The Dark Knight Chronicles
El Caballero Oscuro escribe sobre cine, letras y otras inutilidades varias

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El Uruguay Mitológico

15.10.2009 11:34

Constataciones, interrogaciones y reflexiones "en orsai"

Me importa un bledo el fútbol; desde que hace ya muchos años encontré que para amargarse y disgustarse existen en el mundo cosas mucho más importantes que la devoción por el deporte del balompié. Como mera diversión, tampoco me resulta atractivo. Dicho esto, me consta que por diversos motivos, el fútbol en el Uruguay dista mucho de ser una "mera diversión". Para un privilegiado (?) grupo de individuos, el fútbol es ante todo un opíparo negocio, una fuente de ingresos lícitos, o a veces no tanto, de forma directa o indirecta: representantes de jugadores, directivos de asociaciones deportivas, periodistas, medios de comunicación y hasta vendedores de banderas, banderines y gorritos. También, por supuesto, para la élite de jugadores "profesionales" (?) que merecidamente o no, reciben importantes salarios "por patear una pelota", salarios que ciertamente, no se comparan con lo que reciben otros profesionales quizás menos importantes - docentes, enfermeros, albañiles y un largo y lamentable etcétera. Para la gran masa popular, el fútbol es el escapismo por excelencia, ni más ni menos que lo que era el circo de la Roma Imperial para las gentes de su época - reflexión ciertamente nada original, lo mismo que la que identifica al fútbol como un opiáceo de consumo hiperextendido.

La derrota de la selección uruguaya ante su par de Argentina ocurrida ayer - 14/10/2009 - es apenas un pretexto para exponer aquí algunas cuestiones que, según creo, forman parte del montaje llamado "Uruguay Mitológico". Tarea probablemente inútil, ya que nada de lo que se escriba aquí o en ningún otro lado, cambiará lo que el "fóbal" ha llegado a significar para nuestra singular República y la mayoría de sus escasos habitantes.

¿Cómo? ¿No que no hay plata?

Pocas veces como ayer se habrá visto al Estadio Centenario - "monumento histórico nacional"(?) - "tan colmado de espectadores", para hablar de acuerdo con la jerga periodística. "Espectadores", quizás, en el sentido último de la palabra, esto es, "gente que espera". Gente que esperaba asistir, no a un triunfo sino a EL triunfo de la selección uruguaya (es decir, contra Argentina). Gente que por el privilegio de asistir a ESE triunfo pagó sumas que no pagaría para asistir a otro tipo de actividad. "Compruebo un hecho, no lo justifico o excuso". No deja de sorprenderme que en estas ocasiones nuestro pueblo siempre tan depauperado, tan agobiado por las estrecheces económicas, tan abrumado por las "dificultades para llegar a fin de mes", siempre logre rascar el fondo del tarro o de la billetera para hacerse alegremente con una entrada, cueste lo que cueste. Alguien podrá decir que es "una apuesta a la esperanza"; para mí - siempre aceptando que los uruguayos no se quejan porque sí y que efectivamente a la gran mayoría le cuesta ganar dinero - es simple y llanamente plata tirada.

¿Cómo? ¿A estos tipos les pagan por jugar?

Era frecuente - ahora quizás no lo es tanto - que ante un mal espectáculo artístico, teatral o musical por ejemplo, los protagonistas recibieran fervorosos abucheos por parte de un público defraudado. También se dice que si la ineptitud del espectáculo trascendía los límites de lo tolerable, era frecuente que un público estafado reclamara la devolución del importe de la entrada. (En el circo romano las cosas se resolvían directamente en la arena, y quizás de una manera más justa, con una simple bajada de pulgar.) No puedo menos que sorprenderme, aún sabiéndome ajeno al asunto, que los enfervorizados aficionados al fútbol no protesten ante lo que parece un generalizada estafa y adopten medidas similares, medidas que peguen donde más duele, esto es, en las billeteras de los que lucran con el deporte. Incluyo en el paquete a los jugadores "profesionales" de fútbol. Se me ocurre que sería una medida de estricta justicia: un trabajador que no se desempeña como es debido en cualquier empresa se ve de una forma u otra afectado en su remuneración. Inexplicablemente, no parece ocurrir así con los profesionales de la pelota. Dejamos para otro momento la discusión acerca de un aspecto ético del asunto: si un jugador uruguayo forma parte de un equipo extranjero, se convierte en un "ídolo de multitudes" y percibe suculentas sumas bajo la égida de ese club, y si ese jugador considera inconveniente arriesgar sus piernas y su físico - que en definitiva son su capital - sólo por la "camiseta", ¿es esta actitud digna de crítica? Seriamente.

¿Cómo? ¿Ya no le ganamos a - casi - nadie?

1924, 1928, 1930, 1950... Nunca unas fechas fueron tan significativas para el fútbol uruguayo, nunca unas fechas tuvieron tal efecto de boomerang para las generaciones posteriores. Convencidos como estábamos - estamos - de que en el fútbol éramos - somos - obligadamente pares de los semidioses del Olimpo, cada nueva derrota trae un sentimiento de bochorno cada vez más difícil de ocultar. Bochorno potenciado, además, por el inevitable "autobombo" que los medios periodísticos practican de manera invariable cada vez que se aproxima un partido. Repito que el tema no me afecta ni siquiera a nivel epitelial; pero no puedo evitar pensar que los equipos de otros países, que han logrado desarrollar una carrera futbolística quizás menos "gloriosa" pero menos traumática que la de nuestra selección, deben mirarnos con cierta conmiseración. No con la conmiseración que se le otorga, digamos, a un atleta famoso que a pesar de haber sufrido alguna lesión importante se lanza a competir a la pista o a la cancha, aún sabiendo que "no" va a ganar. Diría que si los demás representantes del fútbol mundial se dignan a echar una mirada al añejo prestigio de la selección uruguaya, lo harán con la benévola tolerancia con la que soportaríamos a un comediante de antaño cuyos chistes ya no tienen gracia.

Digamos, de paso, que las "asimetrías" que surgen ante un enfrentamiento de la selección uruguaya con cualquier otra del planeta se hacen cada vez más patentes. "Ganarle a Uruguay" probablemente no signifique para otra selección mucho más que lo que significa ganarle al combinado de Ruanda, de Barbados o de Buthan. "Ganarle al otro" parece ser en cambio, para los uruguayos, "una cuestión de honor", seguramente por la "herencia maldita" de las fechas antes mencionadas. Ni que hablar cuando "el otro" es Argentina o Brasil.

¿Cómo? ¿Y entonces para qué queremos ir a un Mundial?

He formulado esta simple pregunta en más de una ocasión. Parece de una ingenuidad casi infantil: si hace casi sesenta años que la selección uruguaya sale a disputar un Campeonato Mundial sólo para volver con la cola entre las patas, ¿a qué desesperarse tanto por lograr un lugar en una contienda en la que seguramente nos pintarán la cara? La respuesta más frecuente que he recibido me resulta simplemente atroz, y me exime de comentarios: "Y bueno,lo que pasa es que si van a un Mundial los jugadores cobran una plata..."

Final: la perversión de la derrota.

Posiblemente sea una sensación, térmica o no, de quien esto escribe, pero tengo para mí de que, por un lado, nos hemos acostumbrado a perder, aunque vociferemos lo contrario. Cunde, además, la sensación de que cada vez que el fútbol uruguayo sufre una derrota, hemos sido despojados de algo que por derecho nos pertenece (otra vez la maldición de la historia.) También, se me ocurre, hemos empezado a aceptar cada vez más la idea de que el esfuerzo es inútil, que sólo con "meter huevo" - excúsese el vulgarismo - no es suficiente. Más grave me parece el hecho de sentirnos incapaces de hacer otra cosa. Hay además, una asociación que me resulta perversa: el esfuerzo, la lucha, no equivale a la vida, al florecimiento de la vida, al triunfo de la vida. Todo lo contrario: recién pasé por la puerta de un bastión político que lucía un cartel con la siguiente exhortación: "Vamos a dejar la vida". Espero que nadie lo tome al pie de la letra.




01.10.2009 12:44

El bronce nuestro

Lo cierto es que no lo conocemos a Artigas. Conocemos una imagen construída a partir de la segunda mitad del siglo XIX, una imagen funcional a los intereses de quienes en aquel momento gobernaban el "Estado Oriental". Una imagen que fue ampliamente difundida desde el poder y transmitida generación tras generación a todos los que poblaron estas tierras, con la importante ayuda de la por entonces flamante "escuela pública" reformada por Varela. Lo que la mayor parte de los uruguayos conocemos de Artigas es en el mejor de los casos algunas sentencias suyas - muchas veces tomadas fatalmente fuera de contexto - y en el peor, esa figura de bronce que preside en efigie la Plaza Independencia y nos coloca como sociedad, al decir de Vázquez Franco, "al filo de una estructura totémica".

Esa imagen de Artigas ha sido reinterpretada durante casi ciento treinta años, poniendo el acento en tal o cual aspecto de su obra, según el "gusto" particular de esos intérpretes, o bien, de acuerdo a los problemas y a la situación social y política del momento. Esto no ha cambiado demasiado hoy en día: mientras que para los sectores "conservadores" Artigas es ante todo el referente principal del "sistema democrático" en estas tierras, para la "izquierda" Artigas es ante todo el gran lider social de los orientales, aquel que dictaminó "que los más infelices sean los más privilegiados". De entre todos los rasgos peculiares que caracterizan nuestra visión de la historia del Uruguay, pocos habrá tan curiosos como esta permanente invocación a la figura de Artigas desde los extremos opuestos del espectro político e ideológico, desde posiciones tan antagónicas como los militares golpistas del '73 por un lado y los tupamaros por otro: ambos reivindicaron para sí el honor de ser los defensores y los representantes del "ideario artiguista", con absoluta y violenta exclusión del "otro".

Más que preguntarse "quién tiene razón" en esta controversia, quizás la pregunta que habría que hacer - y que casi nunca se hace - es "por qué" lo que se conoce como "el ideario artiguista" se presta a todo este juego de interpretaciones y malinterpretaciones. Habría que admitir entonces que la solidez y coherencia que se da por inherente al pensamiento del Prócer, de acuerdo a la enseñanza que todos hemos recibido, quizás no sea tan completa o absoluta. Cierto es que dudar de la "infalibilidad" del pensamiento de Artigas constituye poco menos que un delito de lesa patria. Se me ocurre que para el estamento militar del Uruguay tal duda adquiere el carácter de blasfemia suprema. ¿Y cómo podría nuestra izquierda, por su parte, cuestionar las acciones de Artigas, luchador implacable contra las oligarquías de España, Portugal y Buenos Aires? Artigas es como una batería de poder que nutre a estas fuerzas sociales: renuciar a él o cuestionarlo siquiera supondrá para cada sector una pérdida de su propio poder, de su peso específico en nuestra sociedad.

Probablemente por ello es que, como escribe Vázquez Franco, "Artigas es el único (o lo único) aceptado absolutamente por todos en el correr de la presente centuria que termina - se refiere al siglo XX - y no es aventurado pensar que lo seguirá siendo en la próxima y hasta en el correr del milenio que viene. No hay otro ejemplo que concite como Él la totalidad de las adhesiones... A través (de Él) se rinde culto al Estado, esa forma superior de organización del poder, según una de las tantas definiciones posibles".

Desde luego, para construir semejante imagen al servicio de un Estado, era imposible atribuirle al ídolo alguna humana flaqueza, al menos desde el punto de vista de su "pensamiento político" (con mayor facilidad se ha llegado a admitir que el Prócer tuvo una vida amorosa cuando menos turbulenta.) Otra cosa sería reconocer que Artigas fue, por ejemplo, un "adalid de la democracia" menos en los hechos que en las palabras. En realidad, Artigas no podía ser otra cosa que lo que realmente fue: un caudillo rural hecho para mandar y para hacerse obedecer. Quizás los primeros sorprendidos al comprobar este hecho fueron los mismos hacendados que lo proclamaron "Jefe de los Orientales", título referido específicamente a su carácter de "conductor militar" de la Banda. Cuando el consenso entre el caudillo y sus "soportes" se diluyó, Artigas no acató en absoluto aquello de que "mi autoridad emana de vosotros", sino que pronunció un anatema fulminante contra el llamado "Congreso de Capilla Maciel". Los detalles del desacuerdo pueden leerse, por ejemplo en la obra "Artigas y el federalismo en el Río de la Plata" de Washington Reyes Abadie: "La sesión... se inició con la lectura de un oficio de Artigas donde éste manifestaba que no concurriría y que atento al desaire que le hacían los representantes de los pueblos al no asistir a su alojamiento, 'no tenía qué exponer ni documento que remitir'." Sin discutir si la razón estaba o no en aquella oportunidad de parte de Artigas, cabría reconocer al menos que su actitud fue bastante tozuda y carente del menor atisbo de "diplomacia", por no hablar de "espíritu democrático".

¿Pero es válido cuestionar a Artigas por haber sido ni más ni menos que un hombre de su época? La democracia estaba lejos, muy lejos, de ser siquiera el imperfecto sistema "representativo" que hoy tenemos. El "pueblo oriental", tantas veces llevado y traído, tantas veces invocado por el caudillo, no debe entenderse como un cuerpo de electores y/o elegibles: era simplemente el campesinado y el "gauchaje" (dicho sin ninguna connotación peyorativa) cuyo único "ideal" era el "odio al godo", al decir de Zum Felde. Seguían a Artigas porque este era su caudillo, y por ninguna otra razón. Si hubiera sido posible o no transformar aquel tipo de relación diríamos casi "tribal" en una forma superior de organización política (¡un sistema democrático, nada menos!) es un tema que aún hoy está en discusión. Cabe pensar que Artigas pensó sinceramente que tal transformación era efectivamente posible, y probablemente pensó que sólo él, con su liderazgo, podría llevar a cabo la empresa - en una actitud que a mi juicio tiene tanto de "idealismo" como de "ingenuidad".

Creo sinceramente que si se pudiera hacer un análisis histórico desapasionado - sin la presión de un aparato estatal que no está dispuesto bajo ningún concepto a renunciar a su "tótem histórico nacional" (¿y qué otra cosa podría poner en su lugar?) - se nos revelaría a un Artigas mucho más coherente, humano y real que el bronce que cabalga en la cúspide del mausoleo de la Plaza Independencia, y al que todos nosotros de una forma u otra, lo sepamos o no, lo queramos o no, nos vemos obligados a rendir culto.




28.08.2009 12:34

Mapa de América del Sur con el Uruguay como punto central, según obra de Joaquín Torres García. Esta ilustración me recuerda a los antiguos mapas medievales en los que Jerusalén aparecía como el "centro del mundo".

Los buenos siempre ganan

El 27 de agosto de 1828 no es una fecha que recordemos en Uruguay con el fervor patriótico que le hemos adjudicado a otras efemérides; y no obstante, es a partir de esta fecha que se configura formalmente lo que con el tiempo vendría a ser nuestra entrañable RODELÚ. Parece que durante muchas décadas los ciudadanos de esta nación, o al menos aquellos que tenían tiempo para ponerse a pensar en estos asuntos, se mostraron renuentes a reconocer este hecho y elaboraron en su lugar una interpretación sesgada - si no directamente falaz - de los sucesos que culminaron con la Declaración de la Florida del 25 de agosto de 1825. Así, este acontecimiento - la "Declaratoria de la Independencia" - pasó a ser en nuestra historia oficial el momento clave en que se produce el definitivo "corte de amarras" de la Banda Oriental-Provincia Oriental-Provincia Cisplatina con lo que quedaba del derruido Virreinato del Río de la Plata. Del mismo modo, y tirando de la piola más allá de lo que la sensatez hubiera permitido, esos preeminentes-prominentes ciudadanos de antaño se empeñaron en demostrar contra viento y marea que el resultado de la Convención Preliminar de Paz firmada entre el Imperio del Brasil y el Gobierno de las Provincias Unidas, respondía plenamente a los intereses que los habitantes de la Provincia Oriental habían defendido durante casi dos décadas de lucha. Vale decir, que fue "un triunfo del heroico Pueblo Oriental", o si se quiere, una confirmación de lo que expresa el título de este artículo.

En realidad, el documento conocido como "Convención Preliminar de Paz" fue el acuerdo con el que concluyó una guerra que estaba resultando desastrosa para ambos bandos y que también resultaba cuando menos fastidiosa para la gran potencia imperial de la época, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, bajo el cetro de Jorge IV y el gobierno del PM Canning. Se sabe que este último despachó al vizconde Ponsonby a este rincón del mapa para actuar de "mediador" en el conflicto. Luego de complicadas negociaciones en las que se manejaron diversas fórmulas, todas rechazadas, se llegó a una solución de compromiso; se podría decir, una solución salomónica. En definitiva, el "objeto" de la disputa - esto es, la Provincia Oriental - no sería "ni para ti ni para mí", sino todo lo contrario.

Veamos parte del texto de la Convención, tomado del libro de Alfredo Castellanos "La Cisplatina, la Independencia y la República caudillesca":

"Art. 1º - Su Majestad el Emperador del Brasil declara la Provincia de Montevideo, llamada hoy Cisplatina, separada del territorio del Brasil para que pueda constituirse en Estado libre e independiente de toda y cualquier nación, bajo la forma de gobierno que juzgare conveniente a sus intereses, necesidades y recursos".

"Art. 2º - El Gobierno de la República de las Provincias Unidas concuerda en declarar, por su parte, la independencia de la Provincia de Montevideo, llamada hoy Cisplatina, y en que se constituya en Estado libre e independiente en la forma declarada en el artículo precedente".

Leídos así, en frío, estos dos artículos establecen, en primer término, que la "declaración de independencia" de la Provincia en cuestión la efectúa el Emperador del Brasil, lo que hace suponer que en aquel momento el monarca llevaba la voz cantante. No es extraño, ya que el gobierno de Gran Bretaña, "mediador interesado" en el conflicto, indudablemente se entendería mejor con un régimen monárquico ya constituido, antes que con las "democráticas" y problemáticas Provincias Unidas. El Emperador del Brasil, con el apoyo de Gran Bretaña, "declara" la independencia de la Provincia; el Gobierno de las Provincias Unidas "concuerda" - o acata - esa resolución.

Es importante, me parece, destacar que de acuerdo a la Convención, la independencia de la Provincia no "se concede", no "se reconoce", no "se otorga": se "declara". Imperiosamente, "se declara", y además, se declara expresamente para que la Provincia "pueda constituirse en Estado libre e independiente de toda y cualquier nación". Dejando aparte el hecho de que se dejaba a la Provincia elegir la forma de gobierno "que juzgare conveniente", el acuerdo proscribe cualquier posibilidad de unión del nuevo Estado con otro similar, bajo la fórmula de la federación o cualquier otra. El nuevo Estado deberá sí o sí, " constituirse en Estado libre e independiente". Esto, que luego de décadas de "vida independiente" y de exaltación de la "soberanía" y de la "grandeza" de la nación uruguaya, puede parecer efectivamente a nuestros ojos como "un regalo de los dioses", convertía a la entonces Provincia en una isla en tierra firme, en condiciones absolutamente desventajosas para desenvolverse en el entorno continental y, todo sea dicho, con poca capacidad de su "clase dirigente" para establecer y hacer funcionar un gobierno autónomo (tampoco eran mucho más capaces, ciertamente, las autoridades de las Provincias Unidas.) Baste como prueba las casi cinco décadas de conflictos ininterrumpidos que vivió el nuevo Estado luego de su "independización".

Otro punto que por demasiado evidente casi no surge de inmediato, es que ningún representante de la Provincia disputada figura entre los firmantes de la Convención, las llamadas "Altas Partes Contratantes". La "independencia" de lo que sería el Estado Oriental contó con la brillante ausencia de alguien que hablara por la parte interesada. Desde luego, en una jugada en la que intervenían dos monarquías poderosas que se prestaban mutuo apoyo, es dudoso de que a algún representante de este lado del Uruguay se le concediera voz y voto en el asunto...

Por último - y no es menor - como señala Vázquez Franco en su obra ya citada, la Convención ignora totalmente la Declaración de la Florida y sigue refiriéndose a la Provincia como "llamada hoy Cisplatina". Y más aún, se refiere a ella como "Provincia de Montevideo", provincia que jamás existió con ese nombre. La Convención, en tanto documento jurídico, "versa sobre cosa inexistente", al decir del historiador. En definitiva, a un documento que puede considerarse viciado de nulidad, que pone como condición para el cese de hostilidades la "independencia" del territorio disputado y que ni siquiera fue sometido a la consideración de los interesados (nuestros antepasados criollos), a tal documento debe el Uruguay su existencia como país desde 1828.

Por los motivos que fueran, los buscadores o "constructores" de identidad nacional prefirieron disimular el tema en años posteriores, al punto tal que los historiadores debieron recurrir a argumentos francamente inverosímiles - auténticas piruetas retóricas - para convencernos de que "todo había resultado según lo planeado"; todo había salido impecablemente de acuerdo con los irrenunciables principios siempre defendidos por Nuestros Próceres Fundadores. Veamos esta desolada declaración de Alfredo Castellanos:

"Esta fórmula de compromiso (se refiere a los artículos transcriptos anteriormente) entrañaba un tamaño error y una profunda injusticia de carácter histórico al hacer aparecer la independencia oriental como una concesión graciosa de las potencias signatarias de la Convención. La independencia oriental fue un largo proceso histórico que arranca de los sentimientos autonomistas de la gobernación de Montevideo durante el régimen colonial, adquiere carácter provincial bajo la inspiración de Artigas, se robustece y toca los límites de una independencia 'de hecho' durante toda la lucha contra el centralismo bonaerense y la invasión portuguesa y culmina en el desarrollo de la 'Cruzada Libertadora' de 1825, por obra de los propios orientales".

Invito al lector a repasar y a repensar los dos artículos de la Convención que figuran líneas arriba y que provienen, no lo olvide, del mismo libro en el que el historiador expresa estos juicios. No sé qué opinará el lector, pero tengo para mí que esos dos artículos son claros y contundentes en lo que dicen, mucho más claros y contundentes que el pobre intento de defensa hecho por el profesor Castellanos.

En una conversación sostenida hace unos días con Ptolmes comentábamos que el triunfo de los Aliados contra la Alemania nazi fue presentado al mundo como "la victoria del Bien sobre el Mal". "Y si hubiera sido al revés, habría sucedido lo mismo" dijo Ptolmes con amargura."Los buenos siempre ganan".




24.08.2009 11:54

Írritos, nulos, disueltos

El 25 de agosto los uruguayos - luego de reponernos de los excesos de la "Noche de la Nostalgia" - celebramos un nuevo aniversario de la Declaratoria de la Independencia de 1825. Sería interesante, quizás, realizar algún día una encuesta (una actividad a la que parecemos ser tan aficionados) para evaluar cuánto sabe la población acerca de este episodio de nuestra historia. Y además, para evaluar "qué es" lo que sabe. Porque ya desde nuestros años escolares se nos dio una versión si no errónea (o voluntariamente falseada) al menos bastante incompleta acerca de la gesta comandada por Juan Antonio Lavalleja y sus resultados políticos - mucho más importantes estos últimos, creo, que la heroica estampa del "Juramento de la Agraciada" facturada por Blanes.

Recapitulemos: lo que alguna vez fuera la Banda Oriental del Río Uruguay y posteriormente la Provincia Oriental, integrante de las Provincias Unidas del Río de la Plata, era formalmente desde 1821 la Provincia Cisplatina, incorporada al "Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarves" por declaración del cuerpo de representantes convocado a tal efecto; el "Congreso Cisplatino", precisamente. Dejemos de lado por el momento la cuestión de si aquel Congreso era o no efectivamente "representativo" y las "objeciones morales" que posteriormente se harían en forma más o menos velada a la actuación de sus integrantes (la palabra "traidores" siempre pareció flotar en el ambiente.) El hecho es que, luego de la ocupación portuguesa, existió un acto formal de incorporación al referido Estado monárquico. Era necesario, en primer lugar, revertir esa situación por medio de otro acto igualmente formal; en definitiva, modificar el "marco jurídico" en el que se iba a desarrollar la lucha por la recuperación de la Provincia Oriental.

Dije bien: recuperación. El objetivo primordial de la "Cruzada Libertadora" era la reincorporación de la Provincia Oriental a las Provincias Unidas; tal era, en definitiva, el propósito de Lavalleja y los intereses que movían a quienes, desde la otra orilla del Uruguay, habían dado su apoyo a la empresa. (Una vez más, posterguemos para otra ocasión la discusión acerca de la fuerza real, la "sinceridad" y el "desinterés" de este apoyo. Que Lavalleja fue efectivamente respaldado por personajes no menores de las Provincias Unidas, entre ellos el mismísimo Juan Manuel de Rosas, es un dato que casi nunca nos fue dado a conocer por nuestros docentes de historia.)

La Ley de Independencia aprobada por la Honorable Sala de Representantes de la Provincia Oriental el 25 de agosto de 1825 fue, ni más ni menos, el instrumento que esa Sala utilizó para dejar formalmente sin efecto la decisión del Congreso Cisplatino - "el rigor formal no era gratuito sino al contrario, diplomáticamente necesario", señala el historiador Guillermo Vázquez Franco (1) - y de esta manera "facultarse legalmente" para disponer la reunificación de la Provincia Oriental con las demás Provincias Unidas del Río de la Plata.

De esta Ley de Unión, aprobada en el mismo acto, vale la pena transcribir su parte resolutiva: "QUEDA LA PROVINCIA ORIENTAL DEL RÍO DE LA PLATA UNIDA A LAS DEMÁS DE ESTE NOMBRE EN EL TERRITORIO DE SUD AMÉRICA, POR SER LIBRE Y ESPONTÁNEA VOLUNTAD DE LOS PUEBLOS QUE LA COMPONEN, MANIFESTADA CON TESTIMONIOS IRREFRAGABLES Y ESFUERZOS HEROICOS DESDE EL PRIMER PERÍODO DE LA REGENERACIÓN POLÍTICA DE DICHAS PROVINCIAS" (mayúsculas en el original, tomado del libro de Alfredo Castellanos "La Cisplatina, la Independencia y la República caudillesca", Ed. Banda Oriental.)

Creo que de alguna manera a todos siempre nos produjo desconcierto, cuando no una cierta incomodidad, el hecho de que en el mismo acto en el que se "declaró nuestra independencia" - esa independencia que tan puntualmente celebramos - se declaró con igual fuerza de ley la anexión de lo que luego sería nuestro país a ese conglomerado de Provincias que ya se perfilaba como la futura "nación argentina". Esa misma nación argentina que, de acuerdo a nuestros docentes, siempre se portó tan mal y de forma tan desconsiderada para con el Uruguay, esa nación argentina tan ensoberbecida y orgullosa con su puerto de Buenos Aires, que - según sabemos - siempre fue de peor calidad que nuestro querido puerto de Montevideo, situado en una preciosa bahía natural y con un cerro vigilante (extrañamente, la Corona Española siempre prefirió el "inferior" puerto de Buenos Aires - la ciudad fue fundada dos veces en el mismo lugar - antes que el nuestro, que estuvo más en la mira de los portugueses.) Esa misma nación argentina que - faltaba más - tantas veces traicionó y difamó a Artigas, o al menos eso fue lo que nos lo contaron...

El hecho es que en aquel momento - 1825 - "por ser libre y espontánea voluntad de los pueblos que la componen", la Provincia Oriental, a través de sus representantes, se pronunció por la reincorporación. Fuimos, o volvimos a ser, parte de la Argentina. Un exaltado lo proclamó de esta forma: "¡Pueblos! ya están cumplidos vuestros más ardientes anhelos; ya estamos incorporados a la Nación Argentina." (Vázquez Franco, obra citada) ¿Quién era este desubicado? Un tal Lavalleja, Juan Antonio.

No sé exactamente qué es lo que festejamos este 25 de agosto, lo que venimos festejando cada 25 de agosto desde que tengo memoria - cómo no recordar los fastos de 1975, cuando se cumplió el "sesquicentenario de los hechos históricos de 1825". Cierto, hubo una Ley de Independencia, necesaria e importante, pero que no fue, a mi entender, el acontecimiento principal de la jornada. ¿Por qué celebramos entonces una "independencia" que no fue tal? ¿Y qué pasó con la Ley de Unión, que se mencionaba siempre en forma rápida y como al pasar en la clase de historia? ¿Por qué festejar la una y olvidar la otra? Y de paso, tampoco el pabellón que se aprobó en la tercera ley es, evidentemente, "nuestro" pabellón actual. ¿Qué sentido tiene entonces fijarse únicamente en la Ley inicial del 25 de agosto de 1825 y desechar las otras dos?

En realidad, tiene muchísimo sentido. Porque al revisar esta cadena de acontecimientos nos estamos acercando, quizás de forma peligrosa, al corazón en las tinieblas del origen auténtico del Uruguay como Estado independiente, vale decir el "Uruguay Mitológico". Un origen ciertamente mucho menos heroico de lo que nuestros bienqueridos maestros - y por qué no decirlo, nuestra llamada "clase política" de izquierda y de derecha - jamás se atrevieron a confesar.

Continuaremos... o al menos, eso espero.

(1) Para una amplia y razonable explicación de la necesidad de este "rigor formal" véase el libro de este autor "Francisco Berra: la Historia Prohibida". Por razones de espacio no se incluye aquí el análisis que realiza el historiador.



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