Frontera Norte (Ruben Abrines)
notas y propuestas políticas de actualidad, relatos

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Memoria, casi poemas

22.08.2013 19:22

 

La Ciudad Vieja era un infierno.

La Marina la había bloqueado en su breve arrebato constitucionalista, y, en el balcón de militar patriota Lebel, estaba la bandera uruguaya en repudio al golpe de estado.

Con Martin salimos de su sucucho ocasional, temporario, como su breve vida. Él quería transformarlo en su atelier.

No tenia nombre todavía y nunca lo iba a tener. No era su casa, no alquilaba, simplemente le gustó el lugar y lo ocupó.

Teníamos el placer de compartir muchos sueños, proyectos infalibles, y, además, el sano ejercicio de discutir de todo, todo el tiempo.

Discutíamos ese día si era o no era la hora de dar batalla contra la dictadura, con las herramientas de la cultura, en las condiciones en que vivíamos en el Uruguay sofocado. Yo decía que era con el proletariado y poco más, ni él ni yo teníamos toda la razón.

Era un lugar abandonado hasta por los que vivían en la calle, a un costado del templo Ingles, con vista al mar. Se veían los restos del naufragio del “Graf Spee”.

Había encalado techo y paredes de blanco y aplanado el piso con un tronco con dos palos hechos pisón.

En todas las paredes muchos huecos en forma de capilla, donde metía velas blancas, rojas y amarillas. Encendidas por las noches, daban un toque y aire de templo, con sus misterios.

Un camastro hecho de madera recogida en las rocas de la rambla y dos cajones de frutas, prestados del mercado cercano, eran los únicos asientos.

Un manojo de pinceles en una lata de dulce de membrillo y un esbozo de una futura obra de pintura, en un improvisado caballete de pintor hecho con piedras, amontonadas amorosamente contra una pared.

El sol de la mañana entraba por un hueco- ventana hasta el fondo del espacio, encima de la cama arrinconada en una esquina.

En el suelo, un bolso con ropa estrujada y dos libros, una botella de vino, suelto, de boliche, lápices de colores y una birome azul.

Era todo.

Lo había persuadido a deshacerse de una libreta de apuntes y trazos de proyectos de potenciales futuras obras, a colgar en alguna galería, en algún momento más propicio, en otro momento.

No tenia dudas que si revisaban el lugar y encontraban esa libreta, sería material altamente sospechoso ante los ojos de cualquier miembro de las FF.AA.

 -“Ésta se va de acá”

 -“La enterramos”

 -“La enterramos”

Él no tomaba mate. No tenía mate, no tenía caldera, ni termo, ni bombilla, ni donde calentar agua.

-“Así no podemos voltear la dictadura, menos hacer la revolución”.

El sarcasmo y la ironía nos ayudaban a ahuyentar, por ratos, la sofocante realidad, los temores, a buscar en el humor las decisiones no por eso menos aleatorias.

Ese día debíamos desenterrar el envuelto, y bien enterrado, viejo mimeógrafo, oculto en el piso, y llevarlo, como reposición de apuro, a otro lugar más seguro, muy cercano.

Lo habíamos salvado, poco tiempo antes, de un allanamiento de las FF.CC. cuando secuestraron todo, incluso, los muebles, de la pareja de ancianos que eran los serenos.

-“Lo desarmamos y lo llevamos por partes, en varios viajes”.

-“No, es más riesgoso hacer muchos viajes”.

-“Mirá que pesa mucho para llevarlo uno solo al hombro”.

-“Envuelto, entre dos, es peor, es más sospechoso”.

Escarbamos, sacamos el mimeógrafo del hoyo, con el nylon, lo desenvolvimos y volvimos a enterrar todo, aplanando nuevamente el piso.

No habría auto ni nada. Lo haríamos a pie. Deberíamos hacer un corto trayecto y ponerlo a funcionar de inmediato.

Lo haríamos por turnos, al hombro, uno detrás del otro, y que fuera lo que tuviera que ser.

-“Lo llevamos así nomas, que vean todos lo que llevamos,  ta! Joder”

 -“Ta’ bien, lo llevamos así nomás”.

Anduvimos seis cuadras, con el sol a nuestras espaldas, rumbo a la escollera. Viaje a contramano por la vereda de Juan Carlos Gómez, hasta dejarlo en el altillo lleno de trastos viejos.

Ahí quedó funcionando.

 

Mis hijos habían crecido cuando me reencontré con Martin. Tenía Atelier con un gran nombre: Galopar.




08.08.2013 10:09

 

En la casa de Berta, después de la reunión nos dio un café, esperando que se hicieran las cinco de la tarde para salir de su casa a los dos requeridos por las FF.CC., sería septiembre u octubre del año 1976.

La tarde gris, fría, ventosa. Cuando comenzábamos a bajar el repecho de Concepción del Uruguay y Av. Italia, antes había llovido fuerte, el arroyo se desbordaba  en lo más hundido de la bajada, haciendo un charco hasta la mitad de la avenida.

Caminábamos por la vereda sin embaldosar, esquivando charcos de agua y barro gredoso, amarillo, sin siquiera mirar para ese lado, donde estaba el taller de Gonzalito, sobre un costado del arroyo yendo hacia el mar, a la izquierda del rumbo que llevábamos ese día.

Muchas veces, antes del golpe de estado, los dos habíamos estado con otras y otros muchachos de la UJC en el rancho, cuando todavía el Artigas a caballo eran retazos y partes de hombre y bestia desparramadas por el jardín, el frente y el fondo del taller del escultor.

Bajamos a la avenida para esquivar el lago que llegaba hasta el medio de la calle,  andado por el lugar más lejos del cordón de la vereda. El agua corría en torrente hasta atravesar la calle, buscando el cauce del arroyo.

Sentí el impacto a la altura de los riñones y lo último que recuerdo es verme ir volando y caer de cara contra el hormigón y el agua, sin haber sacado las manos de los bolsillos de mi pantalón Oxford, envuelto en la larga bufanda.

Ahí quede tendido, sin saber hasta varios días después qué había ocurrido.

Cuando desperté estaba dentro de una sala de emergencias. Mareado, enceguecido, me quise levantar de la camilla y las piernas no respondieron.

Las tres personas que me atendieron estaban nerviosas y apuradas porque el milico de guardia quería hacer el parte policial.

Ellos, una muchacha delgada muy alta de lentes, otra más baja, morena y el gordo, se ocuparon de los 8 puntos en la cabeza y los 5 de la frente pero no habían visto una herida larga en la pantorrilla derecha. Me atendían con premura porque el milico en la puerta quería hacer el parte.

El más gordo dijo.

-          Vamos a coserlo así nomas.

-          Dale, que no se tire.

-          Que no se baje.

Y comenzó a coser la herida, en cuclillas.

El taximetrista que nos llevó no podía entender porque el compañero no quiso dejarme en el Hospital de Clínicas que era más cerca, y lo obligó a seguir hasta la emergencia del Casmu, en Arenal Grande.

Cuando me sacaron por la puerta lateral, que da a la calle Arenal Grande, reconocí a los compañeros que me atendieron, mientras el otro me llevaba de arrastras hasta meterme en un auto con la luces de posición tintineando. Cerró la puerta y enderezó para la terminal de ómnibus.

Me dejó en la puerta del diminuto apartamento que pertenecía a dos jóvenes médicos recién recibidos y recién casados.

A veces los veo en algún noticiero de televisión.

Allí estuve todos los días y noches hasta que los moretones y las hinchazones se fueron y un compañero me llevó para otra casa.

Nunca más estuve con ellos.

Nunca más pude volver para agradecerles su solidaridad y valentía.

A ellos, todos, no los olvidé.

Ni siquiera al hombre de la moto, no sabré nunca de su rostro, que me atropelló y nos siguió hasta la sala de emergencia y fue echado por los compañeros, sin entender por qué lo echaban.

Pobre, no se lo merecía.

 

Pero no podían decirle que actuábamos en la clandestinidad contra la dictadura, públicamente requeridos por las FF.CC.




02.08.2013 18:47

Lo vi de lejos, husmeando contra un árbol, en la calle que te deja en la puerta del Hospital de Clínicas, estaba hambriento y muy asustado, quiso morderme, me dije: éste está peleando por su vida.

Eran los días largos de invierno del año 1978, había que hacer mayores esfuerzos para mantener la calma, amortiguar las angustias, agudizar el tacto y cortar los rastros a los circuitos de la represión.

Ingeniárselas para buscar información de los compañeros secuestrados, muchas veces al alto precio de violentar las reglas de oro de la compartimentación y la seguridad personal.

No era el primer gato que recogía  en la calle. Eran una buena compañía para muchas y muchos compañeros, que estaban muchas horas solos, encerrados en casas extrañas.

Sentíamos que cada hora se cerraba el cerco de la represión contra el núcleo más antiguo de militantes clandestinos del PCU y de la UJC. Creían  que terminarían con la resistencia organizada para siempre.

El amasijo recién comenzaba a leudar.

Ya no había tiempo. Era ocioso preguntarse lo que sabíamos desde siempre. En esto había pocas alternativas:

Se llega hasta el final.

Se cae en manos de la represión y es la tortura y la cárcel.

O, sencillamente es la desaparición, la muerte, sencillamente se muere.

Estábamos dispuestos a no irnos ni dejarnos echar del país.

Hacer lo que tuviéramos que hacer para no dejarnos capturar.

Defender la  libertad.

No fui, ni seríamos, los únicos y los últimos.

En algún momento fracasé.

Me capturaron.

De cara contra el piso del áspero hormigón del FUSNA, atado con alambre, sin un zapato, orinado y vomitado, con los oídos zumbando y un hilo de sangre que me corría hacia abajo, hasta sentir su gusto dulzón, me acomodé como pude con lo primero que me llegó, que me sacara de ese lugar:

La imagen, el día, de aquel encuentro con el gatito hambriento.

Ese día deambulamos muchas horas, después comimos, descansamos y él quedo en la casa de unos compañeros.

Dejé de escuchar y estar atento solamente a los ruidos sordos de las alpargatas, cuando se arrimaban para llevarnos, de a uno, escaleras arriba, al lugar de los interrogatorios.

Del olor de las aguas quietas del puerto de Montevideo, del ronroneo constante de los barcos de guerra amarrados a los muelles.

El recuerdo del hosco carnicero que no dudó en cortar por lo sano cuando la vió venir de lejos, hizo tiempo en la vereda con los pizarrones de ofertas hasta tenerla cerca, a la compañera con los niños, de la escuela rumbo su casa.

Sin preámbulos dijo:

“No entres, están los milicos en el edificio”.  Sin mirarla, sin dejar  de acomodar con alambres los pizarrones al árbol.

Siguió con sus hijos sin mirarlo.

Pasó junto a dos milicos de particular junto a la puerta de su edificio, sin detenerse.

Esa noche, y otras, nos esperaron. Tuvieron que aceptar que habían fracasado.

Robaron todo lo que les dió las ganas, el resto lo rompieron.

Los vecinos los vieron cargar lo robado en una camioneta del ejército.

 

El gatito también huyó.




31.07.2013 18:55

 

Nunca más fui al puerto de Montevideo.

Desde los primeros meses del año 1978 y durante todo el año 79, se convirtió al Fusna en el lugar más importante de la represión fascista de la dictadura cívico- militar.

La herida de muerte de la Huelga General al Golpe de Estado, fue ahondada cada día, a todas las horas, por la resistencia organizada, con la acción de muchachas, muchachos y veteranos que operaban, en todas la forma posibles, desde la clandestinidad.

El accionar constante, sin pausas, persistente, fue abriendo nuevas fisuras entre los mandos cívico- militares, que irían a desembocar en hechos definitorios e inéditos, hasta echarlos.

La recomposición, mil veces, de las organizaciones clandestinas, de los sindicatos, de los estudiantes, del PCU, la UJC y de muchos frenteamplistas.

La circulación de prensa clandestina.

Las movilizaciones relámpago.

Los primeros de mayo.

El triunfo del Plebiscito del 80.

La columna patriótica del Obelisco que acompañó la voz de Candeau en el 83.

Hasta echarlos.

Diciembre, enero, febrero, marzo, abril, la mayoría de los secuestrados en sus casas, en las calles, en lugares de trabajo o de estudios, fuimos depositados, para después ser torturados meticulosamente de forma individual.

-          “hay que echarlos para siempre”

Era una voz extraña a mi lado, de alguien que me pareció un hombre muy viejo, lo tiraron junto a mí después de una sesión de tortura.

No era viejo, yo era más joven.

Me llevaron.

Cuando me trajeron, sin mi zapato, empapado hasta la cintura, le conteste con su misma afirmación:

- “hay que echarlos para siempre”.

No pudo oírme.

El hombre viejo no estaba más.

Una voz me respondió. Era la de una muchachita.

- ¿que dijiste?

- “hay que echarlos para siempre”.

Se la llevaron de mi lado gritando

  _ “¿que dijiste?”

Nunca supe su nombre.

Si tuvo hijos.

 

Si olvidó todo aquello.




31.07.2013 07:33

                                         

Me acuerdo, y sabría ubicar, del edificio y su puerta de entrada con los vidrios recién lavados.

Porque nunca llegué, no podría con exactitud, ubicar el piso y la puerta del apartamento.

Tampoco puedo recordar los nombres de  los compañeros que tenían secuestrados, con sus hijitos, las FF.CC, esperando que llegara alguien de la organización clandestina del PCU.

Un puñado de compañeros habíamos pasado los primeros seis años de la resistencia en la clandestinidad.

La dictadura ya estaba empantanada, encharcada en sangre y en el horror de los desaparecidos, asesinados, torturados, presos; y no seríamos  los últimos.

Los emboscados de las FF.CC estaban en varios pisos, adentro del edificio, en algunos departamentos.

Supe, cuando me sacaron entre varios del edificio, por el revuelo que armaron, de otros que estaban afuera, entre ellos una joven mujer.

Nunca llegue al apartamento. Nunca más vi a los compañeros.

Entre ellos y yo, lo más cercano era la ventana y un hombre que la custodiaba.

Creí ver mi última posibilidad de escapar, me lancé en carrera, ciego, para llegar a los vidrios de la ventana.

Caímos los dos enredados contra el piso, en un rincón. Antes de que pudiera levantarme otros estaban sobre los dos golpeando a ciegas.

Ahí acabó mi último intento de resistir para  salvar mi libertad.

En el fondo del piso del auto, arrollado boca abajo, encapuchado, esposado de pies y manos, sobre mi cabeza y espalda apretaban sus botas, hasta llegar al Fusna.

Uno de los que iba en el asiento de adelante habló todo el viaje, por la radio, en clave, pidiendo órdenes.

El olor de los perfumes y desodorantes del auto me hicieron vomitar adentro del trapo, con olor aceite de motor, que me pusieron de capucha.

Había perdido un zapato, la remera desgarrada desde el cuello hasta la cintura, me dolían los riñones, me ardía la frente y me zumbaban los oídos. En el viaje un milico me sacó el reloj.

El ruido del auto corriendo sobre el empedrado no me dejaba dudas de que estábamos entrando al puerto de Montevideo.

Me entregaron a alguien que esperaba, y entre dos me hicieron girar sobre mi eje, hacia un lado y hacia otro, y, rápidamente, perdí toda noción de a donde me llevaban.

Me ataron a una argolla empotrada a la pared. Ahí quedé hasta vinieron a buscarme para interrogarme.

Muchas veces me interrogaron, muchas veces me preguntaron lo mismo y muchas veces contesté lo mismo.

...el olor de un nuevo perfume me dejo que era otro el que me iba a interrogar.

El del nuevo perfume no usaba alpargatas como lo otros, que me sujetaban, a mi espalda, y llevaban y traían desde la celda 13. Siempre creí que estaba debajo de la línea de flotación de los barcos anclados en muelle.

Se arrimó por la espalda. Sentí su mano apoyada en mi hombro derecho. El del nuevo perfume parecía ser el jefe en ese momento. No venia solo, se vino con un colaborador conocido.

Me levantó la capucha y dijo:

Mírame nomás.

Después me enteré, era un tal Tróccoli. (Fugado de la justicia, con residencia en Italia).

Más de veinticuatro horas después de haber sido secuestrado no sabían cual era mi nombre verdadero, ni que responsabilidad ocupaba en la organización clandestina.

El colaborador les recomendó que fuera tratado como General. 5 estrellas.

Nada iba ha cambiar y tuve mi primera paliza de agua, con el chorro de la manguera de incendio de la Marina.

 

Ahí perdí mi otro zapato y el calzoncillo, para siempre..




28.07.2013 08:07

Esa noche dormimos todos en el suelo del sótano, con poca ropa.

De un lado la cuna, en un rincón una vela encendida dibujaba sombras alargadas, alcanzado la punta de la porfiada mancha de humedad.

Las paredes blancas, desnudas. 

Un antiguo sillón veneciano, con algunos remiendos, con un poco de ropa encima.

Un pañuelo de seda, de muchos colores, hacia de pantalla en la única lámpara de luz, apagada.

En la otra esquina, al fin de la escalera, un taburete amarillo con pocos libros, entre ellos, con olor a imprenta, el de las “FF.AA. al pueblo oriental”.

No llegaban los ruidos del exterior, de la calle de un barrio con muchos oficiales de las fuerzas armadas, con guardias armados en sus puertas.

Con atención escuchamos el cierre, a medianoche, la última edición informativa de radio Sarandí.

Sin la marcha de la cadena de radio y televisión y sin la voz del locutor oficial, escuchamos, atentamente, los nombres de nuevos compañeras y compañeros requeridos ese día por las FF.CC.

Algunos nombres eran completamente desconocidos. Llevábamos más de seis años en la clandestinidad, eran las nuevas camadas, que, cuando el Golpe de Estado tendrían no más de quince años.

La mayoría de los requeridos esa noche nos eran familiares, algunos muy cercanos.

Habíamos elegido enfrentar la dictadura hasta las últimas consecuencias.

Muy atrás había quedado el repliegue de la histórica huelga de los trabajadores, que abrió paso a la resistencia, organizada por cientos de duendes de la clandestinidad, hasta echarlos.

Vivir sin vacilaciones el momento. Crear los instantes, sabiendo que cada día y cada noche podía ser la última.

Templados para vencer el desafío del temor cierto de la persecución, la desaparición, la tortura y la cárcel, o, sencillamente, la muerte.

No nos eran extraños los nombres de Fucik, Dimitrov, Marcos Ana, Mandela, Van Troi, el Che, por ellos sabíamos que habría otro futuro.

Vivir en la clandestinidad es desafiar el presente, crear, ser, actuar, cuidar, inventar.

Pero se debe aprender y saber lo esencial: hay sólo una oportunidad y un momento para actuar en solitario.

Decidir y no temer, porque no hay a quien preguntar.

Esa noche estuvimos menos solos por saberlos vivos.

Saberlos libres y saberlos peleando por la libertad.

Los fetiches y las cábalas me eran extraños hasta esa noche de comienzo de martes 13.

La escuché, sin contestar, contando cada palabra.

-          Mañana no salgas.

 Esa mañana hasta la fachada del Club Euskaro me pareció un lugar hermoso.

Tres palabras.

Dejé que se fuera el semivacío 183, en la esquina de la iglesia de Larrañaga y Reyes, aún me sobraban unos minutos para llegar al lugar, a la hora convenida.

Desde siempre me había gustado el imponente el estilo gótico de esa iglesia.

Entré, como lo hacen los que no saben de templos, estilos, liturgias religiosas, entré sólo entre para hacer tiempo.

Dos ancianas, separadas, oraban arrodilladas con las manos juntas, en silencio.

Largo rato miré aquel cristo estirado, como resbalándose de la cruz. Con el mayor silencio posible comencé a desandar el camino hacia mi realidad, que estaba lejos de tener esa protección divina.

Antes de salir, al costado de la pila de agua bendita dejé un documento falso que llevaba y por cábala me mojé dos dedos.

Salí sin mirar atrás, con la cabeza levantada para mirar lo más lejos posible, anduve el último tramo para llegar a tiempo.

No pude evitar distraerme unos instantes en las travesuras que hace el sol a esa hora, con las sombras del follaje de los árboles sobre el piso.

No sabía que estaba dando la última mirada, con nostalgia, al viejo boliche “Los Yuyos”.

Él aún resistía, con su fechada  apuntalada de punta a punta con gruesos postes de eucaliptus.

Un hombre desde su carrito con caballo creyó que era yo, me saludó con la mano y apuró con un chicote a la bestia.

Entré al cuerpo de edificios, pegado a la paredes, lo más vertical posible de los ventanales, liviano de equipaje, al decir de Serrat.

Pantalón color mostaza, una remera blanca con un cocodrilo en el lado derecho, mocasines negros, sin medias, una cajilla con 19 cigarrillos de Nevada sin filtro, un encendedor con olor a nafta, 19 pesos en monedas y un reloj de esfera azul que marcaba las siete y cincuenta y seis. Tenía cuatro minutos a favor para llegar.

De una sola mirada hacia arriba, desde lejos, vi lo que buscaba, un pañal de tela y un enterito de bebe colgados hacia abajo en la ventana.

Era señal. Abrí la puerta.

Atrás quedarían seis largos años de vida en la clandestinidad.

 

Eran tres palabras.



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Vivo en Canelones. Realizo actividades como comunicador en Radios. Escribo, entre cosas, notas y artículos, algunos publicados en la prensa local y nacional. Mi correo: rabrines@adinet.com.uy

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