acerca de patrimonios varios
algunas reflexiones sobre nuestros "lugares de la memoria"

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22.02.2009 11:50 / MIS ARTICULOS

MONTEVIDEO: LA PUERTA DE LA CIUDADELA (I)

FORTIFICAR EN LAS ORILLAS DEL MUNDO

En el invierno de 1740 llegaba a estas tierras Diego Cardoso, portador de relevantes títulos: Ingeniero de los Reales Ejércitos y Plazas de su Majestad y Director de las Reales Obras de Fortificación de las Provincias del Río de la Plata. Había sido designado casi dos años antes, cuando todavía Inglaterra no había declarado una guerra que duraría nueve años y la presión de sus escuadras en los mares -combinando corsarios y almirantes- no se había hecho crítica para los intereses españoles.

Con la caída y saqueo de Portobelo las cosas se precipitaban y en Montevideo se recibían órdenes, no ya de reforzar las precarias defensas que poco tiempo atrás habían servido para disuadir a los portugueses de un nuevo intento de ocupación, sino de iniciar "instantáneamente" la construcción de un sistema de fortificaciones "que tanto se necesita" (1). Así se desprende del planteo que ya en 1738 los Cabildantes habían hecho llegar al rey, por estar la ciudad "expuesta a perderse sin remedio a la primera hora que haya alguna revolución entre las Coronas".

Esa "revolución" ya estaba en marcha y el peligro de una incursión inglesa en el Plata haría aflojar la bolsa de caudales del virrey del Perú, de modo que el sistema de defensa de Montevideo, proyectado y aprobado hacia 1728 pero nunca financiado -y por ello hasta entonces diferido-, se convertía en absoluta prioridad.

Diego Cardoso, que había llegado en compañía de su sobrino Francisco Rodríguez Cardoso (entonces su ayudante, y con el tiempo su sucesor) sería protagonista de ese proceso y marcó desde el primer día su perfil polémico. Desestimó la propuesta sensata que había elaborado su antecesor, el ingeniero Domingo Petrarca y en menos de un mes tenía ya definidas dos opciones de un nuevo proyecto; opciones que presupuestó y puso a consideración del virrey en Lima -se supone que también del Gobernador Salcedo, con asiento en Buenos Aires-, y a las que sumó más tarde una tercera, aprobada finalmente por el rey.

Todas las propuestas tenían en común una estimación irrisoria de costos y cuando una de ellas pudo concretarse, se hizo en un emplazamiento que comprometía desde el arranque su eficiencia como dispositivo de defensa. Para colmo de males, se montaba sobre la incipiente traza urbana, obligando al desalojo y traslado de decenas de pobladores.

En todo ese proceso, el aparato institucional de la corona funcionó con ortodoxia burocrática, cumpliendo -a largo plazo- con la demanda de fortificar, pero sin revisar antecedentes ni evaluar las consecuencias de las decisiones adoptadas y sin asegurar tampoco que los recursos se correspondieran con las necesidades. Protestó el Cabildo pero no se atendieron sus razones y en octubre de 1741 comenzaron los trabajos, que poco habían avanzado cuando el 1º de mayo de 1742 -día de San Felipe- se puso la piedra fundamental.

No era de extrañar el curso penoso del proceso de obra, dado que las Cajas Reales de Buenos Aires estaban siempre "enteramente extenuadas" y que en ese rubro, a medida que pasaban los meses, del rey no se tenían noticias y del virrey, cada vez más escasas.

La situación estaba agravada por la reiterada falta de materiales, no de piedra -que había abundante en los alrededores- pero si de cal, a veces traída en carretas desde el lejano establecimiento de Narbona, en la desembocadura del arroyo de las Víboras, sobre el río Uruguay. "Esta es una tierra que ni con plata se encuentran las cosas", se oía toda vez que la cal no llegaba, faltaban clavos y maderas o escaseaban herramientas.

No era mejor el panorama con el personal disponible,.Escasos maestros albañiles trataban de disciplinar una mano de obra muy poco motivada, formada por unos cien presos a ración y sin paga, más doscientos tapes misioneros -a cuya ración de carne y bizcocho se agregaba un mísero sueldo- en tanto unos pocos soldados de la guarnición veían duplicados esos beneficios, sin hacerlos por ello más atractivos.

Los resultados eran previsibles y, pasados los primeros años de cierta bonanza, el panorama de la obra se iría haciendo cada vez más desalentador. No faltaban razones para que el ingeniero Cardoso se lamentara ("Falta hierro y falta plata para pagar los sueldos de la gente que está trabajando. Se les deben cinco meses. Trabajan de mala gana, cuando lo hacen"), pero no tenía muchas alternativas. Esas eran las condiciones, en extremo precarias, que al momento de juzgar su trabajo habría que considerar en su descargo.

Una puerta monumental para un "fuerte" al que llaman Ciudadela

Superando contratiempos e interrupciones, en octubre de 1744, a tres años de iniciadas las obras, el gobernador Ortiz de Rosas hace constar, en carta al rey, que estaba avanzada la construcción de los cuatro baluartes y de tres de las murallas que los unían (con frente al campo, al río y la bahía). Agrega que "promete el Ingeniero en un año tener aquella Plaza cerrada", y que lo había dejado "trabajando en la portada de la Ciudadela". Dadas las circunstancias, era un balance positivo que no volvería a repetirse, y aun cuando las terminaciones de cierto cuidado quedaban diferidas por falta de albañiles hábiles en el tallado de la piedra, la Ciudadela ya emergía como una enorme edificación en comparación con el modesto y casi derruido fuerte viejo, construido por Petrarca donde hoy está la plaza Zavala.

Quedaba todavía por levantar el muro que cerraba la fortaleza del lado del poblado y casi todo por hacer en su interior. En tanto, las empalizadas levantadas al inicio de las obras -mínima línea de defensa contra intrusos-, deberían esperar casi una década para ser sustituidas por murallas de piedra. Pero una etapa estaba cumplida y Diego Cardoso parecía contar con buen crédito cuando los problemas constructivos, las desavenencias y los múltiples juicios que terminarían arruinando su carrera eran imprevisibles fantasmas de un futuro... para su desgracia muy cercano.

En el optimismo de la hora, su visión se exaltaba. Cuando evoca la colocación de los ocho primeros cañones, dice: "Parecían tan bien en el Baluarte, como los ángeles en el Altar". Es probable que estuviera con igual ánimo al tiempo de afrontar un desafío mayor y entrar en fase de proyecto ejecutivo, pasando del dibujo a la piedra, nada menos que la portada de la que, a su juicio, sería "la plaza más fuerte de este mundo nuevo". Pasó poco tiempo antes de que ese juicio sobre el valor de la fortificación perdiera todo sustento (que, en rigor, nunca tuvo).

En cuanto a la portada, los bocetos que había hecho hasta ese momento no auguraban nada particularmente estimable. En los planos elaborados en 1744 aparece un trazado elemental, donde el cuerpo de acceso queda rematado por un pesado frontón triangular que ocupa casi un tercio de la altura total.

No hay elementos que documenten la forma en que se fueron procesando los cambios, pero superando notablemente aquellos planteos de poca monta, el resultado final califica alto: plantada en el acceso de una fortaleza convencional (un fuerte de campaña, dirán más tarde) nacía una puerta monumental en línea con la mejor tradición académica, adecuada a su función y a su significación simbólica, bien proporcionada y muy digna en su construcción, con piedra tallada por maestros canteros portugueses.

A fines de diciembre de 1750, Francisco de Gorriti da cuenta al gobernador Andonaegui de haber recibido "la piedra de las armas que se debe poner en la Portada de la Ciudadela. Sólo falta el pulirla". Alienta además la esperanza de que el día de su colocación no faltaran los cañonazos de rigor. Pero esa celebración quedaría dramáticamente contrastada con las horas infelices que Diego Cardoso empezaba a vivir.y de las que buena responsabilidad tenía, aún dando por descontado su celo en dar continuidad a una obra en tiempos de penurias, entre las cuales las económicas eran ya rutina asumida. Poco después de aquella carta, el mismo Gorriti clamaba con desesperación: "No hay plata. El Rey está en déficit. La Plaza está en la mayor miseria").

El déficit de las arcas reales no era para Cardoso el único factor de riesgo. Ya la venida de los maestros canteros portugueses había generado acciones en su contra (por gestiones ilegales, contrabando, etcétera) y de allí en adelante menudearon los problemas con la gente de su entorno.

En uno de los muchos juicios en que se vio involucrado, el fallo final tuvo que ver no sólo con el origen de la disputa ("una tormenta en un vaso de agua",dice Apolant,que la describe en detalle) sino con la denuncia de serios vicios de construcción en los trabajos de la Ciudadela, que ya eran conocidos y comentados, aunque no hubiera entonces una causalidad definida y una responsabilidad probada (2).

El demandante actualizó e incorporó esos antecedentes en un alegato que las cortes reales dieron por bueno. Eso tuvo por consecuencia que, a principios de 1752, Cardoso terminara sancionado por la corona, apartado de las obras y detenido incluso unos meses en la fortaleza, que bien conocía; Luego, amnistiado, pasó a Buenos Aires y allí murió en 1757. Amargo final para una experiencia americana, que en 1740 aparecía como promisoria.

Pero aún está vivo su legado más perdurable, que no fue por cierto el ejemplo de su complicada vida ni el proyecto en el que creyó ver un Cádiz en Indias, sino la gran portada que hoy, superadas azarosas circunstancias, es parte indisociable del paisaje de la ciudad.

La ruina prematura y una "hermosa portada" que sobrevive

En 1751, al asumir José Joaquín de Viana como primer Gobernador de Montevideo, las fortificaciones de la ciudad seguían siendo una cuestión problemática y aunque la obra gruesa de la Ciudadela -incluyendo su portada- podía darse por terminada, quedaba todavía una tarea importante por realizar.

Se empezaron a levantar las murallas y los módicos cubos sobre el río y la bahía, pero poco se avanzó en esa década, cuando los trabajos de demarcación de límites que siguieron al Tratado de Permuta y la consecuente guerra guaranítica, derivaron los recursos hacia otros escenarios.

En los primeros años de la séptima década del siglo, el ritmo de avance de las fortificaciones era todavía motivo reiterado de quejas. Cevallos, que gobernaba desde Buenos Aires y no perdía oportunidad de marcar su poco afecto por Montevideo y por su primer gobernador, expresaba esos motivos en carta al rey, en términos nada diplomáticos: "Los caudales que se han gastado en Montevideo, que pudieran ser suficientes para construir una plaza como la de Cádiz han producido tan poca utilidad que, sobre ser despreciable toda su fortificación, tiene el defecto de carecer de agua; sin embargo de lo gastado en las obras de aquella plaza excede muchísimo del presupuesto aprobado por S.M., no cesa (Viana) de importunarme para que le remitan nuevas cantidades".

Francisco Rodríguez Cardoso estaba desde 1753 al frente de las obras y, en tren de asesorar a Viana, expone sus razones, hace sus cuentas y en fin dice -con lealtad filial y sin apartarse mucho de la verdad de las cosas-: "Aquí, desde 1740, con mi tío convertimos un pueblo con algunos ranchos de paja y cuero, en una de la Plazas más considerables que existen en las Américas".

El valor militar de las fortificaciones y su propia materialidad ya habían sido cuestionadas en tiempos en que Diego Cardoso dirigía las obras, pero esas prevenciones se hicieron críticas cuando, a fines de octubre de 1770, uno de los baluartes -que ya había sido reconstruido- amenazaba con inminente ruina.

Se constituyó una junta de inspección y los informes resultantes fueron lapidarios (salvo el del propio Rodríguez Cardoso, que atribuye a la caída de rayos y centellas unos daños que seguramente tenían causas menos celestiales). Valga como ejemplo un párrafo del informe realizado por el ingeniero Joseph Antonio de Borja:

"Vista la inutilidad de los cuatro baluartes de este cuadrado que llaman Ciudadela y en realidad no es más que un fuerte de campaña, porque su línea o lado exterior no pasa de 70 toesas (unos 140 metros), y que la situación de esta Ciudadela es harto infeliz porque se halla enterrada y dominada de la campaña al medio tiro de cañón, (...) no conviene gastar un real en la prosecución de estas Reales obras y sólo elegir uno de dos partidos".

Y pasa a detallar las opciones: a) demoler todo, salvo las baterías del mar, y dejarla como ciudad abierta; b) demoler todo y aprovechar la piedra para hacer otra línea de fortificación "que se construya más bien situada, con buenos baluartes". En cuanto a las murallas que van de la Ciudadela al mar, "para que pudieran servir, era indispensable reforzarlas o engrosarlas".

Así, a treinta años de iniciada su construcción, la fortaleza amenazaba ruina, y acuciados técnicos, militares y gobernantes por el riesgo de su tempranísima obsolescencia, desde entonces y hasta los tiempos de Elío alentaron múltiples alternativas que nunca llegarían a concretarse. Proyectos casi todos coincidentes en la necesidad de construir una nueva línea de fortificaciones -utilizando los materiales de demolición de las existentes-, situándola casi exactamente en el lugar que el ingeniero Petrarca había indicado... en 1728.

Hacia el fin del siglo los ingleses volvieron a generar alarma en el Río de la Plata (ya en 1762 habían hecho una incursión conjunta con los portugueses, abortada en el intento de tomar Colonia del Sacramento). Se reactivaron entonces las juntas militares, informes y proyectos, pero poco fue lo que se hizo para corregir la situación. Notoriamente fue menos de lo necesario para evitar que en 1807, confirmando las prevenciones de Joseph de Borja y de tantos otros, las fortificaciones de Montevideo no resistieran su primera prueba de fuego.

La Cádiz de Diego Cardoso era ya una visión insostenible, pero curiosamente, pasado el tiempo (y hasta hoy), el mito de la formidable fortaleza volvió a instalarse muy cómodamente en textos y documentos oficiales.

Ahora bien, un proceso en el que la rutina burocrática jugó fuerte, (aprobando informes y soluciones pero dejando siempre para mañana su instrumentación concreta) trajo como imprevista consecuencia que la Ciudadela no fuera alterada ni demolida y que se mantuviera casi sin variantes hasta el día en que los españoles debieron evacuarla definitivamente (en junio de 1814). Y algo a nuestro objeto más relevante: hizo que su majestuosa portada quedara en pie. Se habría alegrado por ello Claudio Macé, coronel del regimiento de infantería de Mallorca, quien en informe realizado en aquella auditoría de 1770, decía: "Y si más menudamente se va a detallar toda dicha Ciudadela, se verá que en todas sus partes es defectuosa y que lo único bueno es una hermosa portada y una bonita capilla".

Nada nuevo pasó desde entonces. La vida siguió su curso y la "hermosa portada" vería flamear varias banderas: española, inglesa, de nuevo española, de las Provincias Unidas y en 1815 los colores de Artigas tras la entrada de Otorgués en Montevideo, que con buenas razones marcó presencia y destruyó el escudo de los Borbones. Siguieron luego las de los imperios de Portugal y Brasil y por fin la del novel Estado uruguayo, una de cuyas primeras medidas fue demoler murallas y baluartes, pasar a mejor destino las maderas y hierros del puente levadizo, tapar los fosos, y luego -desde 1836- convertir la puerta que tanto trabajo diera a los Cardoso... en acceso al mercado de la ciudad.

Notas:

(1) Portobelo era una de las plazas fuertes del Caribe que servían a España como mojones de su dominio en América. Atacada varias veces por Drake y Morgan, era el eslabón más débil del sistema; bien elegida entonces por el almirante Edward Vernon para una incursión al estilo Pearl Harbor. La toma de la ciudad, en noviembre de 1739, precedió en un día a la declaración de guerra de Inglaterra a España. La noticia llegó a Montevideo desde el Perú (y con ella la orden perentoria de fortificar la ciudad) antes que los instructivos que, en igual sentido, emanaran de la corte de Felipe V.

(2) Juan Alejandro Apolant: "Instantáneas de la época colonial: autos y hechos por el Teniente D. JPH. Gómez contra el Coronel D. Diego Cardoso y el Teniente D. Esteban Durán por haberle sindicado de mulato. El juicio se extendió entre febrero de 1749 y enero de 1752. En Montevideo se tomó declaración a ciento setenta y tres vecinos, entre ellos a cinco cabildantes (no fue tan poca tormenta...), y se constató en el fallo final que el teniente Gómez era hombre "de legítimo, claro, noble y limpio linaje". Según algunos testigos, todo habría tenido origen en expresiones de un marino de paso por el puerto, quien supuestamente conocía a Gómez de niño y al verlo dijo: "Buena tierra es esta, donde los mulatos son oficiales; aquí me quiero quedar, que presto seré capitán". Enemistado con el teniente (que a su vez era crítico de su obra), Cardoso no perdía oportunidad de reiterar la anécdota, y en su declaración admite haber "repetido lo que el pueblo dice (...) y si hubiera oído decir que era hereje o judío, lo hubiera repetido también".

IMAGEN DE PORTADA: Plano del ingeniero Domingo Petrarca, con la Ciudadela proyectada ocupando aproximadamente el lugar hoy comprendido entre 18 de Julio, Paraguay, San José y Río Negro.

SIGUE EN PARTE (II) http://blogs.montevideo.com.uy/hnnoticiaj1.aspx?23866



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