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Cuento por Federico Trinidad

04.08.2009 09:27




Por Federico Trinidad

El guardián pisa fuerte, pero no se acerca. Hace ruido sobre el piso de piedra.

No hay ya suelo, solo piso imaginado y después olvidado. Si la piedra cae en el olvido no desaparece, nosotros sí. Por eso dura, pero no vive.

El precio de la vida es sacrificar la inmortalidad. Nunca se puede tener ambas, solo una a cambio de la otra.

Si tus manos fueran de piedra ya no las recordaría. Pero como eran vida pura las recuerdo, aunque no duraron.

Cada vez que me arrodillo ante tu tumba contemplo la piedra. Te recuerdo y pienso en que no duraste. Te fuiste como haré pronto yo.

La lápida siempre estará, pero cuando ceso de contemplarla, la olvido.

A veces pienso en la felicidad de una vida inmortal y me doy cuenta de que es imposible. No se puede ser feliz sin morir, solo tener una eterna certeza que mata la vida, las ganas y refuerza la melancolía. Con lágrimas en los ojos, llorando el aburrimiento, vería nacer y morir estrellas, vidas que se encienden y se apagan llevándose consigo la felicidad lograda. Y yo desde el abismo observando, pudiendo ser únicamente testigo de lo que pasa ante mi vista, para mí en un abrir y cerrar de ojos.

Por eso me duermo, el guardián me espanta y me trae de nuevo a la vida, donde un nuevo día me despierta con su luz, echándome en cara que estoy vivo, que no soy inmortal pero sí capaz de descubrir algo de felicidad.

federico.trinidad@montevideo.com.uy




29.06.2009 11:26


Revista Literaria Mensual.



Cuento por Federico Trinidad

Los Valdés eran zapateros. Todos los hombres de la familia se dedicaron al oficio, desde que el primero de ellos, Don Efraín Valdés había llegado de su Europa natal en busca de mejores horizontes.
Fue a principios del 1900 cuando Efraín llegó a América, con el dominio del arte de la zapatería como único patrimonio.
Se instaló en un pequeño pueblo del interior del país, considerando que en la capital la competencia debía ser mucho más dura, aún para un experto como él. Y no se equivocó, ya que la dedicación que le ponía al trabajo era tal, que le permitió convertirse en un comerciante exitoso, o todo lo exitoso que podía convertirse un zapatero en un pequeño pueblo del interior en esa época.
Efraín soñaba con que sus hijos se dedicaran a lo mismo que él y lo consiguió. Aunque alguno de ellos no quiso hacerlo desde el principio, la insistencia del patriarca de la familia acabó por convencerlos a todos. Es que el único anhelo de Efraín era que su descendencia heredara lo único que podía dejarles como legado.
El tiempo pasó y Efraín se hizo viejo. Ya no veía tan bien como antes, por lo que muy a su pesar dejó la zapatería en manos de su hijo mayor, Efraín segundo. Efraín segundo era un hombre bueno, que se había criado prácticamente en la zapatería, a la que consideraba su verdadero hogar. Sentía un amor por la profesión muy similar al de su padre, lo que mantuvo al negocio funcionando casi como si Don Efraín siguiera allí.
El tiempo siguió pasando y Don Efraín murió. Efraín segundo poco a poco fue envejeciendo y comenzó a adiestrar en el oficio a su hijo, Efraín tercero, quien sin embargo no sentía la misma pasión por la zapatería que podía verse en su abuelo o su padre. No obstante, la insistencia de Efraín segundo fue tanta, que Efraín tercero acabó por aceptar hacerse cargo del negocio. A la muerte de Efraín segundo, ya podía verse claramente que la zapatería no era lo que era antes. El entusiasmo de Efraín tercero no era como el de sus ancestros, y conforme pasaba el tiempo, los clientes cada vez eran menos. En el pueblo se habían instalado otras zapaterías con servicios más variados, y el negocio de los Valdés solamente contaba con el prestigio del apellido. Los clientes fieles con los que contaba, le preguntaron varias veces a Efraín tercero por qué no ofrecía otro tipo de servicio, como la vente de zapatos, pero él respondía encogiéndose de hombros que su trabajo era reparar zapatos, que era lo único que sabía hacer y no tenía interés en aprender otro.
Su hijo, Efraín cuarto, veía con tristeza cómo el negocio decaía sin poder hacer nada al respecto. Le interesaba el oficio de zapatero, pero más el de comerciante; y su joven mente era más inquieta que la de su padre. De vez en cuando le proponía una idea para aumentar los ingresos, pero Efraín tercero se empeñaba en encontrarle defectos, argumentando muchas veces cosas sin sentido como que estaba muy ocupado, siendo que hacía varios días que no entraba un solo cliente al local.
Efraín cuarto sabía que si no se tomaban medidas, más temprano que tarde habría que cerrar la zapatería, y le provocaba un gran peso la certeza de saber que sería a él al que le tocaría en suerte tan indigna misión.
Para peor, compartía una gran amistad desde la niñez con Paolo, hijo de Giacomo Calzolaio, dueño de la zapatería italiana y la más grande del pueblo. Se había instalado mucho tiempo después que la de los Valdés, pero la visión innovadora de Giacomo la había posicionado en el primer lugar del mercado en apenas un par de años.
Sin importar la competencia comercial, Paolo y Efraín cuarto compartían una gran amistad. Aunque es justo aclarar que varias veces, el heredero de los Valdés había sentido envidia de la pujanza que demostraba Giacomo, en contraste con la apatía de Efraín tercero.

El once de febrero Efraín cuarto cumplió veintidós años, y su padre le pidió que fuera a la zapatería después de la hora de cierre.
Así lo hizo. A las siete de la tarde entró y cerró la puerta por dentro. Su padre lo esperaba con las manos apoyadas sobre el mostrador. Efraín cuarto lo miró y notó por primera vez que estaba muy encorvado.
Miró a su alrededor. Muchas veces había pensado que el aspecto de la zapatería era deprimente, pero ese día le pareció peor. El olor de la madera del piso, ya gastada por los años, las mismas tablas que había puesto con tanto amor Don Efraín Valdés hacía un siglo y que ninguno de sus descendientes había osado cambiar. La única iluminación, una débil lámpara colgada muy alta y que arrojaba con desgano una luz mortecina que parecía agonizar, empujando sin éxito la penumbra a su alrededor. Contempló el mostrador. La base era la original, pero la parte superior había sido reparada varias veces, cada vez con materiales de peor calidad que la anterior. A Efraín cuarto le gustaba cada vez menos ir a la zapatería. Su padre no había logrado inculcarle el gusto por el oficio, que para él no pasaba de ser un mero interés.
-¿Querías verme, padre?- preguntó.
-Así es, hijo. Hoy es tu cumpleaños y quiero regalarte algo muy especial.
Efraín cuarto arqueó las cejas. -¿Algo especial?
-Sí, ven conmigo.
Bajaron al sótano, donde se guardaban desde siempre los materiales de reparación. Efraín tercero se dirigió al estante más alto y con gran esfuerzo bajó un bulto envuelto en tela negra.
-Padre ¿qué es eso?- preguntó Efraín cuarto intrigado.
-Tu regalo, aunque mejor debo decir, tu herencia- respondió Efraín tercero al tiempo que quitaba la tela.
Efraín cuarto no daba crédito a lo que veía. Lo que ocultaba el oscuro tejido era un frasco de vidrio grueso. Adentro había un animal, sumergido en un líquido amarillento. La visión era desagradable. El animal no se parecía a nada que Efraín cuarto hubiera visto antes. Era una especie de gato sin pelo, con una cola muy larga enrollada y manos que a no ser por las uñas, parecían humanas.
Efraín cuarto sintió un rechazo instintivo, y aunque no pareciera posible, la sola visión de aquél ser le provocó un fuerte dolor en la espalda, como si un peso muy grande hubiese sido puesto sobre él sin previo aviso.
-¿Qué clase de animal es este?- fue lo único que atinó a decir.
- Uno muy raro- respondió Efraín tercero sonriendo- Está con nosotros desde el principio, desde que mi abuelo llegó a este pueblo. Se lo regaló un chino, inmigrante como él, y le dijo que lo protegería mientras lo tuviera. Don Efraín se lo regaló a mi padre y mi padre me lo dio a mí para mi cumpleaños número veintidós, y yo te lo doy a ti el mismo día, con la esperanza de que te proteja como lo ha hecho con todos nosotros.
Efraín cuarto no sabía qué decir. Jamás se hubiera imaginado recibir un regalo de esa naturaleza. Pero lo aceptó; no podía hacer otra cosa.
Se fueron a casa, y esa noche, mientras brindaban por su cumpleaños, Efraín cuarto pensó seriamente en su futuro. Llegó a la conclusión de que después de todo, debería honrar a la familia haciéndose cargo de la zapatería cuando el momento llegase.
Desde entonces empezó a ir al negocio todos los días, y cada vez se fue compenetrando más con el oficio, llegando a ser en un par de años un zapatero decente. Entretanto conoció a una buena muchacha del pueblo y se casó. Su esposa quedó al poco tiempo embarazada. Efraín cuarto cumplió treinta ese año.
Su padre estaba enfermo y cada vez iba menos a trabajar, por lo que él quedó a cargo de todo. La zapatería siguió con su rutina habitual, con unos pocos clientes que iban allí más por pena que por los dotes de Efraín cuarto como zapatero. Pero a él no le importaba; el negocio generaba un sustento que le permitía comer, aunque tuviera que privarse de cualquier gusto. Las ideas que había tenido en el pasado, las ganas de mejorar el negocio habían desaparecido. Ahora las veía como una auténtica traición a la memoria de sus ancestros, especialmente la de Don Efraín, el pionero de la familia, que lo miraba con gesto amenazador desde el retrato en la pared detrás del mostrador.
Un día en que trabajaba a desgano en una media suela, oyó la voz familiar de Paolo a sus espaldas.
-¡Ciao amigo! ¡Cuánto tiempo sin vernos!- dijo alegremente el italiano.
Era cierto, tanto Efraín tercero como Giacomo habían enfermado más o menos al mismo tiempo, por lo que ambos hijos debieron encargarse completamente de sus respectivos negocios.
-Hola Paolo- respondió Efraín cuarto a media voz- Mucho tiempo, es verdad. ¿Cómo están tus cosas?
-Bene. Hacía tiempo que no venía por aquí- Paolo bajó la voz, aunque no hubiera nadie en el local- ¿Cómo está todo?
Efraín cuarto se encogió de hombros. -No tengo tantos clientes como tú, pero me defiendo.
-Mira Efraín, hace años que nos conocemos. Quiero que sepas que puedes contar conmigo. ¿Recuerdas cuando de niños imaginábamos que trabajaríamos juntos? Quizás es el momento. Esta zapatería no funciona, debes aceptarlo. Si trabajaras conmigo te iría mucho mejor.
Efraín cuarto permaneció en silencio, pensativo. -No gracias Paolo, este negocio ha sido el de mi familia por generaciones, no lo dejaré.
-Esperaba una respuesta así. Pero ya lo sabes. Cuando quieras, solo debes llamarme.
-Te lo agradezco, amigo. Pero no esperes mi llamada.este es mi lugar.
Paolo meneó la cabeza. -Está bien- dijo- dale mis saludos a tu padre.
-Y dale los míos al tuyo- respondió Efraín cuarto mientras el italiano cerraba la desvencijada puerta.
Después de la hora de cierre, como todos los días, Efraín cuarto permaneció largo rato en la zapatería sin hacer nada, hasta que en un momento se le ocurrió bajar al sótano. Quería ver el frasco y lo que contenía.
Lo subió y colocó encima del mostrador. Retiró la tela negra y contempló al animal. Acercó el rostro para verlo más de cerca, hasta casi rozar con la nariz la superficie del vidrio. Quién sabría cuánto tiempo llevaba allí dentro, o hacía cuánto se habría muerto. Y lo más importante.¿qué era? Parecía ser una mezcla de gato con rata y manos de niño. Pero si era gato, era un gato sin pelo. Y si eran manos de niño no deberían tener esas garras, que no eran muy grandes pero sí se veían afiladas.
Mientras observaba pensativo al animal, recordó la visita de Paolo. Sabía que su amigo obraba de buena fe, pero no podía evitar sentir que si aceptaba el ofrecimiento, estaría traicionando a su padre y a su abuelo, y lo que es peor, al mismísimo Don Efraín. No, no podía aceptar, después de todo la zapatería era su responsabilidad. Las épocas de sueños locos había terminado, ahora debía lidiar con la realidad. Una realidad que le mostraba un futuro no muy venturoso.
En ese momento oyó algo que lo estremeció. Pareció ser un débil gruñido, pero era imposible porque creyó oírlo provenir del frasco.
-Me estoy volviendo loco- pensó.
Toda la situación lo tenía muy presionado. Y para peor, la visita de Paolo no había hecho más que ponerlo nervioso. Aunque fueran amigos, él no había dejado de tenerle envidia. Cada vez que lo veía lo único que sentía era vergüenza, por su fracaso y por el de su padre, que para él era lo mismo.
Volvió a oír un gruñido, y esta vez no había duda, venía del frasco. Se acercó y permaneció en silencio, conteniendo la respiración. Nada. El animal no emitía sonido alguno.
-Si me estoy volviendo loco, es culpa de Paolo- se dijo- ¡Maldito arrogante! Viene a verme sabiendo que no tengo alternativa, que debo encargarme de la zapatería y las cosas están difíciles. ¡Viene a verme y burlarse de mí!
Otro gruñido.
-¡Malditos sean los Calzolaio! Por su culpa nuestra zapatería dejó de ser lo que era.y ahora el fracaso cae sobre mis espaldas. Pero no importa.aquí moriré si es necesario.- fue lo último que dijo antes de ponerse a llorar por la impotencia absoluta que sentía.
Mientras lloraba, se oyó un ronroneo, parecido al de un gato cuando se siente a gusto.
Desde ese día, Efraín cuarto dejó el frasco debajo del mostrador, y no se percató de que un olor rancio se instaló permanentemente en el local, haciendo el aire más pesado de lo que ya era. La presencia de clientes era cada vez más escasa; si entraban dos en la semana era mucho.
El ánimo de Efraín cuarto se volvió más triste y melancólico. Ni siquiera el nacimiento de su hijo alegró demasiado su vida. Su esposa tuvo un varón, y la primera discusión que mantuvieron como padres fue por el nombre. Él quería ponerle su nombre, y así mantener la tradición familiar, pero su mujer se opuso rotundamente. Finalmente acordaron que decidirían más adelante, mientras tanto el hijo no tendría nombre.

Todo transcurrió con la misma monótona normalidad hasta que una tarde Efraín recibió una visita muy especial. Se encontraba trabajando con el desgano habitual cuando oyó que la puerta se abría.
Acudió al mostrador y encontró a un hombre muy extraño, vestido de seda. Parecía chino.
-Disculpe usted- dijo el visitante con acento oriental- pero he sido atraído a este lugar.
Efraín no supo qué contestar. El chino (él imaginó que era chino) no parecía traer zapatos para arreglar.
-El negocio no parece próspero- dijo el chino sonriendo.
-¿Qué necesita?- preguntó Efraín cuarto molesto.
-Mmmm.ese olor es inconfundible.
-¿Perdón?
-El olor de la decadencia, de lo que se niega a cambiar, de una herencia maldita.
-Señor.¿qué quiere?
El chino volvió a sonreír. -Me pregunto dónde lo tiene.ahhh.aquí mismo- dijo al apoyar las manos sobre el mostrador.
-¿De qué habla?- preguntó Efraín cuarto, sabiendo ya perfectamente de lo que hablaba el chino.
-Estos seres abundan en mi país, pero son muy raros en esta región del mundo. Mi padre me entregó uno. A usted también se lo entregó su padre ¿no es así?
Efraín cuarto asintió con la cabeza.
-¿Sabe lo que debe hacer?
Efraín cuarto negó con la cabeza.
-¿Ya lo ha oído gruñir?
Efraín cuarto volvió a asentir.
-En ese caso debe destruirlo de inmediato.no pierda tiempo. El gruñido significa que su mente ya está poseída por él. Y créame, su vida irá de mal en peor.
-¿Qué es esa cosa?
-Un demonio, mi estimado zapatero, un demonio doméstico. Quien se lo haya entregado a su padre, o a quien haya sido, quería deshacerse de él; pero no debe conservarlo, porque no está destinado para usted.
Se oyó un gruñido, y los dos hombres permanecieron en silencio.
-No me voy a deshacer de él. No sé quién es usted ni me interesa. Es un regalo de mi padre. ¡Váyase ahora mismo!- gritó Efraín cuarto.
El chino se encogió de hombros. -Como usted desee, pero si decide hacerlo, sepa que solo lo destruirá quemándolo.
-¡Largo de aquí!
El chino se dio vuelta y se encaminó a la puerta. La abrió y antes de cerrarla tras de sí, le dijo -¿le gustaría que su hijo recibiera un demonio como herencia?- y desapareció.
Efraín cuarto se puso furioso. Sin saber por qué, en su cabeza apareció la idea de que ese bicho era el culpable de su suerte. Y probablemente de la suerte de su padre. Pensó en cómo había podido ser tan tonto de renunciar a sus ideas para mejorar el negocio.
Enfurecido, golpeó el mostrador, tomó un martillo y golpeó las estanterías. Paolo no tenía la culpa de nada, seguramente su padre no le había dado un demonio de regalo, y por eso le iba tan bien.
Con el martillo golpeó el frasco, que aguantó el golpe, el vidrio era muy grueso. Lo golpeó varias veces y se empezaron a oír gruñidos, más fuertes que las veces anteriores. Siguió golpeando hasta que se provocó una fisura, y entonces golpeó con la punta del martillo, la que usaba para sacar clavos. El frasco se partió en dos, y el líquido inundó el local con un olor nauseabundo. El animal cayó como un muñeco de trapo al piso, al mismo tiempo que de la pared, caía el retrato amenazante de Don Efraín Valdés, el pionero de la familia.
El animal no se movía, pero los gruñidos ya eran bufidos, maullidos y otros gritos que Efraín cuarto no podía identificar. Pero sabía que si se detenía en ese momento, no serviría de nada. Tenía fuerza para acabar con todo aquello, pero no podía dudar.
Bajó al sótano, el lugar donde estaba la vieja caldera a leña que no se usaba desde hacía años. Como no había leña, Efraín cuarto arrojó dentro las cosas más cercanas, materiales y zapatos, y las roció con combustible. Encendió el fuego y arrojó al inmundo bicho entre las llamas. Mientras ardía, se oyeron aullidos aterradores, y hasta le pareció verlo moverse, pero no importaba, se sentía más libre a cada segundo, hasta que no quedaron más que cenizas, y del dolor de espaldas solamente un cosquilleo.
Permaneció sentado por largo rato en el sótano. Luego se fue caminando despacio a su casa.
Al entrar abrazó a su mujer con amor, y la sorprendió aún más con lo que dijo. -Creo que Pablo sería un buen nombre para el bebé. Ya ha habido muchos Efraín entre los Valdés.
Al otro día fue a visitar a Paolo, le ofreció ser padrino de su hijo, lo que el italiano aceptó de inmediato y se sentaron a conversar sobre el trabajo.

Al poco tiempo se abrió en el pueblo una fábrica de zapatos, la "Calzolaio-Valdés", que se impuso como líder absoluta en todos los pueblos de la región, e incluso comenzó a vender para la capital. Su éxito se debió a la armoniosa relación entre la innovación y la calidad del producto artesanal.
Pablo Valdés, el hijo de Efraín, quiso dedicarse a la fábrica desde el principio, pero su padre insistió en que primero debía estudiar, para poder tomar una decisión acertada cuando el momento le tocase.

federico.trinidad@montevideo.com.uy




31.05.2009 19:29




federico.trinidad@montevideo.com.uy




03.12.2008 01:34




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Cuento (por Federico Trinidad)

Por este número no contamos con el cuento de Federico. Algunas nanas, algunas curas, y algo enorme que se cuece a fuego lento, hace que lo extrañemos hasta el próximo número.

federico.trinidad@montevideo.com.uy




31.10.2008 18:39




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Cuento (por Federico Trinidad)

Para los tres perros que hablan.gracias!!!

Busco una historia pero no la encuentro. Quiero escribir algo que valga la pena, pero no sale.
Me pidieron que me conecte con mi musa pero, ¿cómo hacerlo? ¿Quién es ese misterioso ser capaz de regalarme arte? ¿Dónde está? ¿Dónde lo encuentro?
Quiero una historia. Quiero conocer a mi musa. ¿Dónde estás, bella dama? ¿Por qué no puedo verte? ¿Por qué conformarme solamente cuando pasas fugaz de costado, dejándome un cuento de esos que me gusta escribir? ¿Por qué no llamarte y que acudas a mí cuando te necesito?
¿Por qué tanto capricho?
Silencio. Ni una respuesta. Nada.

Subo al ómnibus con otros hombres. Simples mortales que no conocen a su musa. Igual que yo en este momento.
Me dejo llevar por el ronroneo del motor y empiezo a dormitar. El viaje es largo. Me duermo y la musa no aparece.
Al rato me despierto. Todavía no llegué a mi destino.
Me desperezo y miro alrededor, todos duermen en los asientos.
Oigo voces. Es el conductor hablando animadamente con alguien.
-Te lo digo porque tengo huerta- le dice al otro.
-No te puedo creer- le contesta éste.
-Lo que pasa es que la manzana mantiene ese resto de sabor por muchos días.
Al principio no entiendo de qué hablan, pero sigo escuchando.
El chofer continúa.
-Te repito, si todo el mundo supiera que la manzana pierde más de la mitad del sabor en el momento mismo en que es cortada del árbol, todos comprarían directamente en las huertas. Nadie compraría en los supermercados.
-¿Así que vos comés tus manzanas directamente del árbol...sin arrancarlas?- le pregunta el otro.
El chofer cambia el tono, se pone más serio.
-No lo hago siempre -le dice- solo de vez en cuando. Es que es algo medio sagrado, ¿entendés? Morder una manzana en el árbol es divino, no sé...es como un orgasmo ¿viste? Es como si estuvieras mordiendo vida pura...no sé como explicarlo.
-Si vos decís... -contesta el otro- Igual me parece que vas a tener que empezar a lavar las manzanas antes de comerlas. ¡Se ve que estás tragando mucho insecticida!
Se ríen juntos y el acompañante baja.
Levanto la cabeza para ver el rostro del chofer por el retrovisor.
Hablar de la manzana le imprimió una sonrisa peculiar, graciosa.

Vuelvo a mis pensamientos. Parece mentira. El chofer acaba de contarle algo importante al otro entre líneas, y el otro ni se dio cuenta. No son las palabras, sino cómo lo dijo.
Parecía que las palabras brotaban de algún lugar desconocido, lejos de la cabeza. Pero brotaban con tanta fuerza que pude sentir el éxtasis de la manzana en mi boca.
Las manzanas brotan en los manzanos, y las palabras en su boca. Me quedo con este pensamiento.
¿Será que el chofer está conectado con su musa? ¿Y por qué yo no puedo? ¿Será que pienso demasiado?
Cierro los ojos. No veo nada, solo un gran vacío negro. ¿Se puede ver un vacío? No lo sé, pero sé que el vacío es para llenarse. Con una manzana, por ejemplo.
Aparece una gran manzana roja. Qué linda, pero ¿qué hago con una manzana? ¿La como? Si la como queda otra vez el vacío negro, el estado de mi conciencia actual.


Entonces, ya que no tengo alternativa decido aceptar el vacío, el negro, la nada. Que mi musa lo llene, si quiere.
Me relajo, me dejo llevar. La manzana se vuelve traslúcida, luego transparente, hasta que se transforma en diamante. El diamante se acerca hasta que me funde. Me vuelvo traslúcido y transparente. Ahora soy el diamante. Siento mi piel de diamante y siento como un diamante.
Aguardo con sueño en el vacío y la oscuridad, hasta que la tierra me expulsa de sus entrañas negras.
Así vine al mundo, expulsado de las entrañas de mi madre. Dos madres, tierra y mujer, una más fría que otra. Las dos dan vida. Salto como diamante a la superficie y el sol me baña, me bautiza. Lo reflejo. Me vuelvo luminoso hasta lo absoluto. Ahora soy el sol, que baño la naturaleza con mi vida. Me baño a mí mismo y me vuelvo verde. Entonces soy pasto. Y también soy río. Soy canto de pájaro y llanto de bebé. Soy canción de cuna y grito de guerra. Soy el éxtasis y la contemplación. Soy sol y luna, arena y piedra. Aire y fuego. Soy todo y no soy nada. Soy Dios, pero Dios me ignora. Soy nube que flota libre, pero presa de la voluntad del viento. Soy la paloma que descansa en la cornisa, luego de haber volado sin saber que soy más pesada que el aire, luego de haber visto las ventanas por fuera, pero sintiendo las historias de los humanos que viven tras los vidrios. Volando veo el cielo de cerca y la tierra de lejos, y todo lo que me rodea no es más que un inmenso globo que se infla y desinfla en cada uno de mis alientos. Y sé que soy enorme, pero me siento pequeño. Y me siento humano, hombre otra vez. Soy ingeniero y artista, delincuente y filántropo. Vuelvo a lo que soy y a lo que podría ser. Vuelvo a ser minero que saca diamantes de lo profundo de la tierra. A cambio de mi brillo recibo la negrura en mis pulmones. Negrura en el vacío. Vacío en el que estaba la manzana, y ahora no hay nada...

Ahora entiendo. Esa es mi musa, que me muestra todo lo que soy. Allí está, cada vez que la necesito. ¿Cómo no va a estar, si yo soy mi musa?
Sonrío. Me levanto. Bajo por delante y saludo al chofer.
Al cruzar nuestras miradas, nos reconocemos cómplices de un secreto, el lenguaje de las musas.
Su musa maneja un ómnibus, la mía escribe estas líneas.
El día que me pregunten, tendré la respuesta clara.
-¿Qué te inspira? -me dirán.
-Mi musa -responderé, dejando la respuesta en el aire. En el aire donde las musas aletean e inspiran a todos los hombres.

federico.trinidad@montevideo.com.uy




30.09.2008 06:42




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Cuento (por Federico Trinidad)

para nacho y fernando, porque sus ideas me inspiraron este relato

Antes de todas las épocas, antes de que el tiempo comenzara su marcha, los dioses caminaban sobre la tierra. Antes de que la construcción del mundo fuera acabada, antes de que la Tierra tuviera su forma, los dioses deambulaban entre la idea y la creación.
Vivían y caminaban en la perfección, y sus pensamientos eran luz. El suelo que pisaban no era el que conocemos, era un suelo fértil, más de lo que somos capaces de imaginar.
Los dioses caminaban y crecían las flores allí donde habían pisado. Con un suspiro empujaban la brisa, y una idea formaba un océano. Con una palabra nacían estrellas, y las nubes del cielo eran la marca que atestiguaba que un dios había mirado hacia arriba.
Estaban unidos unos a otros porque el viento soplaba. Así cuando uno moría -porque los dioses morían- de inmediato se convertía en polvo. El polvo volaba cobijado por el viento, que sabiamente lo conducía hasta donde se encontraban los otros. Los dioses respiraban el polvo que el viento les entregaba, y la vida disuelta del dios que ya no estaba se impregnaba en ellos, haciéndolos más perfectos.
Hubo en ese momento una raza de hombres, hijos directos de los dioses. Cada vez que un dios exhalaba su aliento sobre la tierra, esta engendraba con generosidad una nueva criatura humana.
Pero los dioses eran muy cuidadosos, y no exhalaban sobre la tierra muy seguido, por lo que estos hombres no eran muchos.
Así fue ese momento sin tiempo. Toda la creación era testimonio de la armonía entre los dioses.
Pero ocurrió que de repente, un dios que caminaba por el edén, se detuvo y miró a su alrededor. Buscó a otros dioses pero no encontró a ninguno. Y por primera vez tuvo un pensamiento diferente.
Se sintió solo. Pensó que no le bastaba con recibir las noticias de los otros a través del viento. Sintió por primera vez la necesidad de verlos cerca, de hablarles, de tocarlos.
Pero ningún dios apareció a su lado.
El dios sintió frío, una sensación que no conocía. Se sintió cansado, aunque era un dios.
Solo en medio del paraíso, se sentó sobre una roca. No tenía más deseo de que las flores crecieran a su paso. Sentado sobre la roca experimentó la tristeza y comenzó a llorar. Fue el primer dios que lloró.
Las lágrimas brotaron copiosamente de sus ojos, y sin que él lo notara regaron la fría tierra, que las bebió con avidez. Como el suelo era tan fértil, fue al instante fecundado por su tristeza.
Resultó que las lágrimas fueron más poderosas que el aliento de otros dioses, y millones de criaturas emergieron a la superficie.
Eran hombres, pero no como los otros.
Estos hombres poblaron el mundo con rapidez. Este se fue haciendo más denso y oscuro hasta tomar su forma definitiva. El momento eterno se perdió y el tiempo inició su marcha.
Los hombres caminaban sin saber a dónde ir, con miedo a sentirse solos, tal como el dios que los había creado.
Los otros dioses vieron como su mundo se esfumaba. Intentaron reconstruirlo, recrearlo, pero los hombres eran más rápidos que ellos destruyéndolo.
Cansados entonces de luchar, los dioses abandonaron un día este mundo. Y desde ese momento los hombres fueron sus dueños.
Los pocos hijos de los dioses, también fueron desapareciendo lentamente. Mientras caminaron junto a los hombres, fueron víctima de toda clase de atrocidades. Los hombres temían a todo lo que fuera distinto, y los mataban con tal de liberarse del miedo. Los hijos de los dioses finalmente desaparecieron, ya que no había ninguno de sus padres que exhalara sobre el suelo para perpetuar la raza. Y aunque hubiera alguno, la tarea no hubiera resultado fácil, porque el suelo no era tan fértil como antes.
Un día el dios murió, el viento se llevó sus restos, regándolos sobre la tierra, que los sepultó en el olvido.
La creación necesitaba de los dioses, y los hombres lo ignoraban. Por eso el mundo quedó incompleto.
Los hombres hijos del dios, las creaciones de sus lágrimas, deambularon por el mundo con la tarea de acabar la obra sobre sus hombros, pero sin saberlo. Las flores no crecieron tras sus pasos, y vagaron movidos por la costumbre de los dioses, una costumbre que no recordaban. Porque no eran dioses, porque vivían frente a un reflejo opaco del mundo que ellos habían hecho. El miedo fue la perdición de los hombres, aunque también los salvó. No eran ni buenos ni malos, pero la mayoría de las veces eran buenos porque no se atrevían a ser malos. Eso aseguró su supervivencia.
El mundo perdió la armonía y se hundió en el caos. Los hombres intentaron encontrar el equilibrio, pero faltaba la voluntad de los dioses para evitar los extremos. Y así caminaban, sin saber quiénes eran, con la esperanza de que algún día apareciera la respuesta. Con la esperanza de mirar hacia arriba y que una nube dejara testimonio de que sus pensamientos habían sido recogidos por el cielo.
Vivieron en ese mundo de restos, de despojos de la perfección que había sido alguna vez, mientras el tiempo se desgranaba con lentitud. Lo único que no perdieron fue la esperanza, y por eso su especie se perpetuó. Pero nunca supieron que habían nacido condenados a buscar para siempre.
Y todo porque un día, un dios sentado sobre una roca se sintió solo, y cometió el pecado de llorar su egoísmo en medio del paraíso.

federico.trinidad@montevideo.com.uy



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