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02.11.2009 12:14 / Mis artículos

Dividir el poder, una mala idea

En el balotaje de noviembre de 1999, Luis Alberto Lacalle hacía campaña a favor de Jorge Batlle señalando que "una de las razones para no votar al doctor Vázquez [es que] no puede asegurar una mayoría parlamentaria que sí tiene el doctor Batlle (.) ese argumento es claramente determinante para que mucha gente no lo vote, porque genera incertidumbre, inseguridad, interrogantes, acerca de lo que podrá hacer" (entrevista de Emiliano Cotelo, Programa En Perspectiva, Radio El Espectador, 10-11-1999).

Su argumento ha cambiado una década después. Su campaña para este balotaje sugiere a la ciudadanía que "El equilibrio está en tus manos". Dicho slogan busca transformar una notoria debilidad en una fortaleza de campaña. La idea es simple y directa, lo más conveniente hoy es dividir el poder. Como el Frente Amplio ya ganó la mayoría parlamentaria, entregarle en esta elección la presidencia supondría un acto de concentración excesiva del poder. La ciudadanía, por tanto, tendría la oportunidad y también la responsabilidad de equilibrar la situación.

Un viejo refrán sostiene que "la necesidad tiene cara de hereje". La delicada situación que dejó la primera vuelta de octubre a Lacalle le obliga ahora a modificar su punto de vista histórico y proponer una nueva forma de concebir el problema de la gobernabilidad. La meta de retornar a la Presidencia de la República, no admite reparos políticos ni ideológicos.

La meta de evitar la concentración del poder en pocas manos suena muy razonable, dada la convicción de que ello puede ser la antesala del despotismo y el autoritarismo. La historia está plagada de ejemplos trágicos en este sentido. Sin embargo, el establecimiento de un gobierno dividido como el que plantea ahora el Partido Nacional entraña varios problemas prácticos sobre los que vale la pena reflexionar.

Gobiernos divididos

La idea de la división del poder es uno de los asuntos clásicos de la teoría del gobierno. Hace casi dos siglos y medio, los padres fundadores de la democracia estadounidense discutieron como organizar un gobierno sin monarca, que brindara garantías a los estados grandes y pequeños de la unión, y que, al mismo tiempo, protegiera al ciudadano del poder absoluto del Estado. La premisa encontrada fue dividir el poder. James Madison es tal vez el representante más genuino de esta concepción de gobierno. La construcción del sistema federal de Estados Unidos se apoyó en la separación de los tres poderes del estado. El diseño institucional estableció mecanismos de controles y equilibrios mutuos (check and balances) que garantizarían la autonomía de acción a los poderes y a los estados contratantes. Estos rasgos caracterizarían desde entonces al régimen de gobierno presidencialista que décadas más tarde sería asumido por las colonias hispanas emancipadas.

La división del poder, entonces, es un rasgo propio del funcionamiento de la democracia presidencial. La literatura especializada designa con el nombre de gobierno dividido al esquema gubernativo donde el Ejecutivo es controlado por un partido y el Parlamento por otro. En términos políticos supone la existencia de dos voluntades mayoritarias distintas y opuestas, que dominan las ramas del gobierno. En los 108 años que van de 1901 a 2009, Estados Unidos vivió el 40% del tiempo bajo un formato de gobierno dividido (44 años). Si se consideran en particular los últimos 42 años (1968-2009), ese porcentaje asciende al 75% del tiempo (30 años). Esta situación de división del poder del gobierno ha estimulado una amplia discusión sobre sus orígenes y consecuencias. Para no aburrir, citaré las dos posiciones clásicas sobre el tema.

En su libro "Divided We Govern", el profesor David Mayhew de la Universidad de Yale, sostiene que la situación de empate entre poderes está originada por la desvinculación de la elección presidencial y la elección legislativa (el ciudadano puede votar por un partido a la presidencia y por otro al congreso), y por la elección de renovación de la cámara a mitad del período presidencial (los mandatos de los diputados son de sólo dos años). Según Mayhew, el gobierno dividido no configura ningún riesgo institucional para el país, ni tampoco un problema para la productividad gubernativa. Su explicación sostiene que en virtud de la débil disciplina de los partidos estadounidenses, el presidente puede construir mayorías legislativas intercambiando votos para sus proyectos por beneficios particulares (en materia de políticas públicas) para las circunscripciones de los diputados. Contrario a esta posición se encuentra Morris P. Fiorina, Profesor de la Universidad de Standford, quién señala en su libro "Divided Government" que el gobierno dividido resulta perjudicial para el sistema político, pues no sólo retrasa los procesos de decisión legislativa, sino también erosiona la identidad de los partidos en la cámara, restringiendo las posibilidades de una rendición de cuentas efectiva ante los ciudadanos (pues la división gobierno y oposición no queda muy clara).

El debate sobre los Estados Unidos trasciende los objetivos de esta columna, pero ayuda a comprender que el gobierno dividido funciona en Estados Unidos gracias al cumplimiento de algunas condiciones específicas: a) un sistema electoral que lo posibilita; b) una polarización política moderada; b) un sistema bipartidista, y c) una débil disciplina legislativa de los partidos.

Más allá del debate, existe consenso respecto a que esta peculiar división del gobierno ha funcionado aceptablemente bien en los Estados Unidos. Sin embargo, no podemos señalar lo mismo para el caso de países de América Latina que cuentan con un esquema similar. Salvo Chile, donde los gobiernos de la Concertación enfrentaron con éxito a un Senado controlado por la oposición durante el período 1990-2005, en la mayoría de los países latinoamericanos ese esquema ha provocado problemas bastante graves. Y hasta tal punto esto es así, que Juan J. Linz (Universidad de Yale) formuló su conocida tesis sobre los problemas del presidencialismo, a partir del pobre desempeño de las democracias del continente, plagadas por supuesto de presidentes sin mayoría legislativas.

Gobiernos en minoría

Nuestro país nunca ha tenido un esquema de gobierno dividido. Presenció sí la existencia de gobiernos minoritarios, alternados con etapas más o menos largas de gobiernos mayoritarios. Un gobierno en minoría es un formato distinto al del gobierno dividido, pues supone la existencia de un ejecutivo sin mayorías legislativas y un parlamento donde ningún partido controla la mayoría absoluta.

En un continuo podríamos ubicar en un extremo de máxima concentración del poder al gobierno unificado de un partido mayoritario o coalición mayoritaria; en el otro extremo, a un gobierno dividido donde dos partidos controlan las ramas del gobierno. El continuo estará formado por una diversidad de gobiernos en minoría ordenados de acuerdo al tamaño de la bancada del presidente. O sea, nuestro país tiene experiencias de gobierno unificado y de gobiernos en minoría, pero no de un gobierno dividido. La mayoría de los expertos señalan que los gobiernos han logrado mayor solidez y productividad cuánto más firmes han sido sus apoyos en el legislativo.

El gobierno de Lacalle, entre 1990 y 1995, es un ejemplo de esta afirmación. Ese gobierno pasó, por diferentes razones o avatares, de una configuración mayoritaria inicial a una minoritaria sobre el final del mandato. Ese lento proceso de desfibramiento de las mayorías legislativas debilitó y terminó por aislar a un presidente que pretendía procesar una ambiciosa agenda reformadora.

Cuando Lacalle triunfó en noviembre de 1989, su partido controlaba el 39% de la cámara baja y el 42% del Senado; en la Asamblea General contaba con el 40% de sus componentes. O sea, no tenía mayorías para sancionar leyes y estaba en el límite de sus posibilidades para mantener los vetos del ejecutivo (una sola deserción haría caer la voluntad presidencial). En las semanas previas a su asunción, Lacalle acordó una coalición mayoritaria (la Coincidencia Nacional) con el Partido Colorado, situación que le permitía controlar casi el 70% de ambas cámaras. Pese a ello, en los primeros días del mandato, se registró la primera deserción. El sector liderado por Pablo Millor (Cruzada 94) abandonó el acuerdo y se pasó a la oposición, lo cual complicó desde entonces la estadía de las otras fracciones coloradas en el gobierno.

No obstante, pese a su debilidad y continuos escarceos, la coalición de Lacalle sacó adelante algunas leyes de singular importancia como el Ajuste Fiscal (su primera norma legislativa del período), la creación del Ministerio de Vivienda, la ley de Funcionarios Públicos, la ley de Empresas Públicas, la de Puertos, la creación de los Bancos de Inversión, el Presupuesto Nacional y la modificación del Régimen de Intermediación Financiera.

A fines de 1991, se concretó la salida del Foro Batllista y de la Lista 15 del gabinete, en virtud de los desacuerdos con el presidente. El gobierno comienza su derrotero minoritario pese a que en el verano de 1992, renueva el compromiso con las fracciones nacionalista no-herreristas y con la Unión Colorada y Batllista. Si bien la segunda Coincidencia le permitió a Lacalle continuar avanzando en su agenda de reformas, el dramático resultado del referéndum sobre la ley de empresas públicas de diciembre de 1992, provocó una profunda crisis en la interna del partido de gobierno. En el caliente verano de 1993, el Movimiento Nacional de Rocha de Carlos Julio Pereyra, y el Movimiento Renovación y Victoria, de Gonzalo Aguirre, retiraron sus ministros del gabinete y pasaron a la oposición frontal. El alejamiento comentado alejamiento del grupo del Vicepresidente, representó un buen indicador del dramatismo de la situación y sobre todo, de la debilidad extrema en la caía el gobierno de Lacalle (Aguirre escribió una carta al presidente que fue publicada por el Semanario Búsqueda).

Desde entonces, el presidente gobernó con el menguado apoyo del herrerismo y el pachequismo. Este esquema provocó un escenario donde el Parlamento asumió una actitud hostil hacia el ejecutivo y una conducta proactiva en materia de legislación y control. Mientras los principales proyectos del gobierno naufragaban en las comisiones (por ejemplo, la reforma de la seguridad social fue enviada tres veces y en todos los casos fue sepultada, incluso cuando se le dio carácter de urgencia), llamativas alianzas circunstanciales en la cámara (la más corriente era la del Frente Amplio, Nuevo Espacio, Movimiento de Rocha, Foro Batllista y Cruzada 94 de Millor) permitían la aprobación de leyes contrarias a la orientación del gobierno. Incluso se llegó a dar el caso de que el Parlamento iniciara y sancionara normas cuya iniciativa está reservada al Poder Ejecutivo (por ejemplo, las famosas leyes de refinanciación de los productores agropecuarios, pequeños comerciantes, etc.).

Lacalle enfrentó este escenario haciendo uso del veto. Aplicó 26 vetos, de los cuales la mitad fueron de carácter parcial. Como el gobierno no controlaba si quiera los 2/5 de la Asamblea General, se registraron 15 levantamientos de observaciones (57% del total). A su vez, el Parlamento aceleró el trámite de los llamados a sala e interpelaciones, registrándose 28 en todo el período, aunque la enorme mayoría se gestionó en la segunda mitad del mandato. También se procesaron cientos de convocatorias de ministros a las comisiones parlamentarias, dejando la sensación de que el legislativo estaba hostigando al gobierno de Lacalle.

El espectáculo de un presidente acorralado por el Parlamento dejaba la sensación en la ciudadanía de que el gobierno se encontraba a la deriva. La mejora de los indicadores económicos y sociales de esos años, contrastaba con la imagen de fragilidad del gobierno y con la escasísima popularidad del presidente. El pobre resultado electoral del candidato ungido por Lacalle (Juan Andrés Ramírez) para la elección de noviembre de 1994, confirmó ese parecer.

El libro que reseña la gestión del Partido Nacional en el gobierno ("60 meses que cambiaron el país"), publicado por el Instituto Manuel Oribe en 1995, reconoce esta situación al precisar que "la composición política del Parlamento dejaba claramente establecida la composición minoritaria del partido gobernante. Si a esas circunstancias se agregan las discrepancias surgidas en el seno del partido en algunas materias, se advertirá lo difícil de la tarea legislativa que el gobierno pretendía llevar adelante" (página 165).

Un Lacalle bastante abatido reconocía a fines de 1995, que "en Uruguay es notorio el predominio del Parlamento sobre el Poder Ejecutivo. Siempre ha sido más fuerte el Parlamento y hoy, quizás lo es más que nunca, a pesar de la reforma de 1967 (.) O sea que el eje del poder en el Uruguay es el Parlamento. Con un agravante: que el que está disfrazado de poderoso es el Poder Ejecutivo" (entrevista de los Profesores Gerardo Caetano y José Rilla, en Cuadernos del Claeh, 73-74, página 52).

Por tanto, la fase minoritaria del gobierno de Lacalle (entre 1993 y 1995) muestra hasta que punto son importantes las mayorías legislativas en nuestro país. Mientras Lacalle contó con ellas su agenda legislativa se procesó más o menos bien. Pero cuando sus aliados comenzaron el éxodo del gobierno afloraron los problemas. Por esa razón, Lacalle señalaba al Parlamento como el verdadero centro de poder del sistema político. Idénticos motivos le llevaron a afirmar que Batlle era mejor candidato que Vázquez, cuando hizo campaña en el balotaje de 1999.

En 2002, bajo un contexto de crisis, Lacalle y el Partido Nacional lanzaron la idea de realizar un "ajuste político", con argumento de reducir los "excesivos costos del Estado". La reforma constitucional de Lacalle reducía el número de legisladores (así como también de ministerios) como forma de alivio para las arcas fiscales, pero en verdad también generaba un efecto sobre el esquema de gobernabilidad. La idea consistía en modificar el procedimiento de distribución de bancas en diputados, abandonando la circunscripción única nacional como mecanismo de asignación entre los partidos y estableciendo como criterio a las circunscripciones departamentales. Esa modificación, unida a la reducción de 99 a 67 curules, contribuiría a reducir el peso del Frente Amplio, que hasta ese entonces obtenía buena parte de sus bancas en la capital con la ayuda de los votos logrados en todo el país. Esta medida suponía el adiós a la representación proporcional integral y favorecía la gobernabilidad de una futura coalición blanqui-colorada a partir de 2005. El famoso ajuste político fue rechazado por el Foro Batllista y naturalmente, por el Frente Amplio, perdiendo toda chance de ser aprobado a mediados de 2003. Nuevamente, Lacalle, al igual que en 1995 y 1999, dio pruebas de estar convencido que el Parlamento es el escenario sobre el cual debe construirse la gobernabilidad del país y que para ello, deben establecerse iniciativas que eviten los gobiernos en minoría.

¿Un escenario de bloqueo y conflicto?

Como se ha señalado arriba, un gobierno en minoría no representa la división del poder más extremo. El gobierno dividido es a todas luces la expresión más acabada de ese fenómeno. El gobierno minoritario de Lacalle muestra que el ejercicio de gobierno resulta complicado cuando la bancada del presidente no solo es minoritaria, sino también pequeña. Dada esta constatación debemos por tanto preguntarnos qué podemos esperar de un gobierno efectivamente dividido como el que se propone en estos días, bajo el rótulo de equilibrio.

Hemos explicado que la configuración del gobierno dividido funciona razonablemente bien en Estados Unidos bajo ciertas condiciones. Lamentablemente, ninguna de ellas está presente en el caso uruguayo: no tenemos un sistema bipartidista, la polarización ideológica es un poco mayor que en Estados Unidos, y lo más importante, los partidos uruguayos son muy disciplinados en el legislativo, por lo que la estrategia presidencial de ganar votos individuales, no resulta viable.

Desde el Partido Nacional se afirma que un gobierno dividido abre la posibilidad de amplios acuerdos multipartidarios. Dudo que en esas circunstancias el Frente Amplio esté dispuesto a ingresar en un pacto que borre las diferencias con un gobierno de Lacalle. No se lo perdonarían sus votantes como tampoco las organizaciones sociales que históricamente han estado aliadas a ese partido. ¿Qué queda entonces como perspectiva? En mi opinión, el camino conduce a un gobierno frágil que deberá enfrentar severos desafíos. El riesgo del bloqueo gubernativo estará siempre presente. Un parlamento enfrentado al ejecutivo será el rasgo más probable. El Parlamento aprobará leyes que no contarán con el aval del presidente y éste desatará una lluvia de vetos sobre los mismos. Habrá miles de pedidos de informes y decenas de llamados a sala e interpelaciones de ministros.

Lamento augurar esta situación, porque un escenario conflictivo es lo menos deseable para un país como el nuestro, que afronta con timidez los desafíos del desarrollo. El resultado de octubre canceló, a mi juicio, las alternativas posibles de gobierno. El control del Parlamento por parte del Frente Amplio vuelve absurda la configuración de un gobierno dividido. El liderazgo de los partidos tradicionales sabe que en caso de ganar Lacalle el balotaje, las cosas se pondrán realmente difíciles. La reflexión sobre la gobernabilidad en Uruguay, promovida por ellos mismos, que desembocó en una reforma constitucional en 1996, transitó los temas vinculados a la articulación de las mayorías en el Parlamento. Por eso se construyeron una y otra vez coaliciones, se tejieron pactos de diverso tipo, y se hicieron concesiones para lograr la estabilidad del proceso legislativo. Nunca un gobierno desarrolló adecuadamente su labor sin tomar al Parlamento como una arena privilegiada. Un gobierno dividido, en las actuales circunstancias, representa un desafío tan peligroso como innecesario para nuestra democracia. Por esa razón, afirmo, so pena de recibir críticas por tamaña afrenta, que dividir el poder en Uruguay es, sin duda, una mala idea.

1º de noviembre de 2009



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Profesor e Investigador del Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República

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