Eliza y Miguel
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Cuentos de Miguel

26.07.2011 23:42

"Un farol balanceando en la barrera
y el misterio de adiós que siembra el tren..."
Homero Manzi

SEGUNDO DÍA - SÁBADO

Ese mediodía de treinta y cinco grados a la sombra, casi todos dormían en el pueblo. No se escuchaba ladrar ni un perro. Sólo las chicharras estaban de fiesta, cantando a rabiar.

Cerca de las 6 de la tarde, Emilio salió de la casa de Roque en dirección a la plaza, en el centro. Caminó tres cuadras bajo las sombras cambiantes de una hilera de árboles. Retazos blancos como hebras de algodón se dibujaban en el cielo. El sol aún estaba ahí. La plaza había cambiado, sólo el busto de Artigas estaba igual. Se encaminó a la Comisaría. Era una casona de principios de siglo, pintada de rosado con filetes blancos.

–Buenas tardes –saludó– quiero hablar con el Comisario.

–Pase y pregunte en la primera puerta de la derecha.

Siguió la indicación y se anunció al oficial que escribía a máquina de espaldas a una puerta de vidrios grandes, por donde se veía un hombre de uniforme sentado frente a un escritorio. Enseguida lo hizo pasar. Bordeó el mostrador y se acercó a la puerta. El Comisario le hizo un ademán para que entrara, se irguió, lo invitó a sentarse y volvió a acomodarse en su sillón. Emilio cerró la puerta tras de sí.

–¿En qué puedo servirlo? –dijo amablemente–.

Emilio reconoció en ese rostro que hacía tantos años no veía, a su tío Juan. Era tan parecido a su padre, que le provocó una emoción que no pasó desapercibida para Juan Porta.

–¿Se siente bien? –preguntó–.

–Si, sí, estoy bien… un poco emocionado… es como ver a mi padre de uniforme… Yo soy Emilio Porta.

Ahora el emocionado era Juan, que miraba incrédulo al hombre que tenía enfrente. Se puso de pie lentamente y bordeó el escritorio.

–¡Emilio…!, ¡la última vez que te vi tenías diez años! –se estrecharon en un apretado abrazo–.

–Sentate, muchacho.

Juan era un hombre de unos 55 años, alto, morocho, de bigote espeso.

–¿Hace mucho que no venías al pueblo?, te pregunto porque yo volví hace nueve meses, cuando terminó la dictadura.

–Hace veinte años, desde que me fui.

–Sí, ya me contaron todo lo que pasaste vos y tu hermana cuando yo estaba en Montevideo… ¿y a qué volviste?

–Lo mismo me preguntó Roque.

–¿El de la estación?

–Sí, él me ayudó a escapar y me dio dinero.

–También supe eso, sí… es un buen hombre… No me contestaste lo que te pregunté.

–Volví porque quería saber de Irma.

–Supongo que ya te enteraste de todo…

–Sí. –se quedó mirándolo y Juan le intuyó la mirada–.

–Ismael Pereira es más que una alimaña, es uno de esos seres que no debieran haber nacido… pero no se puede hacer nada, la Ley de Caducidad lo ampara. Cuando asumí el cargo lo hice venir a la Comisaría. Le pedí que se quedara tranquilo, de lo contrario iba a usar mis influencias para sacarlo de acá. Dijo que él también tenía amigos "fuertes" y se fue riéndose… Por ahora no ha hecho nada como para que yo intervenga, pero la gente sigue nerviosa viéndolo andar por todos lados como si fuera el dueño del lugar… ¿Cuándo llegaste?

–Ayer de tarde.

–¿Y cuándo te vas?

–Mañana, en el tren de las dos.

–Mirá, muchacho, que no te estoy interrogando… pero no quiero que pase algo grave si te encontrás con él. Es provocador, ladino y traicionero. Ya mató en más de una oportunidad, en otro momento del país… no se ha dado cuenta que la dictadura terminó.

–Está bien, le agradezco que me prevenga… pero créame, me estoy cansando de escuchar el nombre de Ismael como si fuera lo único importante en este lugar… es un hombre igual que todos. Lo que pasó antes fue que le permitieron hacer cualquier cosa, y la hizo. Si hubiera encontrado uno solo decidido a defender sus derechos, tal vez estaría muerto.

–Tenés razón… tenés bastante claras las cosas… ¿y qué hacés en Montevideo?

–Soy Técnico en Electrónica y estudio Derecho.

–Muy bien, muchacho, veo que has sabido abrirte camino –como quien dice– solo… Espero que te recibas pronto.

–Al principio tuve gente que me ayudó. Bueno, tío, le voy a dejar mi dirección de Montevideo… cuando vaya por allá va a ser un gusto recibirlo… usted se parece a mi viejo hasta en la forma de hablar.

–Era un gran tipo, tu padre… además de hermanos fuimos amigos.

–Bueno, ya me despido por si no lo veo.

Juan le palmeó la cabeza y le ofreció su mano. Emilio se la estrechó muy fuerte y se fue.

Cruzó la plaza y se vio de frente a la Parroquia. Recordó cuando de chico, iba por las tardes a estudiar el catecismo antes de tomar la Comunión. Entró. Todo estaba igual, las dos hileras de bancos largos y las luces tenues alum– brando la nave. En el altar mayor la imagen de la Virgen María, y al costado derecho, el pequeño altar de Jesús de Nazaret en la cruz. El silencio era total.

Caminó por el pasillo de la izquierda hasta la puerta de la sacristía y golpeó con los nudillos. Al abrirse la puerta, apareció la figura diminuta del Padre Miguel. A pesar de sus 70 y tantos años se veía bien. Se acomodó los lentes empujando el puente con el índice y miró a Emilio.

–¿Qué puedo hacer por ti, hijo mío?

–¡Padre Miguel! –exclamó Emilio sonriente– lo vine a visitar después de muchos años.

El Cura irguió el cuello como para verlo mejor, buscándole algún rasgo conocido.

–Perdóname, hijo, veo algo familiar en tu semblante, pero no logro recordarte… ¿será que estoy muy viejo o que he pasado mucho tiempo sin verte…?

–Soy Emilio Porta, Padre, ¿se acuerda de mí?

–Pero claro que sí, ¿cómo no voy a recordarte?… ¡has cambiado mucho!, eres todo un hombre, ¡tan fornido… esa barba espesa…!, en nada te pareces a aquel jovencito flacucho que guardaba en mi memoria… Pero pasa, pasa, estoy por comer, comparte la cena conmigo, no es mucho, pero alcanza para los dos… ¿cuándo has llegado?

–Ayer de tarde.

–Sabía que estabas en Montevideo, pero nadie pudo darme noticias tuyas. Tú eras muy bueno, venías a mis clases y eras muy creyente, supongo que sigues igual, ¿verdad?

–No tanto, Padre.

–Aquí está la ensalada y esta buena porción de la tortilla de papas del mediodía, ¿ves que hay suficiente?, y tomaremos un vasito de vino… ¿Te escuché decir "no tanto"?

–Sí.

–¿Y qué pasó para que ya no creas tanto en el Señor?

–He visto tantas injusticias… parece que los malos ganan siempre.

–No creas, hijo, no es así. Los malos sufren mucho más que los buenos.

–No parece, Padre…

–Pues así es, ellos nunca tendrán un lugar en el cielo. Sigue las enseñanzas de Jesús, que dio su vida por nosotros.

–Perdóneme, Padre, con todo el respeto que usted me merece, pero creo que todo lo que hizo Jesús fue en vano. Dejó una enseñanza de bondad y sumisión ante los malos y entregó su vida por la humanidad… y ella jamás lo entendió. Los buenos siguen sufriendo y los malos son felices.

–Emilio, hijo, ¿qué ha pasado contigo que has perdido la fe?, las personas que han pasado problemas como los tuyos suelen perder el camino… Pero créeme, nuestra única salvación para la paz eterna es el Señor.

–Yo sigo las enseñanzas de Cristo, Padre, ayudo al prójimo, no hago daño, no envidio riquezas ni poder… Pero si me golpean me defiendo golpeando también. Si pongo la otra mejilla pueden matarme, y yo amo a la vida.

–Hijo, los malos son esos pocos que hacen mucho ruido… en cambio los buenos son esos muchos tan silenciosos. Piensa, hijo, piensa, Dios ha estado siempre contigo. Te fuiste con 15 años y vuelves después de ¿cuántos...?

–Veinte.

–Y se te ve muy bien. ¿Ves?, nunca estuviste solo, el Señor te acompañó y te ayudó a superarte. ¿Y qué haces en Montevideo?

–Trabajo y estudio… … está muy rica la ensalada, Padre.

–Es de mi huerta, con la ayuda del Señor, todavía puedo cultivarla.

–Usted está muy bien, Padre.

–Estoy viejo, pero el Señor quiere que siga aquí… por algo será.

–Padre, le agradezco la rica cena. Ahora me voy, sé que usted se acuesta temprano.

–Sí, hijo. Espero verte mañana en la Misa.

–Sí, Padre, lo voy a venir a escuchar, como antes.

–Que Dios te bendiga, hijo.

Eran más de las 9 cuando salió de la Parroquia. Bastante gente caminaba alrededor de la plaza en la noche calurosa. Desde una esquina, llegaba la música del club "La Taba", pronto empezaría el baile de los sábados; ya había jovencitas y señoras mirando desde los ventanales. Del otro lado, el boliche con parrillada esparcía el aroma de chorizos y carne asada por toda la plaza.

Tomó la calle del club y caminó tres cuadras, ya ahí el alumbrado era poco. Una enorme luna asomó por detrás de las oscuras nubes iluminando las humildes viviendas gastadas por los años, como despidiéndose ante una probable lluvia. Dobló a la izquierda, caminando por la calle de balasto. Se cruzó con desconocidos que lo saludaron, con tantos años en la capital había olvidado esa costumbre pueblerina.

Cinco cuadras más adelante, ya las casas estaban más distanciadas y su aspecto era más pobre. Al doblar a la derecha sintió la música, ya desde ahí se veía la casona vieja y solitaria en aquella cuadra familiar. Allí adentro había perdido la inocencia. En un tiempo, había sido el prostíbulo de mayor jerarquía. Ahora, Filomena lo había hecho repuntar otra vez. Era una mujer con mucha experiencia, acrecentada por sus años de trabajo en Montevideo. Había pintado la casona de marrón oscuro y los marcos de la puerta y las ventanas de ocre claro y la había iluminado muy bien. Cerca de la entrada, un grupo de jóvenes conversaba alegremente.

Estaba abierto, pero no se veía el interior; una pesada cortina dividida al medio lo impedía. La separó con las dos manos y entró. Tenuemente iluminado, vio el bar a su frente, con mostrador de madera. Bordeando el piso de brillantes baldosas marrones, unas cuantas mesas. A la izquierda, una mampara de madera calada separaba el pequeño mostrador con vitrina, que exhibía empanadas, refuerzos, trozos de pascualina. Allí las mesitas estaban cubiertas con manteles rosados. Sobre una tarima, dos hombres castigaban bandoneón y guitarra lo más fuerte que podían. Al costado del bar se veía un largo pasillo en penumbra con puertas a los lados.

Todo era nuevo para Emilio, tenía muy vagos recuerdos de aquel lugar, que evidentemente, Filomena había remozado. Con sus reformas le había dado el atractivo necesario para lograr el interés de los hombres de un pueblo que poca diversión ofrecía. Casi todas las mesas estaban ocupadas, atendidas por una mujer muy simpática. Dos parejas bebían, recostadas al mostrador. Detrás, un hombre de mediana edad y una mujer morocha, de pelo renegrido recogido hacia atrás con un broche plateado. De enormes ojos vivaces, discretamente maquillada y bonito rostro, Filomena era una mujer muy atractiva, que no denunciaba su edad. Emilio la reconoció enseguida, la tenía en la memoria exactamente así, sin variantes por el paso de los años. Cuando se arrimó al mostrador, ella, que ya lo había estado observando, lo recibió con una sonrisa.

–Buenas noches, ¿qué vas a tomar?

–Buenas noches –contestó Emilio con voz grave y varonil– una cerveza, por favor.

Filomena tomó un vaso fino y alto y lo colocó frente a Emilio, que seguía complacido sus movimientos. Giró hacia atrás, retiró la botella de la heladera, la destapó, le sirvió lentamente y la dejó al costado del vaso.

–Muchas gracias –dijo Emilio sonriendo–.

–¿Sos nuevo por acá?

–No, hace muchos años que no venía, pero acá nací.

Se llevó el vaso a los labios y bebió con placer el líquido fresco que saciaba su sed en esa noche calurosa. Después, mirando a la mujer que permanecía delante de él, le dijo:

–Estás igual que hace veinte años, Filomena, te hubiera reconocido en cualquier parte del mundo.

–Es muy estimulante escuchar un elogio dicho de esa forma –dijo llena del orgullo natural de la mujer que se siente halagada por un hombre joven y atractivo– aquí eso no se acostumbra, todo es muy práctico, compran, pagan y se van.

–Creo que a todas las mujeres les agradan las galanterías, aunque en este caso, lo que dije es una total verdad.

–Es evidente que en esos años de ausencia, viviste en alguna capital.

–¿Acaso sólo los capitalinos pueden decir estas cosas?, creo que no se necesita más que sentirlo, y decirlo en el momento indicado.

–Tenés razón. Lo que quise decir es que tenés mundo, calle, boliche… ¿me entendés?

–Claro que te entiendo. Pero no te equivocaste, vivo en Montevideo desde que me fui de acá, y conozco unos cuantos países de América del Sur.

–¿Viajes de negocios?

–No, por el deporte.

–¿Jugás al fútbol?

No, pero eso no tiene importancia, –Emilio se acercó a su oído y bajó la voz– mi nombre es Emilio Porta y quiero conversar contigo a solas, si es posible.

–¡Emilio...!

La exclamación de Filomena fue casi susurrada, entendiendo que él no deseaba hacerse conocer. Sus ojazos se agrandaron más aún. De inmediato se dirigió al hombre que la secundaba detrás del mostrador:

–Te dejo solo, Juan, voy a atender a un amigo, ¿de acuerdo?

–Está bien –le contestó– andá tranquila.

Filomena le hizo una seña y Emilio la siguió por el pasillo a media luz. Sacó del bolsillo del elegante y ceñido pantalón negro la llave de la última puerta y abrió. La espaciosa habitación estaba moqueteada color celeste y las paredes empapeladas de blanco con flores al tono. Una colcha azul cubría la moderna cama grande. Una elegante cómoda bajo el ventanal con cortinas azules, un enorme placard, una mesita con un coqueto mantel celeste y dos sillones tapizados de azul. La luz indirecta jerarquizaba el ambiente.

–Pasá, éste es mi "bunker"… son muy pocos los que entran acá, hay otra habitación donde a veces atiendo a algún amigo selecto.

–Te agradezco la distinción. Está muy bonito tu refugio, no es nada tradicional.

–No me gusta seguir la moda, tengo gustos muy personales… ¿tomás un whisky?

–Casi no tomo, pero te acompaño con un sorbo.

–Nunca te hubiera conocido, aquel flaquito larguirucho se ha convertido en un hombre muy atractivo.

–Gracias, ahora me piropeás vos.

–Digo lo que veo, no es piropo.

Se sentaron junto a la mesa y brindaron.

–Ayer cuando llegué me enteré por Roque –el veterano de la estación a quien quiero mucho– lo que pasó con mi hermana. Supe que la habías ayudado a escapar antes que Ismael la matara.

–Es cierto. Era una gurisa muy joven y estaba muy asustada.

–Lo que quiero saber es si alguna vez te escribió, si sabés dónde está.

–Sí, un año después que se fue recibí una carta de ella y le contesté. Después me fui, estuve seis años en Montevideo y cuatro en Buenos Aires y nos seguimos escribiendo casi todos los meses. En muchas cartas me preguntaba si sabía algo de vos. Yo traté de buscarte, pero en esos años difíciles, preguntar por alguien creaba sospechas de que pudiera ser "tupa", así que desistí. Al principio Irma anduvo bastante a los tumbos, pero las cosas mejoraron. Hace tres años que se casó, está en Porto Alegre, tiene un hijo, y por lo que me cuenta en la última carta, es muy feliz. Te voy a dar la dirección.

–¡Por fin alguien me da una buena noticia!, gracias, Filomena, por todo lo que hiciste por Irma, y por esta información que me da tranquilidad. Si volví al pueblo fue por saber de ella y por Roque, que me ayudó tanto cuando murió papá.

Filomena estaba disfrutando de la presencia de Emilio. Le había tomado las manos y las acariciaba en silencio, mientras lo escuchaba. De pronto, se detuvo, sorprendida.

–¿Sos karateka?

–¿Por qué lo preguntás? –Emilio sonrió–.

–Porque sólo ellos tienen esta dureza tan particular en el filo de las manos.

–¿Y vos cómo lo sabés?

–Y… conocí algunos en mi largo caminar…

–Sí, soy. Practico desde hace algunos años.

–Cuando eras adolescente y venías a esta casa, me acuerdo que si yo estaba ocupada, aunque las muchachas te ofrecían sus servicios, vos preferías esperarme. Eras muy tierno y me gustaba estar con vos –Emilio la miraba y sonreía– ¿te acordás que te decía que si no tenías plata podías venir igual?

–Seguro que me acuerdo… y también de la noche que me quedé dormido y vos me dejaste… me fui al otro día de mañana. Contigo aprendí cosas porque nunca estuviste apurada.

–Porque me gustabas. A veces me sentía mal, me parecía que te estaba violando…

–¿Qué decís?, si yo me sentía importante, como un hombre grande… ¡uy!… llevo más de una hora contigo y vos estás trabajando... ¡perdoname! –se levantó metiendo la mano al bolsillo de la camisa y sacó unos billetes– creo justo que te pague tu tiempo.

–¿Te volviste loco?, ¡creí que estabas haciéndome una broma! Vivo de esto, pero vos sos un amigo que me dejó lindos recuerdos. ¡Guardá el dinero o me vas a ver enojada como nunca me viste!

–Está bien, disculpame… pero me gustaría hacerte un regalo… por todo lo que hiciste por Irma y por mí.

–Lo que hice por tu hermana, lo hubiera hecho por cualquier compañera que hubiera estado en esa situación. En cuanto a lo que fui para vos cuando te iniciaste en esto… es otra cosa… ¿de verdad me querés hacer un regalo?

–¡Por supuesto!

–¿Te puedo pedir?

–Mucho mejor, así me solucionás un verdadero problema… ¡no sabría qué regalarte!

–Bueno –dijo Filomena mirándolo con expresión plácida–.

–Decime qué regalo querés.

Ella lo miró, sus grandes ojos negros expresaban muchas cosas.

–Que te quedes esta noche conmigo.

–De acuerdo, pero… así el que recibe el regalo soy yo…

–¡Sos un caballero romántico de esos de las novelas de antes…!

–Mejor decimos que nos vamos a regalar la noche –dijo Emilio– ¿te gusta más así?, ¿a qué hora querés que venga?

–A las 12 y media, o la 1.

Salieron, Filomena caminaba delante de él por el pasillo. Al llegar al salón, se detuvo bruscamente.

–Está Ismael –le dijo en voz baja–.

–¿Y…?, ¿qué hay con eso?

–¡Que ahora sé que lo podés matar sin tener armas…!

–Me enseñaron a controlarme, tengo una buena dosis de paciencia.

Filomena pasó para atrás del mostrador, sin dejar de conversar con Emilio, que la seguía por el otro lado. Ismael, que estaba sentado a una mesa con dos mujeres, se levantó al verla llegar con un desconocido. Era un hombre pardo, muy alto, de complexión fuerte, los ojos chicos y achinados y la nariz chata y ancha, la frente angosta y el pelo grueso, lacio y renegrido. Con la mano derecha sujetaba la inseparable fusta, que ya formaba parte de su anatomía, como continuando su largo brazo. Se movía hamacando el cuerpo como si tuviera los pies planos. Aparentaba unos 50 años. Se acercó lentamente al mostrador, donde Emilio tomaba una cerveza sin mirarlo.

–Hola, Filomena –dijo– me extrañó no verte, pero parece que estabas atendiendo a un forastero.

–Sí, es un amigo de muchos años que quiero mucho.

–¡Eso sí que está bueno!, –dijo riendo burlonamente– ¡Filomena enamorada!

–Así es, Ismael, aunque no lo creas.

–No, está bien, tenés todo el derecho…

–Era lo que me parecía –contestó irónica–.

–Y, amigo –dijo dirigiéndose a Emilio, que hasta ese momento no lo había mirado– ¿qué le pareció el pueblo?

Ahora sí, al sentirse aludido, Emilio volvió el rostro hacia Ismael y lo miró fijo a los ojos.

–Es lindo –contestó– me gusta.

Ismael sintió la mirada de Emilio casi como una ofensa. Había vivido doce años imponiendo el miedo y alimentando su soberbia con su manera de vivir, durante los cuales ningún hombre se había atrevido a mirarlo de esa manera.

–¿Qué le pasa? –preguntó con sequedad–.

–¿De qué me está hablando? –dijo tranquilamente Emilio–.

–De esa forma de mirarme.

–Usted me habló y yo para contestarle lo miré –dijo sonriendo, sabiendo que el otro había entendido perfectamente su mirada– eso es todo, no se lo tome a mal.

–No, está bien, pero no estoy acostumbrado a que me miren así…

–Bueno –dijo Emilio– eso ya no es mi problema.

–¿Sabe una cosa?, yo a usted lo conozco de algún lado… no sé de dónde… ¡pero ya lo voy a sacar…!

Miguel

Tercera y última parte en "DOMINGO": http://blogs.montevideo.com.uy/blognoticia_47324_1.html

Primera parte en "VIERNES": http://blogs.montevideo.com.uy/blognoticia_47322_1.html




26.07.2011 23:38

"Un farol balanceando en la barrera
y el misterio de adiós que siembra el tren..."
Homero Manzi

TERCER DÍA - DOMINGO

A las nueve de la mañana Emilio aún dormía, Filomena intentaba despertarlo.

–Emilio…, Emilio… –le susurraba y lo besaba–.

–¿Qué pasa? –dijo medio dormido–.

–Me pediste que te llamara a las 9 para ir a Misa de 11…

–Ah, sí… ya me levanto.

–Anoche recibí el regalo más hermoso de mi puta vida… sí, puta vida, dije.

–Gracias, nunca me voy a olvidar de vos… si antes tenía el recuerdo del adolescente, hoy tengo el del hombre. Yo también lo pasé muy bien –le dijo acariciándole la mejilla– ¡sos formidable!

–Mientras te bañás te voy preparando el desayuno.

–Me cuesta levantarme, me siento tan bien aquí.

–Por mí te podés quedar para siempre –le dijo riendo–.

–No… le prometí al bueno del Padre Miguel y no lo puedo defraudar.

Un rato después se sentaba a desayunar con Filomena. Era casi un almuerzo lo que había sobre la mesa: pan, masas, fiambre, bizcochos calientes, café, leche y jugo de naranja.

–Todo esto es muy rico, pero yo de mañana como muy poco.

–Bueno, como no sé lo que te gusta, me pareció que lo mejor era traer de todo.

–Gracias por todo lo que me has ofrecido en estas pocas horas que estuve contigo. Cuando vine al pueblo no pensaba encontrarte, y menos pasar una noche como ésta.

–Espero que algún día vengas a visitarme, siempre vas a tener un lugar en mi casa, no te olvides.

–No te prometo nada, pero me puedo aparecer en cualquier momento. Ahora me voy, no quiero llegar tarde.

–Chau, Emilio –Filomena presintió que nunca más lo volvería a ver–.

–Chau, Filomena, gracias por todo.

–Gracias a vos.

Salió a la calle cerca de las 11, ya a esa hora había una temperatura de casi 28 grados. A pesar del cielo cubierto y la lluvia amenazante, había bastante gente en la calle, la mayoría dirigiéndose a la Parroquia. Apuró el paso, y casi al llegar encontró a Roque.

–Llegás justo, gurí, el Padre Miguel es muy puntual.

Entraron juntos y buscaron un lugar. Al comenzar la Misa, Emilio pensó que mientras estuvo en Monte– video, jamás había entrado a una iglesia.

Después del Evangelio, el Padre Miguel leyó un pasaje de la Biblia, y luego dijo algunas cosas puntuales, aludiendo dis– cretamente a algunos de sus fieles.

–Además quiero decirles –continuó– que después de veinte años de ausencia, ha venido al pueblo Emilio Porta.

Ayer estuvo a visitarme, y esta mañana está aquí con nosotros, oyendo Misa. Es un buen cristiano, que ha perdido un poco el rumbo por las cosas que le han pasado. Pero está con Dios, y con su ayuda va a reencontrar el camino de la paz espiritual y la resignación ante la adversidad y el dolor. Dios nos quiere fuertes para que podamos soportar todas las tempestades que se nos presenten. Amén.

Una vez finalizada la Misa, al salir de la Parroquia, muchas personas se acercaron a Emilio para saludarlo. Se sintió feliz de que la gente de su pueblo lo recordara con cariño.

Cada vez hacía más calor y el cielo se ponía más plomizo.

–Son las 12 –dijo Emilio a Roque– ¿me acompañás al club a tomar algo?, después pasamos por tu casa a buscar mi bolso y nos vamos a la estación, tenemos dos horas todavía.

–Supongo que comerás algo, el viaje es largo.

–No, ya comí bastante en el desayuno, Filomena me preparó de todo.

Cruzaron la plaza y entraron al club. Había mucha gente, algunos lo saludaban y otros hacían comentarios en voz baja.

–Decime, Roque, el que está detrás del mostrador de la cantina ¿es el vasco Arrillaga?

–Sí, ¿cómo lo reconociste?

–Está igual. –Emilio se le acercó– ¿Qué hacés, vasco?, tanto tiempo sin verte, soy Emilio Porta.

–¿Cómo andás, hermano? –lo saludó con una exclamación sonora– me enteré que andabas por acá, pero no te hubiera reconocido. ¿Te acordás cuando me venías a buscar para salir a quilombear porque yo era más grande?

–¡Si me acordaré!, aprendía cosas contigo, eras un buen compañero.

–¿Viniste por mucho?

–No, me voy esta tarde, en el tren de las 2.

–Qué pronto…

–Vasco, nos vamos a sentar con Roque a tomar una cerveza, antes de irme te veo.

–Ya les sirvo, pero yo invito, ¿eh?

–Gracias.

Buscaron un lugar entre el gentío y se sentaron frente a una mesa en el centro del local. Algunos bebían, otros jugaban a las cartas, y otros andaban por ahí "mosqueando", como se dice en el campo.

Pocos minutos después, se recortaba en la puerta la siniestra silueta de Ismael Pereira. La mayoría de las miradas se dirigieron a él. Avanzó unos pasos por el interior del local, buscando a alguien con los ojos, casi todos sabían a quién.

Cuando localizó a Roque y Emilio, se dirigió directamente a ellos, creando cierto nerviosismo entre los presentes... temían el desenlace que pudiera tener semejante encuentro.

–Ahí viene Ismael –le susurró Roque a Emilio no bien lo vio–.

Emilio no le contestó ni cambió de posición, le siguió conversando de otra cosa. Ismael se paró delante de Emilio, que no lo miraba. Entonces, levantando la voz para ser escuchado por todos los presentes, le gritó:

–Anoche cuando te vi con Filomena te dije que te iba a sacar –su sonrisa era burlona– y no te diste a conocer porque tuviste miedo que te cagara a palos, como antes que te fueras…

Emilio apenas lo miró, distraídamente, saboreando su cerveza. Roque intervino, tratando de calmar a Ismael.

–El muchacho no te hizo nada, Ismael, quedate tranquilo, sólo vino a visitar el pueblo.

–¡Vos callate, que contigo no es la cosa!, ya te perdoné la vida cuando lo ayudaste a escapar.

Un espeso silencio había llenado el lugar. Desde los parroquianos hasta los que atendían el club, todos habían quedado inmóviles, como congelados, presintiendo una tragedia.

–¿A qué mierda viniste? –le gritó– ¿creíste que no te iba a reconocer?, te puedo sacar a fustazos del pueblo, pero no quiero avergonzarte delante de la gente… así que te perdono la vida si te levantás ahora, te vas y no aparecés nunca más.

–Está bien, Ismael –le dijo Emilio– pero me voy a las 2 de la tarde.

–¡No! –insistió con la cara contraída por la rabia– ¡tiene que ser ahora!

–Por favor –dijo Emilio haciendo un último esfuerzo por no perder la paciencia– no me molestes más.

Ismael levantó la fusta y vio que Emilio no se movía, entonces descargó el golpe, pero antes que lo tocara, con la rapidez de la luz, Emilio estaba de pie, tomando la fusta a mitad del recorrido con la mano izquierda y asestando un golpe con el pie derecho en el pecho de Ismael.

Sorprendido por la velocidad del golpe, perdió el equilibrio y cayó cuan grande era sobre la mesa de atrás, desparramando vasos y botellas y empujando a los ocupantes. Emilio se quedó parado a dos metros del cuerpo caído.

–Guacho hijo de puta, ¡te voy a matar!

Desde el suelo sacó un revólver que no llegó a apuntar al cuerpo de Emilio, porque de una patada se lo arrancó de la mano. Empezó a levantarse lentamente, mientras Emilio, a su frente, miraba sus movimientos. Ismael nunca se había sentido tan humillado, tenía el rostro enrojecido por la furia. Cuando estuvo de pie, Emilio intentó calmarlo una vez más.

–Ya está, Ismael, vamos a terminarla y acá no pasó nada.

Como respuesta, Ismael extrajo un cuchillo de entre sus ropas. Se escuchó un murmullo denso en el salón y el grito de Roque:

–¡Cuidado, Emilio!

Ismael, totalmente descontrolado se le abalanzó como una fiera enfurecida. Con un movimiento rápido, Emilio inclinó el cuerpo hacia la derecha, e Ismael pasó de largo, quedando semicolgado de una mesa.

Antes que pudiera incorporarse, Emilio, buscando la mejor ubicación para su cuerpo, respiró profundamente, levantó su mano más arriba de la cabeza y desde allí la descargó, con la potencia precisa de un karateka cinto negro, y el filo de su mano derecha cayó como un machete sobre la espina dorsal de su adversario, a la vez que exhalaba un grito en medio del silencio, que paralizó del todo a los testigos.

Fue un golpe seco y duro. Ismael, que aún se apoyaba en sus piernas, las vio aflojarse y se desplomó. Yacía patético sentado en el piso, contra una columna, el cuchillo ya no estaba en su mano. La gente no salía de su estupor por lo que había visto, y permanecía estática.

–Te voy a matar, ¡guacho de mierda!

Todavía le quedaba aliento para vociferar, como bestia rabiosa que no se resigna a la derrota. Hizo un intento para incorporarse y no pudo. Volvió a insistir, pero sus piernas no le obedecieron.

–Vamos, Roque, esto se terminó.

Miró por última vez a la gente sorprendida y se marchó calle abajo. Ismael pedía por favor que lo ayudaran a levantarse, pero todos salían, sin mirarlo, como si no existiera. En ese momento entró el Comisario con dos agentes. Tomó declaraciones a los testigos del incidente, que coincidieron en que Emilio había actuado en total defensa propia; entonces los invitó a firmar sus declaraciones en la Comisaría.

Pocos minutos después, llegó la única ambulancia que había en el pueblo. Ismael seguía insultando a todos, sus palabrotas se oían desde adentro del vehículo aún después de cerradas las puertas.

Emilio recogió el bolso de la casa de Roque y llegó a la estación cuando el tren tomaba la última curva para entrar al pueblo y entreparaba lo suficiente para dejarlo alcanzar el último vagón, luego de abrazar a Roque, que se quedó parado entre las vías.

Desde la última plataforma, mientras el tren se alejaba cadencioso, Emilio miraba la figura de Roque empequeñecerse lentamente. Gruesas gotas de lluvia empezaron a caer sobre la tierra reseca, que las bebía con insaciable avidez.

Ismael no volvió a caminar. Seis meses después, en su silla de ruedas, terminó con su vida pegándose un tiro. Desde ese día, el pueblo volvió a tener la paz tan esperada. FIN

Miguel

Primera parte en "VIERNES": http://blogs.montevideo.com.uy/blognoticia_47322_1.html

Segunda parte en "SÁBADO": http://blogs.montevideo.com.uy/blognoticia_47323_1.html




01.07.2011 02:56

Mi muy querida Marta:

Hoy 10 de mayo, hace dos años que decidiste abandonarme por alguien de quien según vos– te enamoraste. Creo que eras muy joven aún para saber qué es el amor, y no porque se necesite una edad determinada para tener conciencia de eso.

Me han contado que tus cosas no marchan bien, pero ésos siempre son chismes, la verdad sólo la sabés vos.

Cuando te conocí –recuerdo– estabas con Ester, aquella amiga común de la Facultad. Recién habías cumplido 19 años. En cuanto te vi sentí una vibración en todo mi ser y presentí que ibas a ser alguien muy importante en mi vida... Y vaya si lo fuiste, aún hoy lo seguís siendo. Yo tenía 30 y algunas desilusiones a cuestas y pude intuir que contigo mi mundo iba a cambiar. Te había visto dos o tres veces al pasar y ya me gustabas mucho.

Recuerdo nuestro primer café en el boliche Alcalá de Gral. Flores y Yatay donde me hablaste de tu madre, que se había quedado en Young cuando viniste a Montevideo a estudiar Medicina, tu vocación desde niña. Me contaste cómo conseguiste trabajo en una tienda para sobrevivir pagando la pensión y continuando tus estudios, cuando se terminaron los pocos pesos que habías traído. Me sentí muy feliz de que compartieras conmigo esas cosas de tu vida. El destino me estaba regalando algo muy hermoso con tu sola presencia, aún sin saber si sentías algo por mí.

Después de algún tiempo te propuse compartir mi casa –modesta pero suficiente para dos personas–, sin obligaciones ni compromisos para ninguna de las dos partes. Vos no lo sabías, pero a partir de ese día empecé una vida nueva, por primera vez me había enamorado y era hermoso el sentimiento profundo que albergaba en mi alma. Esperaba el momento adecuado para decírtelo, temía asustarte.

Aquella noche de agosto, cuando salvaste el examen tan complicado que te había tenido más de un mes estudiando, hacía mucho frío. Compramos pizza, fainá y figazza y dos botellas de aquel vino "berreta" que nos gustaba mucho para celebrar. Calentamos bien la pieza con la vieja estufa a kerosene y festejamos tu éxito. Nos reímos del profesor petizo y bigotudo que te había "llevado la carga", al que siempre le dabas alguna esperanza.

Recuerdo que en medio de esa alegría que estábamos viviendo, me acerqué y te tomé de las manos... te quedaste muy quieta, mirándome a los ojos... yo besé suavemente tu mejilla y luego tus labios y a partir de entonces nuestras vidas fueron maravillosas.

Tal vez te aburra repasando las cosas que viviste conmigo, no sé si estos recuerdos te resultan tan lindos como a mí.

En estos dos años nunca recibí cartas tuyas, sólo tuve noticias por amigos comunes. Más de una vez intenté escribirte, pero me faltaba el estado de ánimo necesario. Hoy, por fin lo pude hacer.

Sin proponérmelo, vienen a mi mente los recuerdos de cuando por fin nos recibimos y ese verano nos fuimos a Las Toscas a pasar diez días en el hotelito cerca de la playa. Nos amábamos hasta el amanecer y después dormíamos hasta las tres de la tarde.

Y también recuerdo la noche en que me dijiste que te ibas para Santiago con aquel médico chileno que conocimos en el Clínicas. Sabía que algo andaba mal, sin imaginarme que eso podía suceder. Haciendo un enorme esfuerzo logré serenarme y te hice creer que esa noticia no me importaba mucho... Eso te sorprendió, claro, era todo lo contrario, me estaba haciendo mil pedazos. Pero ¿qué podía decirte?, si ya habías tomado la decisión y no ibas a cambiar. Tratar de convencerte hubiera sido en vano, habría cambiado una triste despedida por una inútil discusión que te dejara un mal recuerdo.

La vida está llena de sorpresas, quién sabe si algún día en algún recodo del camino nos podemos encontrar... y tal vez no separarnos más. Te sigo queriendo como la primera vez que te vi. Mi amor te espera. Angélica.

Miguel - laquincena@montevideo.com.uy




06.06.2011 23:17

En Francisco Muñoz y La Gaceta, allí en la bajadita y a una cuadra de Villa Dolores (ZOO), en el año 50, nacían en la misma cuadra. Sólo los separaban tres casas en la distancia y diez días en la edad.

Fueron creciendo juntos, compartiendo sus juegos de niños, la misma vereda, la misma clase en la escuela Paraguay, de Rivera y Julio César. Después, la adolescencia, cuando asistieron juntos al liceo, sus salidas con las compañeras. Andrés se perfilaba como un muchacho simple y práctico. En cambio Mario era lírico y soñador. Los unía la lealtad, la generosidad, la inteligencia. Eran dos auténticos amigos.

Cuando cumplieron 18 años, Andrés tuvo que operarse, era imprescindible una transfusión y tenía un tipo de sangre muy difícil de conseguir. Pero el destino quiso que la de Mario fuera igual que la suya. Si eran amigos desde que nacieron, ahora eran hermanos de sangre.

Cuando murió la madre de Mario, Andrés le prestó la suya, afianzando su hermandad.

Las hojas del almanaque fueron cayendo inexorablemente. Ya el Montevideo que habían conocido de niños, no era el mismo. Tenían 23 cuando este hermoso país ya venía cambiando su vida tranquila de gente alegre, optimista y feliz; por el miedo, la injusticia, la impotencia. En un día de julio del 73 los tanques y las botas resonaron en el asfalto mancillándolo todo.

Andrés se rebelaba en silencio. En cambio Mario  -idealista y rebelde-  se unió a un grupo que resistía al despotismo. Pocos meses después, le avisó a su amigo que iba a intentar salir del país con otros compañeros, porque sabía que si los milicos lo encontraban, se lo iban a llevar. "Por tu bien, no podremos comunicarnos  -le dijo-  pase el tiempo que pase".

Los amigos se separaron con un interminable abrazo en presencia de la madre de Andrés, que con el rostro cubierto de lágrimas contemplaba impotente tanta tristeza, llorando por los dos.

Mario pudo salir del Uruguay. Con el dolor de abandonar su tierra, dejó en ella sus cosas más queridas, y también su alma. Se exilió en Suecia, uno de los tantos países que abrió sus puertas dando refugio a muchos latinoamericanos que escapaban de la dictadura. Los años pasaron lentos, casi interminables, para todos aquellos que sólo piensan en volver.

A fines del 84, cuando los militares le estaban entregando el poder a los políticos, comenzó el retorno de muchos compatriotas deseosos de volver a su tierra.

Mario llegó a Carrasco y se dirigió directamente a la casa de Andrés. Caía la tarde en aquel tibio noviembre cuando entró al jardín, donde lo asaltaron de inmediato los recuerdos de su niñez, jugando juntos allí todos los días. Tocó timbre y enseguida se recortó en la puerta la figura de Celina, madre de Andrés. La presencia sonriente de Mario la estremeció, habían pasado 11 años. Mario tenía 34, como su hijo, aunque el pelo tempranamente encanecido le daba aspecto de  mayor.

La sorpresa de Celina se convertía en alegría, apretados en un cariñoso abrazo, cuando Mario preguntó por Andrés. Con los ojos humedecidos y la voz entrecortada, balbuceó: "Andrés murió hace cinco días; siempre te estuvo esperando, sabía que en algún momento ibas a llegar. Tuvo un accidente, se necesitaba una transfusión para salvarle la vida y hubo muchos donantes, pero ninguno compatible".

Mario sintió una profunda congoja, rodaron lágrimas silenciosas por sus mejillas y sólo pudo decir, desconsolado: "¡Llegué demasiado tarde!"

Celina, lentamente, fue hasta un cajón de un mueble y retiró un sobre. Tomá, es una carta que te escribió poco antes de morir.

Mario la leyó: "Hermano, si lees esta carta, ya no estaré en este mundo. Espero que estés bien, te deseo una larga y feliz vida. Yo sabré esperarte, para reencontrarme contigo en el mundo del silencio. Nuestra amistad es como el mar, vimos el principio, pero nunca veremos el final".

Miguel - laquincena@montevideo.com.uy




30.03.2011 03:48

Nadie sabe quién lo empezó a llamar Pilo desde muy chico, que es el nombre de un pequeño arbusto con flores amarillas oriundo de Chile. Había nacido en un viejo conventillo del Barrio Sur.

Cuando tenía 4 años le mataron al padre, y la madre empezó a cambiar de compañero con mucha frecuencia. El que tenía en el tiempo de esta historia ya era el cuarto en seis años -sin duda el peor de todos- un atorrante que la maltrataba y mandaba a Pilo -que había cumplido 10-, a la calle a vender curitas y pastillas o simplemente a mendigar. Siempre le parecía poco el dinero que traía y eso era simple motivo para golpearlo.

Pilo sentía una sensación incomprensible para su edad. Era... impotencia. En su mundo interior iba acumulando el también todavía indescifrable odio. Cuando lloraba, no lo hacía por el dolor que le causaban los castigos, sino porque no podía devolver los golpes.

No entendía por qué su madre soportaba y mantenía a ese hombre. Si bien su propia vida no lo dejaba pensar como un niño de su edad, tampoco estaba en condiciones de hacerlo como un adulto. Su mayor deseo era hacerse grande pronto para poder defenderse.

Eran las 3 de la tarde de un día de julio muy frío. Las gotas de lluvia empezaron a caer tímidamente como hebras de hilo, aumentando de a poco hasta sonar golpeando contra el pavimento. Pilo se guareció en la entrada de un comercio de la calle Sarandí, pensando "qué lindo sería ver llover abrigado, desde una cama tibia, en una casa con ventanas de vidrio". Un sueño inalcanzable para él, que tenía para dormir un rincón de la pieza cerrada del conventillo con el Negro -su perro compañero-, que le brindaba calor en las noches frías y el consuelo que los animales saben darle al amigo cuando está triste.

La lluvia seguía. Era un mal día para él. La gente pasaba a su lado casi corriendo, prendida a los paraguas o envuelta en largos impermeables. Se largó a caminar y su grito de "¡Curitas y pastillas de menta para la tos!" se perdía entre lluvia y gente, sin que nadie se percatara que estaba ahí. Hizo dos cuadras más y buscó refugio en un bar.

Adentro, en la mesa junto a la ventana, dos viejos discutían de política frente a los pocillos de café ya cubiertos de ceniza y puchos. Más al fondo, un tipo casi sin edad hablaba solo y escribía. Acodado en el viejo mostrador de mármol, un curda con la mirada perdida en un mundo indefinido, entre mueca y mueca bebía a sorbos cortos un líquido amarillento.

En un rincón, un hombre gordo y rosado recibe con regocijo las cuatro medialunas de jamón y queso y la cerveza que le sirve el mozo. Mira el plato con placer y comienza a masticar. Pilo ofrece su mercadería mesa por mesa ante la total indiferencia de los parroquianos. A nadie le importa su presencia más que al mozo, que lo ve como a un intruso.

El gordo se apresura a devorar su festín, temiendo que el chico se lo robe. El ebrio ve un mundo de fantasías dentro del vaso que sostiene con la mano. El mozo echa a Pilo del boliche, que al salir le hace burlas gesticulando su carita tiznada con aspecto de payaso.

Pasa por al lado del curda que ahora sí lo ve y en su rostro se dibuja una triste sonrisa... Tal vez los recuerdos se le escapan del vaso y a su mente aflora un tiempo no muy lejano, con una familia y un chico como Pilo que hace mucho que no ve, en algún lugar del mundo. El humo, el alcohol y sus nostalgias lo hacen lagrimear. Con el reverso de la mano enjuga las gotas salobres que corren por sus mejillas y vuelve a su sopor.

Una vez más la calle, y esa lluvia que lo hace apurar el paso recostándose a las paredes. Es inútil, igual se moja el viejo pantalón gastado y su deshilachada campera está empapada. No le preocupa, está acostumbrado. Desde que salió del bar sólo tiene en mente las medialunas del gordo... "qué bueno hubiera sido haber podido darles tan solo una mordida..." Si hay algo que siempre tuvo en su corta vida fue hambre, como una compañera, conviviendo con ella cada día. Eso también se le ha hecho costumbre.

A veces piensa que sería feliz si su madre no tuviera a ese hombre a su lado. Tiene una vaga idea del amor físico, la calle le ha enseñado muchas cosas pero algunas no alcanza a comprender con claridad.

Está en la puerta de una pizzería. Ve al pizzero cortar sobre una tabla los trozos triangulares manejando su filosa cuchilla con rara habilidad para luego distribuirla entre algunos clientes al pie del mostrador. El aroma lo impulsa a entrar. Su hambre es mucha, pero no puede gastar el poco dinero de sus ventas del que habrá de rendir cuentas cuando regrese. También son muchos sus deseos de pedir, pero su orgullo se lo impide. Como fascinado, tiene los ojos fijos en aquella masa humeante.

Espera un milagro... tal vez alguno de los parroquianos le ofrezca una porción. Pero no. Todos comen con avidez, se chupan los dedos... no lo ven. Pilo está allí como petrificado, con todo su ser pendiente de un miserable trozo de pizza.

Es muy difícil explicar el hambre con palabras, y más aun a las personas que jamás la han padecido... sólo la conocen bien los que la sufrieron.

De pronto ocurre algo que aumenta su tensión: de las manos de un cliente resbala un triángulo de pizza con muzzarella que se aplasta contra el piso cubierto de aserrín, puchos y barro. El hombre entonces le dice, con sarcástica sonrisa: "Si querés ese pedazo que cayó te lo doy, es tuyo". Pilo siente un tremendo deseo de contestarle "Metételo en el culo"... Pero se aguanta, prima el hambre sobre el orgullo. Levanta la sucia porción con bronca y sale corriendo.

En la calle, le da una mordida y llora. Llora de impotencia, por no haber podido reaccionar. La llovizna fina y suave le cubre el rostro, acompañando la dolorosa tristeza de esa niñez que el destino le asignó.

Muchos Pilos crecerán confiando en que algún día, cuando sean adultos, conocerán las respuestas a las tantas cosas que antes no comprendieron... Tal vez -y sin tal vez- ninguno de ellos encuentre alguna que le resulte coherente...

Miguel




12.03.2011 13:51

A pesar de que sus ruedas giraban inseguras en el erosionado eje, el carro rodaba rápido en dirección a la periferia. El tostado noble y guapo  -con las orejas levantadas para avizorar mejor en la oscuridad-  tenía prisa por llegar por fin a su casa después de la larga jornada.

Era un 24 de diciembre, fecha propicia para que la gente se mostrara generosa. Parecería que lo malo de los seres humanos se toma vacaciones en esos días y aflora casi por arte de magia un desprendimiento que todos desearíamos que existiera todo el año.

El centro de la ciudad con sus luces y su efusiva algarabía, iban quedando paulatinamente atrás. Andrés guiaba el carro, sentado sobre un asiento de madera suavizado con un viejo y descolorido almohadón. Tenía 60 años y los últimos 15 habían sido muy duros. Carencias de todo tipo, fríos y lluvias, habían marcado en su físico un deterioro prematuro. Sus brazos, manos y piernas, sufrían de fuertes dolores reumáticos.

Pasaría por la parrillada cercana a su casa a llevar algo para comer. Esta vez su perro, el Negro, no lo acompañaba. Había tenido un accidente y no podía caminar. Además, como debía estar quieto, se había quedado solo en el rancho. Llegó cuando el boliche ya estaba cerrando.

-Feliz Noche Buena, don Pedro, llegué justo a tiempo.

-Claro, hombre, tómese algo a mi salud, no todos los días son vísperas de Navidad.

-Gracias, don Pedro, me tomo una de apuro para no despreciar y me voy enseguida, el Negro se quedó solo en casa.

-¿Cómo está de la pata?  -preguntó don Pedro, con la preocupación sincera por alguien muy querido-.

-Se va a reponer  -contestó Andrés-  y espero que pronto vuelva a ser el de antes.

-Siento lo que pasó  -dijo don Pedro-,  pero queda el consuelo de que pudo haber sido más grave la cosa.

-Es muy cierto  -dijo Andrés-.

Se quedaron en silencio un momento y el bolichero le entregó lo que había pedido: asado, chorizos, pan, tabaco y hojillas. Pagó y se despidió. Subió al carro y ahora sí, de vuelta a casa. Los cohetes que flotaban sobre el ralo caserío, marcaban que ya era medianoche. Algunos se elevaban muy alto, para después descender en forma de múltiples estrellas muy fugaces.

Andrés, más bien alto, daba muestras de la buena estampa que había tenido en su juventud. Con ojos tristes y cansados, aunque siempre mirando de frente a quien le hablara; salvo cuando estaba solo, mateando y mirando el piso de tierra, como ausente.

Había levantado el rancho cerca del río, en terrenos fiscales. Mientras el tostado trotaba, se le agolparon recuerdos, de esos que se quedan prendidos en el alma y no se olvidan, porque han dejado una marca permanente.

Antes había vivido distinto. Trabajaba en la Fábrica de Vidrio desde muy joven y se había casado con una gurisa de su barrio, Rivera y Comercio. Sofía era muy bonita y los dos estaban enamorados. Después de veinte años en pareja, una noche dejó el turno tres horas antes de lo acostumbrado. En su casa encontró a un compañero de trabajo con su mujer, que al verlo quiso escaparse, pensando que Andrés lo iba a matar. Pero su reacción fue muy distinta. Se puso delante de él, que aun estaba desnudo, y le dijo con calma:

-Ya que te jugaste entrando a mi casa porque ella te lo permitió, ahora hacete cargo, quedate, y dale lo que tal vez yo no le pude dar. Ella te eligió. Yo junto mis cosas, que no son muchas, y ya me estoy yendo.

-Pero Andrés...  -intercedió Sofía-. 

-No. No me expliques nada. Quedate tranquila que no te voy a hacer nada. Ya me voy.

Juntó sus pertenencias y se marchó. Poco tiempo después la fábrica cerró y con 45 años ya no pudo conseguir un trabajo fijo. Después de ese insuceso, su vida comenzó a ser otra.

Lo más lindo que le pasó fue cuando una mañana, casi al amanecer, un  pichón de perro negro como el carbón, se le apareció frente al tostado, moviendo la cola, sin notar el peligro que corría. El tostado se entreparó y él lo detuvo. Subió al carro al cachorro, que desde entonces se hizo uno más de la familia, compañero de largas jornadas, acompañándolo en las tristezas y en las alegrías.

Cuando Andrés estaba contento, el Negro saltaba a su alrededor y ladraba, como forma de reírse. Cuando lo invadía la nostalgia, él se echaba a su lado y le lamía las manos, como diciendo "aquí estoy yo, no estás solo"; y así Andrés salía de sus estados depresivos.

Mientras tanto en el rancho, echado junto a la cama de hierro, con el hocico apoyado sobre el piso de tierra y las orejas bajas, el Negro espera. Extraña la presencia de Andrés. ¡Cómo lo molestan los cohetes...!, ¿por qué tardan tanto?

Siente deseos de aullar y su aullido es como un lamento. De pronto su instinto presiente que están cerca. Sí, claro, el carro ya viene por el camino de tierra. Demuestra su alegría, mueve sin cesar su cola. Qué lástima que no puede salir a recibirlos, le cuesta mucho caminar. ¿Por qué se le habrá ocurrido correr a aquel perro ladrón que le robó un hueso? No vio el auto que se cruzaba.

Por fin, Andrés llegó. Desprendió el noble tostado, le quitó los arreos, le volcó unos baldes de agua por el lomo sudado, le dio su ración y mucha agua. Después de hacerle unas caricias en la cabeza y darle unas palmaditas en la tabla del pescuezo, entró y acarició al Negro, que le demostraba su alegría de todas formas.

Se lavó las manos, puso la carne y los chorizos en una fuente, arrimó una silla y empezó a comer, repartiendo con el Negro, su amigo y compañero. Mientras la botella de vino se iba vaciando, encendió una lámpara a querosén que estaba sobre un cajón, al borde de la cama.

Cerró la puerta con el pasador bastante oxidado por los años y se alivianó un poco de ropa, el calor era mucho. Se recostó en la cama y el Negro se acomodó a sus pies. Mientras hojeaba una revista vieja, siguió bebiendo. Poco a poco, el cansancio le fue ganando y se quedó dormido. De sus manos cansadas y reumáticas, la revista empezó a deslizarse hasta rozar la lámpara y tomó fuego. Pero ardieron también las paredes de madera, el viejo ropero, la botella de querosén, y el plástico que había en el rancho.

El Negro comenzó a ladrar frente a la cara de Andrés, advirtiéndole el peligro. En unos segundos que fueron eternos, Andrés se despertó, semi asfixiado. Tomó al Negro en sus brazos y buscó con desesperación la puerta para escapar de aquel humo que ahogaba.

El viejo pasador está trabado, y Andrés se desespera tratando de escapar de esa trampa infernal, mientras las llamas van consumiendo rápidamente todo lo que encuentran a su paso. Sigue luchando contra la maldita traba que no cede, pero el humo no lo deja ver y el calor es insoportable. Tiene que zafar de ese infierno de cualquier manera: da un paso atrás y arremete contra la puerta con todas sus fuerzas. El Negro en sus brazos, se siente protegido y ya no ladra. Por fin, la puerta cede al golpe de su hombro y ambos caen del otro lado del fuego.

Se levanta justo cuando los horcones y la cumbrera se desprenden envueltos en llamas. Con el perro encima, corre como puede hacia el tostado, que está nervioso mirando el fuego. Ahora, lejos del peligro y tirado en la tierra, está más tranquilo. El Negro, como agradecido de que lo haya salvado, le lame la cara y las manos.

Los vecinos corren a ayudarlo pero ya no hay nada por rescatar. El incendio se tragó su rancho y lo poco que tenía adentro. Andrés se encoge de hombros con resignación y acariciando a sus dos fieles amigos, les dice:

-No importa, lo que se perdió es lo de menos. Sólo tengo que levantar otro rancho y traer otras cosas con el carro. Los tengo a ustedes que son mi familia, nunca me van a fallar y me dan fuerza para todo. Lo único que importa en esta vida es el cariño verdadero, y de eso, nosotros tres tenemos tanto, que no hay incendio que lo destruya.

Miguel - laquincena@montevideo.com.uy



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