obligación de hacerlo siempre ¿no te parece? Así que levantá tus papeles de mi escritorio… de lo contrario te los tiro a la basura.

--¿Te volviste loco? Esta orden me la dio el Director, le voy a tener que decir lo que me contestaste.

--Sí, andá. Y ya que vas, le decís que cuando me quiera ordenar algo lo haga personalmente, en vez de mandarme alcahuetes como vos.

Marisa esbozó una sonrisa de satisfacción ante la increíble actitud de Vicente. Mario escuchaba azorado, preguntándole a Marisa con la mirada qué estaba pasando. Ella, haciéndose la desentendida, se encogió de hombros, escondiendo su satisfacción. Vicente sabía que no iba a demorar el llamado del Director. En pocos minutos, Marisa se lo confirmaba.

Golpeó antes de entrar. Cerró la puerta tras de sí y se acercó al escritorio cubierto de papeles, como se estila para impresionar al que entra con la laboriosidad  --realmente inexistente--  del Director, que al verlo entrar siguió leyendo un expediente un minuto más. Después se quitó los lentes, los dejó sobre el escritorio, recostó su espalda en el sillón y tiró el cuerpo hacia atrás, con la arrogancia y superioridad propia de los que se creen accionistas de los Organismos del Estado. No lo invitó a sentarse, se lo ordenó, tan imperativo como siempre.

El Director era un tipo que pasaba los cincuenta, proveniente de una familia acomodada, con mucha vinculación y pocos escrúpulos. De esas que consiguen  --por amiguismo político o comprando el cargo--  ingresar a sus hijos a la Cancillería como Secretarios de Tercera, cuando éstos no logran culminar una carrera universitaria  --ya sea por desidia o por falta de neuronas--  Una vez adentro comienza la escalada de la misma foma en que se procedió al ingreso, hasta que culminan su carrera como Embajadores… y después de los setenta siguen ahí, jubilados, con contrato de Asesor.

El personaje que Vicente tenía a su frente era un tipo pedante, vacío, ordinario, vanidoso… y bastante ruin. Con la dignidad amputada por el propio entorno familiar, solía hacer gala de una soberbia desmesurada.

En su fuero íntimo, estaba totalmente convencido de ser accionista de esa Empresa… llamada Estado. Para él, los funcionarios administrativos y de servicios eran sus empleados particulares. Por lo tanto, Vicente no era más que un piojo, y lo podía aplastar en el momento en que se le ocurriera. Parecería, que la suerte del pobre Vicente… estaba echada.

--Joaquín dice que usted no quiere terminarle el trabajo, cosa que me cuesta creer, ¿qué me dice?

--Simplemente eso, que a partir de hoy voy hacer el trabajo que me corresponde y nada más.

--Lamento por usted el cambio que ha tenido después del accidente, Mendieta, pero le voy a decir algo… por su bien  --lo miró fijo--  El trabajo que le corresponde es el que yo le ordene, ¿o usted se ha olvidado que yo soy el Director, y aquí soy el único que manda?

Vicente esbozó una sonrisa burlona  --desconocida por el Director y que lo hizo sentirse muy molesto--  que le estaba demostrando un total desprecio. A continuación, Vicente siguió en la misma, con total seguridad y firmeza.

--Pero ¿qué te pasa, gordo de mierda?, ¿qué pensás, que yo soy tu empleado? A mí me paga el mismo patrón que a vos… y si querés que siga trabajando en este Departamento, pará la mano. De lo contrario voy a Personal, te enchastro y pido cambio, hay muchos lugares donde me quieren.

El Director no podía creer lo que estaba oyendo. Con el rostro enrojecido por la rabia le gritó:

--Usted se volvió loco, Mendieta, ¿tiene idea de con quién está hablando?

--Claro que tengo. Con un chanta que tiene un sumario por apropiación indebida de muchos dólares del último Consulado en que estuvo, del que un político corrupto ordenó un "archívese" urgente.

--¿Así que me estás desafiando?  --gritó furioso--  El que te va hacer un sumario soy yo, desgraciado, ¡te voy a demostrar con quién te metiste!

--No vas hacer nada porque sos un cagón  --siguió Vicente cada vez más tranquilo--  sabés que te arrastraría a Jurídica conmigo y eso te puede acarrear muchos problemas. Pensalo bien, vos sos un sorete, pero de gil no tenés nada, o no hubieras llegado donde estás. Si sabrás que no te conviene. Yo no tengo nada que perder, pero vos sí. Tus buenos compañeros, ¡todos ellos!  mientras vos estás enredado en un sumario con un pinche como yo, que labura más que bien y todos acá adentro lo saben… te arrebatan ese destino que te estás apalabrando con tus amigos del Palacio Legislativo. Vos sabés bien que te lo roban porque todos están en la misma. Te lo birlan, te comen crudo. Y como sabés que tengo razón… lo vas a dejar así. Y ahora me voy a trabajar, que quiero ponerme al día para después pasarla bien, como todos en este Departamento.

El Director se quedó mudo, mascando rabia, mientras Vicente fue a sentarse frente a su escritorio, a seguir con su tarea.

Increíblemente, el accidente había hecho posible el milagro. Curado de su patología, a partir de entonces, Vicente Mendieta empezó a vivir como cualquier persona normal.

Miguel




19.05.2010 00:37

Creo que todos los seres humanos tenemos nuestras manías -por llamarlas de alguna forma- que en el correr de los años van en aumento hasta que se convierten en algo casi patológico. Por ejemplo cuando después de cerrar la puerta -desde afuera cuando se sale o desde adentro para irse a dormir- se verifica en más de una oportunidad si quedó bien cerrada, tratando de disipar la duda de haberla dejado abierta.

Fue el caso de Andrés Peralta, que ese verano de iba de vacaciones con su mujer. Ya llevaba recorridos ochenta kilómetros rumbo al este -concentrado en el tránsito de la ruta y con la mirada atenta a la raya blanca que divide la carretera en dos- cuando empezó a repasar mentalmente si había dejado las cosas en orden en la casa vacía. Cada vez que se iban por muchos días, la preocupación por dejar todo en condiciones lo ponía muy nervioso.

Pensó en la llave general del agua; una avería en la cañería de entrada podía provocar una inundación, ¿la había cerrado? "¡Claro que sí! -le dijo su otro yo- te arañaste la mano derecha con las espinas del rosal que cubre el contador". Andrés se miró el rasguño complacido, le comprobaba el cierre de la llave.

¿Había bajado las persianas? Sí. Una de ellas se le trabó y tuvo que hacer fuerza, apretándose un dedo que todavía estaba hinchado. ¡No había duda! Ahora su mente fue al contador de la luz, que estaba en una parte alta. Usó la escalera chica, estiró el brazo para apagar la llave y se golpeó el hombro contra la pared. Aún le dolía… eso también estaba bien.

Ahora trataba de recordar el momento en que había cerrado la llave del gas. Febrilmente, buscaba un indicio que lo llevara a la total seguridad de haberlo hecho. No iba a suceder nada pero, un pequeño escape podía convertirse en un peligro… imaginó la casa explotando en mil pedazos. Estaba en plena ruta, en medio de un tránsito intenso y rápido. Trató de serenarse… sin lograrlo. Dos minutos después, dándose cuenta que su inquietud iba en aumento, detuvo el auto en uno de los descansos de la carretera.

-¿Qué pasa? -preguntó su mujer-

-Creo escuchar un ruido en la parte de atrás -mintió-

Miró las ruedas y abrió la valija del coche. Respiró profundo tratando de calmarse y poder continuar el viaje en paz consigo mismo. Su otro yo -que a esa altura se había convertido en un irónico indeseable- le decía: "Sos un idiota, tanto cuidado y no cerraste la llave del gas, ¡es para no creer!, justo vos que sos tan cuidadoso".

Volvió al volante y le dijo a su mujer que el ruido era un bolso que estaba mal puesto.

No lograba equilibrarse. Tomó la decisión que le revoloteaba la mente y preguntó:

-¿Vos cerraste la llave del gas?

-No. Nunca lo hago, siempre te ocupás vos. ¿Te olvidaste?

-No, no. Todo está bien.

Un momento después -a cien kilómetros por hora- se incrustaba en la parte trasera de un semirremolque.

Cuando despertó ya no estaba en este mundo. Observando "desde fuera", se tocó la frente y se encontró un pequeño chichón… ¡El golpe contra la pileta cuando cerró la llave del gas…! ¡Ah! ¡En la casa todo quedó en perfectas condiciones como para estar tranquilo! Ahora lo único que lamentaba era el accidente.

Miguel




19.05.2010 00:09

Tenía veintidós años y no conocía el campo cuando llegué a ese hermoso lugar de los tantos que tiene nuestro país. La casa estaba en el límite entre Florida y Canelones, frente al paso del río Santa Lucía, que nace en Lavalleja y en su pintoresco recorrido se interna en Florida, bordea Canelones, entra en San José y vierte su cauce en el Río de la Plata, muy cerca de Santiago Vázquez. Podría asegurar que ahí -en Paso de Pache- casi nadie conocía el entorno de su serpenteo, los montes agrestes, casi salvajes que lo rodeaban.

Muy cerca de la casa había un bote amarrado a uno de los enormes sauces de la orilla. Lo saqué del agua deslizándolo sobre unos troncos finos que había cortado y lo puse boca abajo al final de la playa, donde el río hacía una entrada y los añejos árboles cubrían el cielo formando un pasillo de luz desde la orilla.

Durante varios días me ocupé de calafatearlo cubriendo las pequeñas grietas de la madera con estopa y brea. En ese lugar, el sol caliente de verano, atenuado por las copas frondosas, no me impedía continuar mi tarea. La paz era total. Únicamente se sentía el canto de los pájaros y las chicharras o el zumbido de algún tábano, quienes me estaban aceptando como parte del paisaje en la misma medida en que yo me integraba al lugar.

En aquellos años no entendía totalmente lo que estaba viviendo, simplemente me sentía muy bien allí, me parecía un lugar maravilloso y lo disfrutaba. Hoy, más de cincuenta años después de aquella aventura, sé que jamás en otro sitio me interné tanto en las entrañas de la naturaleza.

Un día, di por finalizada la restauración del bote y después de una buena mano de pintura, quedó pronto para hacernos al agua sin peligro. Sentí el placer de ver mi obra concluida y percibí la alegría del bote al sentirse útil. Ya podía salir a probarlo. Lo eché al agua apartando las ramas lacias del enorme sauce llorón que tocaban la superficie. Subí, y apoyando uno de los remos en la arena lo empujé lo suficiente para alejarlo y poder remar. Lo llevé hasta el centro del río, la parte más ancha.

Caía la tarde, los últimos rayos del sol centelleaban sobre el agua. Concluida la corta etapa de prueba volví a la orilla. Ya había oscurecido cuando lo amarré al viejo sauce. Esa noche me acosté más temprano que de costumbre, era mi intención levantarme al alba para navegar río arriba y explorar las curvas que no divisaba, las que desaparecían entre los montes.

Fue una mañana de marzo del 53. El sol iniciaba sus bostezos y ya asomaban los primeros resplandores. Desprendí el bote, que ansioso de navegar se prestó contento a la aventura. Ya a esa altura éramos amigos, yo le había curados sus heridas y él me recompensaba surcando el río para mí.

Avancé en línea recta poco más de una cuadra y giré a la izquierda, encontrando un canal de unos seis metros de ancho. Cuanto más angosto era el río, más fuerte se sentía la corriente y me exigía más esfuerzo. El estrecho cauce besaba la orilla desigual y sus declives de arena, barro y raíces de árboles corpulentos. Más adelante, la calle de agua superaba apenas el ancho de los remos. Las ramas espesas se tendían sobre el agua rozando a las de la otra orilla y formaban un túnel casi en penumbra.

Mientras intento describir aquel entorno del agua y el follaje, se me ocurre que esa imagen no fue más que un bello sueño.

Seguía exigiendo a mis brazos y sentía el esfuerzo, envuelto en la vegetación salvaje que me rodeaba. Frente a una curva muy pronunciada, tuve que usar un solo remo para hacer el giro hacia mi costado derecho, y vi una pequeña ensenada donde podía escapar un poco de la corriente y aliviar mis ya cansados brazos. Estaba cubierta de piedras desde el borde del agua hacia arriba, formando un barranco inclinado. Había árboles de todas las especies y de todas las edades.

Amarré el bote a una de esas piedras, y apoyándome sobre ellas me bajé. Me senté en la parte alta donde el terreno era plano y apoyé la espalda en el tronco de un árbol cuyas raíces sobresalían de la tierra. Ya era mediodía. No veía el sol por lo espeso del follaje pero sabía que estaba ahí, verticalmente sobre mi cabeza. Estaba atrapado por la naturaleza del lugar. Había perdido la dimensión entre lo verdadero y lo ilusorio, fascinado y preso de aquella maravilla... ¿Era real...? Si era un sueño, no quería despertarme.

De pronto oí una voz suave que me dijo “hola”, me di vuelta y mi sorpresa no tuvo límite: a mis espaldas había una hermosa mujer que vestía un largo traje verde de tela muy fina movido suavemente por la brisa. Tenía ojos grandes y claros, su largo pelo negro caía sobre su espalda sujeto con una cinta verde y brillante y sus pequeños pies descalzos casi no pisaban la tierra.

-Hola -le contesté- ¿quién eres?

-Me llamo Esperanza, aunque algunos me dicen Ilusión.

-¿Y qué haces? -pregunté-

-Trato que los habitantes de la Tierra no pierdan la fe en mí e intento hacer realidad muchos de sus deseos.

-Ardua debe ser tu tarea -le dije- es muy difícil conformar a todos.

-Es cierto -contestó- a veces resulta casi imposible porque muchos pretenden conseguir lo que desean sin poner nada de sí, esperan que yo lo haga todo... pero aquellos pocos que no sólo tienen fe, sino que luchan poniendo su máximo empeño para obtener el triunfo, son los que casi siempre llegan a la meta.

-Debe ser agotador -dije viendo cómo su rostro se iba cubriendo de arrugas al caer la tarde-

-Sí, pero mucho me gusta, nazco con el día y muero con la noche, con la alegría de haber contribuido a la felicidad de muchos.

-¿Y vuelves cada día?

-Mientras esté el hombre en la Tierra estaré a su lado... no sabría vivir sin mí.

Me dio un beso en la frente. Una sonrisa triste se desprendía de su semblante ya viejo y cansado. Se volvió lentamente y se fue despacio, perdiéndose en la espesura del monte. Anochecía, desaté el bote y me alejé aguas abajo.

Muchas veces regresé a ese lugar para encontrarla... pero nunca más la volví a ver. Sin embargo, en el correr de mi vida comprendí que aún sin verla, siempre está muy cerca de mí.




03.01.2010 04:13

Eloísa tenía 38 años. Vivía en pareja, feliz y en calma. Con buen equilibrio en todas sus decisiones, estaba convencida de lo que quería en esta vida y le daba el justo valor a cada una de las cosas que se le presentaban.

Tenía un trabajo estable y seguro, un matrimonio en total armonía con un marido que era -como se dice usualmente- "un buen hombre", y muchos amigos que la estimaban.

Luchaba por mejorar, sin la desesperación de dejar por el camino cosas ya conquistadas. Estaba en paz con ella y con su vida.

Entre sus compañeros de tareas había uno, que le estaba quitando esa serenidad tan habitual que era su orgullo. Para él -ignorante de la situación- ella era una buena compañera y con esos ojos la miraba.

Cuando Eloísa tomó conciencia de lo que le estaba pasando, no encontró una buena razón para la falta de ese equilibrio que tanto alimentaba su ego y su personalidad.

Al principio creyó poder superar ese injustificado nerviosismo ante la presencia de Manuel. Pero en el transcurrir de los meses, tuvo que aceptar lo que hasta entonces rechazaba de plano: se estaba enamorando. ¡Terrible!, aunque por lo menos... él continuaba a muchísima distancia del asunto.

Eloísa creyó que luchando contra ese sentimiento lo iba a vencer. Se mentalizó para que "eso" que había invadido su intimidad y lo más profundo de su ser, fuera desalojado en el momento que se lo propusiera. Grave error. Inexorablemente -desde el momento en que comenzó su lucha por expulsarlo- el "virus" ya la había invadido y se le aferraba con más fuerza.

Mantuvo la infructuosa lucha casi tres años. Ya no era la misma. Esa "cosa" la iba cambiando muy lentamente, pero a paso seguro. Su esfuerzo por destrabar la situación no había hecho más que acelerar ese amor -porque a esa altura tuvo que llamarlo por su nombre- reconociendo que su estado era muy grave.

Sólo pensarlo la estremecía de miedo. Ella, que jamás había sentido temor a nada, ni siguiera a envejecer. Indudablemente, su coraje se había escapado, dejando espacio para un amor. de esos que llegan derribándolo todo. ¿Qué hacer con tanto amor en la total soledad si sólo ella y su alma conocían el secreto?

A pesar de querer y respetar a su buen compañero, los viernes se habían convertido en sus días más tristes. Estaría en su casa separada del trabajo, lejos de Manuel. Trataba de justificar ese estado de ánimo con disculpas no muy coherentes para alguien que la conocía bien.

Ya carente de sentido común, se había quedado al garete como un velero en el océano embravecido, totalmente sin control. ¿Cuánto podría soportar? ¿Hacia dónde las aguas y el viento llevarían su embarcación? ¿Se partiría contra algún acantilado, o sería mansamente arrojada a la playa? Imposible encontrar una respuesta. Únicamente el destino la tenía. Ese destino que no habla, no anuncia, solamente ejecuta en el momento más imprevisible.

El amanecer de cada lunes Eloísa volvía a la vida, y todo su ser resplandecía. Era consciente de su infidelidad espiritual y eso la consumía tanto como no poder gritar su amor. Pero ya no estaba en condiciones de continuar una lucha inútil, había bajado los brazos. Con su pesada carga a cuestas e invadida de temores, salió hacia el trabajo, desorientada.

Se había enamorado sola, sin que nadie le diera participación. Manuel no tenía ni la más leve sospecha de lo que había despertado en ella. ¿Qué podría pensar si se lo confesaba? ¿Perdería para él su valor como mujer echando por tierra la amistad que los unía? ¿Reconocería el valor de ese amor auténtico, nacido insólitamente, capaz de darles inmensa felicidad. o de hacerlos mil pedazos? ¿O pensaría -tal vez- que no era más que una atracción física carente de sentimiento alguno?

¿Y en qué posición quedaría su marido si ella se decidía a hablar? ¿Cómo podría explicarle una situación tan fuera de lo común? Y aunque entendiera, ¿qué derecho tenía ella de lastimarlo así?

Era temprano, tomó un taxi y se dirigió a la rambla. Se sentaría un rato frente al mar para tratar de despejar la mente, tranquilizarse y encontrar -tal vez- una respuesta inteligente. Sentada sobre el muro miró hacia el horizonte, suplicando ante aquel azul inmenso y calmo, ayuda para encontrar la clave para su dilema.

-¡Vamos, rápido, apúrense! -llamó el Jefe al grupo de empleados-, ¿estamos todos?

-¿Adónde van? -preguntó Manuel que recién entraba-, ¿qué pasa?

-Es Eloísa -dijo el Jefe- parece que estaba en la rambla esta mañana y resbaló, se cayó al mar. Vení con nosotros, Manuel, dejamos cerrado hasta las 5:30, ¡vamos al velorio!

Miguel



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