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Pensar los fundamentos de las cosas

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19.09.2015 13:51 / Filosofía doméstica

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Está muy extendida la opinión de que las innovaciones tecnológicas para el mercado no son perjudiciales en sí mismas, sino que su beneficio o perjuicio depende del uso que se les dé, es decir, que son neutrales e inofensivas por sí mismas. Aunque esta opinión tiene más base teórica que empírica (es decir, aunque en principio no existe ningún impedimento para ser moderados con el uso y el consumo de tecnología, la realidad nos indica que, de hecho, sucede precisamente lo contrario), supongamos que acierta, al menos en parte. Pero propongo considerar el asunto desde otro lugar, no considerar a los productos aisladamente, sino más bien pensar el sentido de la producción y consumo de tales objetos.

Si nos preguntamos cuál es la entidad privilegiada de nuestro tiempo, sin dificultad, concluimos que ya no es la polis y ya no es Dios, sino que es el objeto como producto, como mercancía, ¿pero si nos preguntamos cuál es el sentido en que el mundo contemporáneo produce y consume tales objetos? Parecería que nuestra entidad privilegiada fuese algo más concreto (con respecto a la comunidad política de los antiguos o el Sumo Arquitecto de los medievales), pero de hecho no lo es, y develar todos sus misterios no es menos sencillo que para los antiguos hubiese sido resolver los problemas del hombre como animal político, o para los medievales resolver los problemas del Creador y su creatura a imagen y semejanza.

Somos una cultura pos-industrial, nos dominan los valores de la utilidad y la productividad, y los objetos (como productos de la industria) ocupan un lugar privilegiado en la vida individual y colectiva. Ahora bien, podemos distinguir diferentes generaciones de consumo-producción, es decir, estamos frente a una nueva generación de consumo-producción que no es esencialmente nueva, sino gradualmente distinta (convengamos que entre una navaja suiza y un smartphone no hay diferencia esencial, sino gradual), y a la vez, frente a la emergencia de sujetos colectivos que resisten a esta generación de consumo-producción, pero detengámonos en lo primero.

Repasemos la cotidianeidad del hombre contemporáneo: dedicar la mitad o más de su vida activa a algún empleo para que le compense (y estamos hablando de compensación, algo ligeramente distinto de remuneración) con comodidad, simplicidad y ahorro de tiempo y energía para su tiempo libre (el restante tercio de su vida). Como si la vida buena consistiese en facilidades y atajos para nuestros soberanos deseos, pero en fin, nótese que la tecnología para el mercado se dedica a proporcionarnos precisamente esto, es decir, promete liberarnos de todo esfuerzo y complejidad para la conquista de nuestra satisfacción. Los publicistas nos prometen hacernos la vida más fácil, y no mienten, ¿pero qué es un hombre liberado de todo esfuerzo y complejidad?, ¿qué aspecto y qué cualidades tendría la realización más acabada de hombre en la sociedad de consumo? Aquí es donde empezamos a pensar en el sentido de la producción-consumo de las innovaciones tecnológicas para el mercado.

Más allá del consumo compulsivo y la obsolescencia programada, asistimos a una creciente digitalización de la experiencia, y se hace cada vez más evidente que la producción de objetos tiene como ideal proporcionarnos fines sin medios, desde los hilarantes productos de Teleshopping hasta las aplicaciones para teléfonos inteligentes (y casi podríamos decir que existe una app para cada aspecto de nuestras vidas), ¿a qué va todo esto?, a que el sentido del consumo-producción no sólo desecha objetos, sino que además desecha experiencias. Los objetos son desechados en función de su eficiencia y productividad, ¿pero podemos aplicar el mismo criterio para desechar experiencias?

Hay en esto una concepción según la cual los medios son un costo, algo tedioso que desearíamos evadir. Estamos inmersos en el mundo de la inmediatez y la instantaneidad, como si todo medio fuera un mal y nuestro deseo fundamental fuera suprimirlo. Adoptamos como valor fundamental el ahorro, ¿de capital financiero?, no, ahorro de tiempo, de energía y, lateralmente, ahorro de experiencias. Aun así, no faltan quienes expresan un cierto malestar en este mundo sin procesos mediante, resignifican los objetos del pasado y revalorizan procesos obsoletos: ir a la tienda a comprar el disco que trae esa canción (el resto se descubrirán luego) que escuchamos en la radio, subirse a los pedales de la bici para emprender un viaje sin rumbo fijo, apoyar la púa sobre el disco vinilo, ajustar el diafragma de la cámara analógica, teclear la máquina de escribir, sentarnos en las butacas de Cinemateca sin saber mucho de qué va la película, tomarnos un cortado y pasar las hojas del diario, etc., innumerables acciones aparentemente triviales pero que vistas a distancia, parecieran contener algo que estamos perdiendo: incertidumbre, sorpresa, belleza, libertad, no sé.

Y es que no faltan quienes sin preguntar se preguntan si no se empobrece nuestra relación emotiva con el mundo de las cosas, conforme se multiplican y se optimizan las aplicaciones tecnológicas, y sin responder responden afirmativamente. Este emergente social de resistencia responde afirmativamente y se propone reabrir un mundo poblado de objetos que exigen más de nosotros mismos: mayor resistencia, mayor habilidad, mayor sensibilidad, mayor conocimiento, etc. Pero cabe cuestionarse si tal resistencia retro se agota en la estetización de lo obsoleto, o si hay algo más. Y en el caso de que haya algo más, ¿qué podría ser? Tal vez recuperar la afectividad con que nos vinculamos con las cosas del mundo, y en no dejarse absorber por la complacencia de las cosas sin dignidad, impenetrables para nuestro afecto y nuestra intimidad. Tal vez no, tal vez sea una efímera moda, o tal vez, estén frente a un hallazgo que transciende las apariencias, el hallazgo de que la vida no consiste en la obtención de fines por caminos económicos, sino en el encanto de aquellos medios que exigen de nosotros mayor sensibilidad, mayor destreza y mayor inteligencia con respecto al mundo de las cosas, un mundo que no es pasivo ni complaciente, como sí es el mundo que las marcas promocionan, el mundo de la inmediatez.

Pero aun asumiendo la hipótesis más optimista, ¿cuál es el alcance de esta resistencia retro? Algunos argumentan que el desarrollo técnico nos aleja de la naturaleza y vamos extraviados en un mundo artificial. Pero se me ocurre pensar precisamente lo contrario, que vamos pavorosamente acercándonos cada vez más a la esencia de nuestra naturaleza, a saber, ser animales discapacitados, animales tecno-dependientes. La brecha que separa el mundo humano del mundo natural se acentúa cada vez más, y el humano se hace cada vez más humano. Nos transformamos en una grotesca y peligrosa caricatura de nosotros mismos.




19.05.2014 19:46 / Filosofía doméstica

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¿Si no es posible justificar racionalmente (necesaria y universalmente) las normas morales, cómo justificarlas?, ¿cómo justificar y defender (desde el discurso) los Derechos Humanos si no es desde las determinaciones de la razón?, Kant consideraba imposible justificar la obligatoriedad de una norma si no es posible desde la razón pura, pero lo cierto es que la moralidad sólo es posible desde el acuerdo, no existen fundamentos demostrables y universales para las normas morales. No es posible justificar racionalmente los Derechos Humanos, y no es posible justificar racionalmente ninguna norma moral, esto sólo es posible desde el acuerdo, y este acuerdo es lo que valida o legitima la norma, y no un argumento racionalmente forzoso. La moralidad es de naturaleza social, los grupos sociales hacen posible la norma y no hay norma que preceda a los grupos sociales (reales o imaginarios).

Todo grupo social debe elaborar un conjunto de valores, deberes y prohibiciones, que hagan posible la existencia, la cohesión y la efectividad de tal organización. Luego esos valores, deberes y prohibiciones se transmiten a las generaciones más jóvenes, pero muchas veces desvinculados de los propósitos políticos que define el grupo, y he aquí la ilusión de que las normas morales tienen su fundamento en la naturaleza o en la razón, cuando en verdad, tienen su fundamento en decisiones políticas. Las normas morales nos vienen dadas como nos viene dada alguna organización social a base de algunos propósitos, discrepar con algunas normas morales, es discrepar con alguna organización social, con algunos propósitos sociales.

Preguntarse "cómo deben vivir conjuntamente los individuos", es una pregunta que supone un deber que precede a las organizaciones existentes, pero lo cierto es que no hay un "deber a descubrir". Todo conjunto de individuos, determinados por intereses y sentimientos, decide lo que es adecuado a la cohesión y la efectividad de los fines propuestos, estas decisiones hacen a la moralidad. Por tanto, la moralidad es, el conjunto de acuerdos que los grupos sociales deciden para la existencia, cohesión y efectividad de los propósitos que le dan sentido a tal organización, y por tanto, la discusión ética es, en última instancia, una discusión política.

La insociable sociabilidad kantiana del hombre es su condición política radical e irrenunciable. Entre los acuerdos y los desacuerdos existe y oscila la política. Digamos que la política no sería posible allí donde el acuerdo excluyera completamente al desacuerdo o viceversa, luego, la política es aquello que entre el acuerdo y el desacuerdo se hace posible. Así como en ciencia debemos definir los criterios últimos o axiomas que nos permitan dirimir una cuestión en términos de verdad o falsedad, en política debemos definir los criterios últimos que nos permitan dirimir una cuestión en términos de legitimidad o ilegitimidad. Exigir justificación para estos criterios últimos es absurdo (nos conduciría a una regresión al infinito), en el caso de las ciencias se definen por conveniencia o evidencia, y en el caso de la política se definen por acuerdos. Por otra parte, de hecho los grupos trazan direcciones que hagan posible la existencia y la convivencia, la acción coordinada y la producción conjunta, esas normas prácticas, convencionales pero fecundas, son el origen y fundamento de los imperativos morales. Por lo tanto, no están aisladas (más bien al contrario), de proyectos políticos concretos, que los hombres eligen con radical libertad sartreana, aquella libertad antropocéntrica que descubrieron los antiguos griegos.

Algunos se horrorizan, porque lo mismo que es libertad para unos, es abandono para otros: nos abandonaron los imperativos divinos, y nos abandonaron también, los imperativos racionales. Pero si los grupos sociales (y sólo los grupos sociales) hacen posible la moralidad, ¿qué derecho tenemos a anhelar otra validez, que la validez política y protagórica del acuerdo?




30.04.2014 11:36 / Prensa

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Mate Amargo digital

 

El proyecto de rebaja de la edad de imputabilidad es una iniciativa profundamente negativa para nuestra sociedad, ya que procura resolver un problema socialmente complejo con una respuesta simplista. Más pena a la menor edad posible. Parte de la ilusión de que un castigo mayor tendrá un efecto disuasorio de la conducta delictiva por el miedo a ser castigado. Y en caso de que la prevención no funcione, mediante la cárcel sacar de circulación a los adolescentes por el mayor tiempo posible.

En más de una década trabajando con adolescentes infractores, no conocí a ninguno que antes de cometer el delito evaluara la posibilidad de ser capturado por la policía. Todos suponen que no serán detenidos. Por tanto, el incremento de las penas y la rebaja de la edad no son variables que formen parte de un cálculo racional de costo/beneficio. La prevención general negativa fundada en la intimidación es una falsa ilusión que no funciona.

Se trata de una propuesta ineficaz y peligrosa, ya que supone que es posible resolver complejos conflictos sociales acudiendo al castigo, a la violencia institucionalizada y al aislamiento social de los adolescentes responsables de infracciones. ¿O acaso podemos creer que el encierro es un medio eficaz que habilitará la integración social?

La adhesión a la perspectiva punitivista encubre e  invisibiliza otros problemas cuando intenta engañar  maximizando la participación de los adolescentes en la violencia delictiva, hecho que es absolutamente falso, ya que el delito protagonizado por adolescentes significa menos del 10% del total de los delitos.

Lo perverso de la iniciativa es señalar un enemigo común, y uno débil por cierto, que no tiene capacidad de lobby parlamentario, que no puede pagar minutos en TV, ni puede expresar una opinión en la escena pública... así se construye un chivo expiatorio para los males de la inseguridad y se erigen los falsos defensores de la seguridad.

En síntesis, estamos ante una estrategia de caza de los adolescentes, que evoca las actividades de la inquisición en el Renacimiento expresado en el Martillo de las Brujas (Malleus Maleficarum), el antecedente más cercano a la construcción del derecho penal como herramienta de gobierno de las poblaciones. Las tecnologías puestas en juego son menos espectaculares, ya no se acude a la hoguera como instrumento de supresión del Otro. Ahora la estrategia es más civilizada, menos pública, ya que el sufrimiento se produce detrás de perimetrales, muros, celdas... el escenario no es la plaza pública, sino un espacio más discreto, para evitar ofender la sensibilidad de ciudadano.

Las críticas a esta iniciativa de reforma constitucional apuntan a lo primitivo y burdo de sus estrategias. Se apuesta por una ecuación simple y falaz: más represión, más cárcel para los adolescentes, por lo tanto: más seguridad. ¿Acaso no sabemos que las cárceles son máquinas de reproducción de violencia e inseguridad? ¿Qué nos falta para darnos cuenta? Y no se trata de impunidad, de eso los uruguayos sabemos bastante, sino de instalar procesos de responsabilización por el delito que no siempre impliquen la privación de libertad. En los últimos 12 años la privación de libertad de adolescentes se triplicó. Sin que por ello haya menguado la percepción de inseguridad.

Un costado para analizar este tema refiere a las relaciones intergeneracionales, y allí los adultos estamos en deuda con los más jóvenes, ya que no hemos cambiado las formas de relacionamiento. Si bien la pobreza se ha reducido en niveles importantísimos, los más pobres siguen siendo las nuevas generaciones, y sobre ellos cargamos el incremento de las medidas represivas. Y aquí la doble irresponsabilidad, no pudimos distribuir mayor bienestar social con las nuevas generaciones, y no sabemos tramitar los conflictos sociales emergentes de una infracción penal sin acudir a la privación de libertad.

¿Qué mundo estamos legando a los más jóvenes si infringimos pobreza y castigo sobre sus cuerpos?

Sin embargo, de todas estas cuestiones negativas debemos extraer alguna enseñanza. Es necesario construir una agenda para modificar las relaciones intergeneracionales, y que en el tema que nos ocupa, los adolescentes que transgreden las normas penales, aborde los siguientes puntos:

    Profesionalizar y ampliar la aplicación de las sanciones no privativas de libertad, existen desde hace más de 15 años pero debemos mejorar su propuesta robusteciendo la oferta socioeducativa.

    Comenzar a ensayar formas alternativas de resolución de los conflictos, la mediación víctima/ofensor es un recurso fundamental para tramitar el conflicto y dar participación a las víctimas.

    Consolidar una propuesta programática orientada al egreso de los adolescentes privados de libertad, fortaleciendo el acceso a la educación y el trabajo. Incluso debemos ensayar programas de formación y acreditación de ciclos en proyectos de inclusión laboral.

    Mejorar la gestión de los programas, instalando sistemas de información, planificación y registro que otorgue transparencia a los procesos de los adolescentes sancionados penalmente.

    Universalizar el acceso a la educación primaria y secundaria a todos los adolescentes que cumplen sanciones penales.


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