Eliza y Miguel
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21.07.2012 04:13 / Breves historias de vida

La leyenda de Facundo Cabral - Parte 1

El 9 de Julio de 2011 cuando en su Argentina natal se conmemoraba la Independencia–, en la capital guatemalteca desaparecía físicamente el cantautor Facundo Cabral, a manos de un sicario equivocado. A un año y pocos días de esa tragedia, quisimos recordarlo con este perfil, realizado por la periodista Leila Guerriero, que lo muestra tan auténtico como fue. Y como broche de oro, al final del texto, la canción que lo destacó como trovador del mundo.

PARTE 1 - Ver PARTE 2 (Final) en:

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La voz –un insecto enhebrado en los párpados de la estática– llega a través del teléfono.

–Yo… ocho idiomas… después… shock… 1978… mi hija… mi mujer… avión… me olvidé de hablar.

 

En algún lugar, al sur de la provincia de Buenos Aires, un auto atraviesa la ruta y un hombre masculla –la voz sedosa, monocorde– lo que ha dicho tantas veces, con el tono de quien lo dice por primera vez: quien lo revela.

 

–Perdí…. vista… sillón de ruedas… dos años.

 

La voz, pulverizada entre los dedos de la interferencia, dice llamame, dice viernes, dice Buenos Aires.

 

–Llamame… viernes… Buenos Aires.

 

Alguien –el conductor: alguien– advierte «Se va a cortar, Facundo».

 

Y, efectivamente, la comunicación se corta.

= = = = = = = = =

Viernes. Buenos Aires. El hombre –camisa de jean, saco azul, gafas marrones, bastón de madera– tiene 70 años y manos cálidas, jóvenes.

 

–Decime si hay algún pozo. Yo sólo puedo mirar hacia adelante. No puedo ver hacia abajo o hacia arriba.

 

El bastón de madera palpa las baldosas de la Plaza San Martín, una de las zonas más elegantes de la ciudad.

 

–¿Me acompañás a pagar el teléfono?

 

El teléfono. El hombre, que vive a tres cuadras de esta plaza, en un cuarto de hotel que compró veinte años atrás, sólo puede llamarse dueño de alguna ropa, de algunos libros, de este teléfono.

 

–No me gusta tener cosas que cuidar. Soy muy egoísta. Por eso vivo en un hotel. Tengo veinticuatro horas para mí.

 

–Disculpe, ¿usted es de Tandil? –pregunta una mujer que pasa.

 

El hombre dice sí.

 

–Sí.

= = = = = = = = =

Facundo Cabral era un feto fornido, formidable, y llevaba nueve meses en el vientre de su madre, Sara, cuando su padre, Rodolfo, decidió dejarlo todo –hogar en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, seis hijos y otro en camino– e irse sin dar explicaciones. A Cabral le gusta decir que llevaba un día de nacido cuando su madre (que lo bautizó Rodolfo Enrique aunque lo llamó Facundo, toda la vida) se marchó, sola y su prole, hacia donde no pudieran verla o preguntarle nada. Emprendió la ruta del sur hasta Ushuaia y, cuando llegaron, cuatro hijos habían muerto en el camino.

 

–No tengo recuerdos de esa época. No me interesaba nada. Sólo quería dormir y morir durmiendo. No quería vivir. Despertarme era una tortura. Me parecía que la vida iba a ser así siempre.

 

Pero la vida fue otra cosa.

= = = = = = = = =

–¿Usted es Facundo Cabral? –pregunta la mujer–. Usted vivió en Tandil, ¿no? Yo soy de Tandil.

 

–Entonces usted conoció a mi madre.

 

–Claro. Vivía a tres cuadras de mi casa. Y usted tenía una noviecita a la vuelta. En la calle Chacabuco.

 

–Cómo me voy a olvidar si empecé a saber lo que era una mujer por ella. Mirna se llamaba.

 

–Sí, señor. La hija del zapatero. Qué tal –dice la mujer, orgullosa, y sigue su camino.

 

–Mirna –dice Facundo Cabral, y mira al cielo como si lo viera–. Yo tenía trece años, y ella veintiuno. Un pedazo de mujer. Yo la seguía siempre y un día se paró y me dijo: «Pibe, vos me estás siguiendo». Y le dije: «Estoy enamorado de usted. Me imagino que le hago el amor». Y me dice: «Se te está yendo la mano, sos un nene». Y le dije: «¿Le puedo pedir un favor? ¿Podemos hacer el amor?». Y se quedó mirándome extrañada. Para llegar a la casa había que pasar por un pasillo. Era una tarde de verano y ella empezó dándome una clase, medio en broma. «A ver, hacé esto, hacé lo otro». Terminamos haciendo el amor todos los días, a lo bestia. Ella se recostaba sobre un sillón verde, gastado, y yo la miraba con una vela.

 

La desmesura. La pompa y la sentencia.

 

El signo que, a veces, mejor dibuja.

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En galpones, en baños públicos, en la calle: en esos sitios vivieron en Ushuaia. Los vecinos cambiaban de vereda cuando veían a esa familia de rotos, de pobres descosidos, y Facundo alimentaba su odio con desesperación y alevosía.

 

–Una madre sola o abandonada era peor que una leprosa. En un momento alguien dijo que Perón, que era presidente, daba trabajo, y yo me fui a Buenos Aires. Tenía nueve años y tardé tres meses en llegar. Cuando llegué, me dijeron que Perón iba a estar en la catedral de La Plata. Fui, y cuando pasaba el auto me escabullí y le grité: «¿Hay trabajo?». Le llamó la atención a Eva, que me dijo: «Por fin alguien que pide trabajo y no limosna. Sí que hay trabajo, mi amor, siempre hay trabajo».

 

Dos días más tarde regresaba a Tierra del Fuego, en avión y con oferta de trabajo para su madre como celadora en un colegio de Tandil, sur de la provincia de Buenos Aires. Así, Facundo empezó a vivir en una ciudad donde, cuatro años después y a la luz de una vela, empezaría a vislumbrar el sexo de la mano de Mirna, la hija del zapatero, sobre las telas gastadas de un sofá muy verde.

 

O eso –y así– le gusta contar.

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En la oficina de pagos de la empresa de celulares, Facundo Cabral espera en la fila frente a una de las ventanillas.

 

–Adelante –dice una mujer, y Cabral avanza.

 

–Hola. ¿Cómo es tu nombre, mi amor?

 

–Ivana.

 

–Ivana, eres la luz de mi ventana, para mí la vida sin Ivana no es nada. ¿Cuánto es, Ivana?

 

–Ciento once pesos, señor.

 

–Ivana, Dios te perdone por cobrarme.

Ivana sonríe, chequea algo en su computadora y pregunta:

 

–¿Usted es Cabral, Rodolfo Enrique?

 

–Sí. Pero llamame táiguer. Yo supe ser el sex symbol de este barrio.

 

–Señor, mire, acá dice que esa factura ya está paga.

 

–Ah. Bueno. ¿Entonces no tengo que pagar nada?

 

–No.

 

–Bueno. Chau, querida. Gracias.

 

Desanda el camino y susurra, a quienes todavía esperan:

 

–Si le cantás, la cajera no te cobra.

= = = = = = = = =

Cuando llegaron a Tandil, Facundo Cabral era analfabeto, ladrón, violento: un infierno con rulos dispuesto a acabar con el mundo.

 

–Nunca había ido al colegio, vivía peleándome. Odiaba a mi padre. Quería matarlo por habernos abandonado.

 

–¿Y sus hermanos?

 

–No aportaban nada. Unos pobres tipos. Ahora no sé si sobrevive uno. Creo que no. Casi no los conozco. Cosa que agradezco. Para mí nunca fue una buena idea la familia. Para mí, mi familia es la humanidad. Yo siempre fui raro. Y para mis hermanos debo haber resultado un descastado. Sin embargo, vivieron siempre de mí. Materialmente, que parece que es lo que importa, fui el que aportó.

 

–¿Eso le produce rencor?

 

–No. Nada. O tal vez lo disimulé. Debo ser buen actor. Me dolía llevar libros a mi casa, que no leían. Libros escritos por mí. Hay un dolor en eso. Pero hay una frase de Macedonio Fernández: «¿Quién cree que es esa entrometida, la realidad, para arruinarme la vida?». A mí la realidad no me va a arruinar la vida.

 

Aprendió a leer a los 14 y a los 17 caminaba por las calles de Tandil cuando un mendigo le gritó: «¡Príncipe!». A él, que sólo aspiraba a despertarse muerto.

 

–Pensé que me estaba tomando el pelo. Le dije: «Viejo, a usted lo salva la edad». Y me dijo: «¡Príncipe! ¿O cómo llamás al hijo del rey del universo?». Simón se llamaba ese viejo. Y me dijo: «Hace muchos años pasó por aquí nuestro hermano mayor, Jesús, y trajo la gran noticia». «¿Y cuál es esa noticia?». «Que uno solo es el Padre». Al viejo Simón le debo la gran noticia de que yo no era huérfano, de que yo tenía un Padre grandioso.

 

La epifanía. La vida sin transiciones. De momentos terribles a momentos perfectos. De momentos perfectos a momentos terribles.

= = = = = = = = =

El local es apretado, gélido. Venden bolsos, y Facundo Cabral busca un bolso: un bolso con un cierre solo.

 

–Entremos acá. Perdí un bolso y necesito un bolso con un solo cierre. Buenas, ¿se puede mirar sin comprar?

 

Un hombre dice sí, claro, qué está buscando.

 

–Un bolso con un solo cierre, porque tengo mucho pleito con la vista y si tiene muchos cierres meto las cosas en cualquier lado y no las encuentro. ¿Sabés cuáles usaba yo? Unos de marca Rosenthal. Me dicen que ya no se hacen.

 

–Sí, se hacen, pero la calidad ya no es lo que era.

 

–Nada es lo que era. Ni yo soy lo que era, flaco. ¿Vamos a comer?

Renguea hasta la esquina. Levanta el bastón y un taxi se detiene. Sube con dificultad, primero el cuerpo, después las piernas. Los problemas de su pierna derecha tienen diversos orígenes: en los años 80, se debían a un accidente automovilístico; en los 90, a una debilidad congénita. Ahora, a dos balazos, gentileza de un marido despechado en Santo Domingo.

 

–Nunca llegues a esta edad, flaco –le dice al taxista–. Yo daba miedo. Ahora doy lástima.

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Continúa. Ver PARTE 2 (Final) en:

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