Sopa de ideas
Espacio de reflexión y catarsis

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25.01.2019 20:43 / Mis artículos

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15.10.2018 08:17 / Mis artículos

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Según declaró recientemente la ministra María Julia Muñoz a un medio de comunicación, en Uruguay “puede haber un Bolsonaro”, pero “un poco más tapado” porque la ciudadanía no es tan “retrógrada” como la brasileña. Aun acertando en el diagnóstico (hasta un reloj parado acierta dos veces al día), la ministra se equivoca en la conclusión a la que arriba. Es más, tiendo a pensar que se equivoca deliberadamente puesto que integra un gobierno al que – aunque “un poco más tapado”- bien le cabe ese adjetivo y ella misma podría ser calificada de ese modo.

Es obvio que puede haber un Bolsonaro escondido detrás de una puerta, o dos, o tres, o cuatro o vaya uno a saber cuántos entre nosotros, porque –precisamente- con el paso de los años nuestra ciudadanía se ha vuelto cada vez más conservadora, o retrógrada, parafraseando a la ministra, si por tal entendemos –siguiendo la definición del diccionario de la RAE- a aquella "que es partidaria de ideas o instituciones políticas o sociales propias de tiempos pasados”.

 

De hecho, el FA es una fuerza retrógrada, ¿qué duda cabe? Vista en perspectiva histórica, no nació con el objetivo de abrir las puertas al socialismo -¡qué va!- sino como un intento desesperado de volver a la arcadia Batllista, y ha sido ese propósito su razón de ser hasta el momento, al menos desde el punto de vista afectivo y simbólico, puesto que en verdad no ha hecho otra cosa más que distanciarse de aquel en todos los demás planos.

Los últimos tres períodos de gobierno, a los que los politólogos afines califican generosamente como “progresistas”, son fruto del espíritu nostálgico y timorato de una sociedad enamorada de su pasado, o, peor aún, de aquel que décadas de picoteo constante en el imaginario colectivo convenció de haber vivido, y en realidad no vivió.

Se podrá alegar que la nueva agenda de derechos, la despenalización del aborto, la legalización de la marihuana y el proyecto de ley “trans”, por sólo mencionar algunos ejemplos, son avances que deben ser valorados como parte de un impulso progresista sólo comparable al que el Uruguay vivió a principios del siglo pasado de la mano del Batllismo. Una comparación antojadiza, que sólo es posible realizar desde la mala fe o la ignorancia histórica, puesto que no hay nada más alejado de aquel tiempo en el que se sentaron las bases de un nuevo contrato social entre los uruguayos, se construyó ciudadanía y se fortalecieron las instituciones republicanas que éste en el que se ha hecho exactamente lo contrario. ¿Será que los abanderados del pseudo progresismo desconocen dónde y quiénes diseñan esa “agenda”? ¿Quiénes la financian y cuáles son sus objetivos reales? Claro que no, pero por si acaso alguno de ellos se olvidó del ABC, se lo recuerdo: ser de izquierda supone defender la república y el Estado de Derecho, respetar los pronunciamientos populares, reivindicar la inviolabilidad de los derechos humanos –por definición, generales y universales- y velar por los intereses de los más y no de las élites. Por el contrario, sembrar con cámaras de seguridad todas las esquinas del país, convertirnos en laboratorio de experimentos sociales financiados por magnates extranjeros, boicotear la enseñanza pública, convertir al Estado en el socio bobo de una multinacional y adular a los que mandan, ciertamente no lo es.

Ahora bien, si luego de la dictadura las elecciones se ganaban en el “centro”, como enseñaba Juan Rial, con el arribo a nuestras costas del verso del “fin de la historia”, se ganaron en el cuadrilátero de la derecha, y lo hizo precisamente una derecha “social”, disfrazada de izquierda, para no desentonar con las corrientes de moda.

 

Desde ese entonces ya no oímos hablar más de revoluciones, ni de reformas agrarias, ni de transformaciones de calado. Ni muchísimo menos de hacer temblar las raíces de los árboles. De hecho, aquí ya nadie habla de cambiar nada sino de administrar la decadencia para no molestar a ninguna corporación más o menos organizada, ni perjudicar a los que verdaderamente mandan.

A ese estadio –"gatopardesco", si se quiere- le siguió este otro, en el que los díscolos apenas pueden asomar la nariz y abrir la boca, pautado por un creciente corrimiento de un vasto sector de la ciudadanía a posiciones cada vez más radicales, ya no con el deseo imaginario de retornar a aquel “Uruguay feliz” sino al de las botas y las marchas militares, en el que las decisiones las tomaba una camarilla de iluminados, el orden (aparente) le asegurada a los obedientes cierto confort intelectual y el maniqueísmo ramplón elevado a la condición de religión oficial impedía cualquier confusión de orden moral, como dan cuenta por estos días las encuestas de opinión pública, amén de las redes sociales, las cartas de lectores, los comentarios a pie de página de las noticias políticas, las charlas entre amigos y compañeros de trabajo, que saludan con algarabía y no sin cierta cuota de envidia el avance de los Bolsonaros en la región.

Así las cosas, un electorado cada vez más conservador e intolerante conduce a que partidos mal parados y dirigentes con convicciones lábiles (incluso entre aquellos autoproclamados de izquierda) corran detrás de él, tratando de satisfacer sus reclamos y caprichos con promesas de mano dura, reeditando falsas antinomias y planteando salidas demagógicas, lo que constituye un verdadero peligro para el sistema democrático. Por cierto, no estoy descubriendo la pólvora sino apenas abriendo la ventana: es lo que le pasa a la Democracia Cristiana de Merkel con el avance de los neonazis en su país, al PP de Casado con la aparición de VOX, a Sarkozy en su momento y a Macron ahora con los Le Pen y hasta al mismísimo Berlusconi en Italia con el crecimiento de la Liga Norte, actualmente en el poder en alianza con los populistas de Beppe Grillo.

En tiempos de miedo e incertidumbre como éstos, no debemos descartar que una izquierda retrógrada dé paso hoy o mañana a una derecha aún más retrógrada, sea de la mano de outsiders multimillonarios, feriantes inescrupulosos o caudillos militares.

Por eso, es hora de que las fuerzas democráticas tomen nota de los vientos que soplan y se preparen para levantar entre todas las banderas de la democracia, la libertad y la tolerancia, y que los ciudadanos de a pie empecemos a preguntarnos seriamente, más pensando en nuestros hijos y en los hijos de nuestros adversarios que en nosotros mismos, si estamos dispuestos a saltar al precipicio detrás de falsos mesías o si debemos convertirnos en la barrera ciudadana que contenga el avance de las fuerzas de la sinrazón y la barbarie, aunque estas aparezcan a cara lavada o disfrazadas como en otras ocasiones con ropajes ajenos.




18.07.2018 10:54 / Mis artículos

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Hace poco menos de un año, tuve la suerte de adquirir por muy poco dinero un ejemplar de la Constitución de 1917, perteneciente a una reducida edición de 21 ejemplares, anotados, comentados y firmados por el ex presidente de la República Baltasar Brum.

 

No hace falta que mencione cuán valioso es para mí ese libro, ni el lugar destacado que ocupa en mi biblioteca. Para un batllista que se precia de tal, como es mi caso, constituye un amarillento pero vivo recordatorio de dónde vengo y cuáles son mis principios y deberes cívicos. Fue por la vigencia de esa Constitución y el imperio de la ley, que Brum entregó su vida. “¡Viva Batlle! ¡Viva la demo…!”, gritó sin poder completar la palabra -¡vaya metáfora!- mientras caía muerto en medio de la calle, procurando despertar -sin éxito- a sus adormilados compatriotas de la indiferencia con la que secundaban el golpe de Estado perpetrado por Terra y sus secuaces con vistas a cambiar, justamente, esa Constitución.

 

Aquella reforma que enmendaba la Carta Magna de 1830, recogía-parcialmente- el sueño de Batlle, Brum y tantos otros de un Poder Ejecutivo colegiado, que separaba el Estado de la Iglesia y consagraba la libertad de cultos, que ampliaba la ciudadanía a extranjeros y otros habitantes de la república privados de ella hasta el momento, que establecía el sufragio universal masculino, el voto secreto, la representación proporcional y reconocía a las mujeres el derecho al voto, lo que constituía un enorme salto en términos sociales e institucionales. Pues, no sólo democratizaba la república, ampliando su base de sustentación social, sino que la independizaba de la tutela moral de la Iglesia y transparentaba y garantizaba los mecanismos de participación de la ciudadanía en la vida política del país. Era la concreción, en suma, de un nuevo contrato social, en el que los uruguayos de principios del siglo pasado, con ideas y tradiciones diferentes, acordaban encarar el futuro con nuevas reglas de juego, reconociéndose como adversarios y ya no como enemigos.

 

El antecedente de aquella Constitución que estrenó Baltasar Brum en 1919 -siendo él el primer presidente de la República elegido por el voto popular-, sirve a mi modesto entender de ejemplo y referencia para comprender que de nada vale una constitución como aquella si no es custodiada, honrada y defendida aún a costa de la propia vida -como hizo solitariamente el ex presidente- por una ciudadanía consciente de que es ella, en definitiva, su principal escudo contra el abuso de los sátrapas y su única barrera contra la barbarie.

 

Hoy que celebramos casi en silencio la jura de nuestra primera Constitución, sin reparar si siquiera por un instante cuán poco respeto se le tiene por estos días, ya sea porque se la ultraja sin el más mínimo pudor o se la quiere remendar en función de intereses electorales o demagógicos, me permito evocar a aquella que le sucedió y que cayó por obra de la prepotencia de unos pocos y la indiferencia de la mayoría.

 

Por eso, permítanme que mi “Viva” de esta hora no sea para el libro, que reposa en un estante de mi biblioteca, sino para los hombres y mujeres de ayer y hoy que la honran en los hechos: ¡Vivan los constitucionalistas!




07.07.2018 12:23 / Mis artículos

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Se le atribuye a Voltaire una frase que seguramente casi todos conocemos y que en verdad pertenece a una de sus biógrafas, Evelyn B. Halla, quien recrea en uno de sus libros una falsa conversación con la que pretendía mostrar la impronta liberal del filósofo ilustrado y que hoy más que nunca deberíamos levantar como bandera: “estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

 

Pese a la confusión en torno a su autoría, la frase condensa un principio fundamental para los liberales, negado, combatido y vituperado como es obvio por sus enemigos de siempre: la libertad de expresión y de pensamiento. Desde los absolutistas de corona y cetro dorados, pasando por los totalitarios de la hoz y el martillo o la esvástica, hasta los nostálgicos de los regímenes militares, coinciden en que el pensamiento debe ser único (esto es, que nadie piense salvo el mandamás de turno y sus acólitos, si es que se le puede denominar de ese modo a la maza que repica sobre el clavo en forma machacona y monocorde) y que, en lo posible, nadie exprese nada demasiado alejado al discurso oficial, porque, de lo contrario, ya sabemos… ¡chácate!

 

Acabo de leer que el conocido actor y director teatral Franklin Rodríguez, fue declarado por las autoridades de una reconocida institución teatral –un viejo reducto de la cultura a cuya historia flaco favor le hacen los torquemadas vocacionales- “persona no grata” y que se le prohibió ensayar en sus instalaciones, por sus críticas al programa Socio Espectacular de esa institución y, acaso, por sus cuestionamientos a la izquierda en el poder. Un “crimen” que, por lo visto, merece un “correctivo” simbólicamente desproporcionado, para que sirva como ejemplo a cuanto verso libre ande en la vuelta.

 

Por desgracia, se trata una perla más de un largo collar de patoteadas, ninguneadas y “tatequietos” que se infringen a disidentes y críticos de ciertas verdades absolutas asumidas con pasión religiosa o excesiva comodidad intelectual, en ámbitos –Educación y Cultura- en los que debería reinar el pensamiento libre, la confrontación pacífica de ideas y el pluralismo democrático, y no el sectarismo o el dogmatismo.

 

Días atrás, le tocó al consejero en representación de los docentes en el CODICEN, Robert Silva, que un sindicato de profesores le impusiera un rótulo similar, luego de que éste solicitara la investigación de los hechos producidos durante un simulacro de secuestro realizado por algunos estudiantes en una institución educativa en la previa a la Marcha del Silencio. ¿Investigar? ¿Poner orden? ¿Exigir que se respeten las normas básicas de la convivencia en sociedad también es un “crimen”? Por lo visto, sí.

 

Poco después, le tocó al actor Petru Valensky pasar por las llamas purificadoras del escarnio público, padeciendo todo tipo de descalificaciones y agravios provenientes de personas anónimas e incluso de algunos compañeros de rubro, luego de que decidiera –pese a declarar que fue, es y será socialista- apoyar con su firma la iniciativa de reforma constitucional que impulsa el senador Jorge Larrañaga. Equivocado o no, ¿acaso no tiene derecho a estampar su firma donde más le plazca e impulsar el recurso plebiscitario que entienda conveniente? ¿O debería actuar conforme a un libreto preestablecido, según el cual un buen socialista debe hacer, decir y pensar tal o cual cosa o de lo contrario correr el riesgo de dejar de ser reconocido como tal y colgado en la plaza pública como si fuera un “criminal”?


Recuerdo también otro episodio de este tipo, que tuvo como protagonista nada más y nada menos que al escritor y premio nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, a quien, un par de años atrás, se propuso concederle un Doctorado Honoris Causa por parte de nuestra Universidad y algunos docentes y representantes del sector estudiantil se opusieron alegando que el escritor era un “militante neoliberal” admirador de Margaret Thatcher. Otro “crimen” inaceptable para quienes se creen dueños de una institución que es de todos y con el derecho de proscribir ideas diferentes a las suyas.

 

En “1984”, la novela más conocida de George Orwell, el “Gran Hermano” se encarga de perseguir a los "ciudadanos" que "piensan" en cosas que van en detrimento de las consignas del Partido. El crimen de pensamiento ("pensacrimen" o “crimental”, los llama el autor) es lógicamente el más grave de todos los crímenes sancionados por el régimen y por tanto el más vigilado a través de cámaras y micrófonos desperdigados por todas partes, porque es el germen de la disidencia y el camino hacia la libertad. Quien piensa, es libre. Y quien no lo hace, sencillamente no lo es.

 

En nuestra aldea, cada día más parecida a un suburbio del infierno orwelliano, se aplica el escrache, el insulto, el ninguneo, la descalificación, la injuria entre otros tantos recursos más o menos evidentes para callar al díscolo. Si piensa diferente, si tiene dudas, si mastica alguna crítica, si está en desacuerdo, que mejor que no lo diga. Que alimente, manso, y en lo posible con una sonrisa complaciente, la ficción del pensamiento único. Esto es, que no contagie a otros. De ahí las Gestapos. Las Stasis. Las KGBs. Los Comités de Defensa revolucionarios. O los tiras que hay desperdigados por ahí, a veces disfrazados de docentes y en otros casos de artistas populares.

 

La historia enseña que el fascismo es una plaga contagiosa, que puede infectar a una democracia de a poco y en silencio, hasta desvirtuarla por completo. Pulverizando su pluralismo, criminalizando la disidencia, fomentando el pensamiento único y entronizando a un grupo de totalitarios en el poder.

 

Ante este devenir trágico, que vamos naturalizando, no podemos permanecer en silencio. Es preciso decir, bien fuerte, que pensar no es delito y que cada uno tiene derecho a pensar como quiera y a decirlo en voz alta a todo aquel que quiera oírlo sin temer a ningún tipo de represalia por ello.

 

Alcanza con que los liberales -no importa en qué partido o rincón del país nos encontremos- olvidemos la esencia de la frase volteriana, para que el crimen termine de ser perpetrado y el “Gran Hermano” pueda -¡finalmente!- cantar victoria.




07.07.2018 11:51 / Mis artículos

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Que si, que no, que los años, que Lucía no quiere, que está desilusionado con la condición humana, que lo suyo es la filosofía, que está pa’ la jubilación, que su salud, que las cinco balas que lleva en el cuerpo, que la Manuela (pobrecita, que ya no está entre nosotros), que los quinientos mil dólares de la apuesta a que no, que está aburrido, que polariza, que la barra, que pum, que pam, pero –eso sí- que si se presenta corre “serios riesgos de ganar”, ¿eh?. Y así, como quien no quiere la cosa, entre pitos y flautas, el hombre con dos palitos y un alambrecito retórico, fue volteando muñecos y abriéndose paso –dentro y fuera de su grupo- para volver a sentarse en el silloncito principal frente a Plaza Independencia. Una pretensión menor, para quien conquistó el mundo con su discurso vacío y sus frases de autoayuda barata.

 

Ayer, nomás, dio un paso clave en dirección a lo que todos imaginábamos. Le bajó el pulgar a Danilo (quizás, el único ser humano en este planeta capaz de creer que lo iba a apoyar), tiró el nombre de Carolina Cosse (para quemarlo) y se refirió a un “tapado” que se negó a identificar, aunque algunos presumen que podría ser Murro, el señor de las “s” aspiradas o el Macroncito del Banco Central, mientras la Barra –esa entelequia que uno imagina bastante parecida al Boliche “El Resorte”-le pide que lo “piense”, un eufemismo que encubre una verdad tan grande como una casa (que no es lo mismo que decir Casa Grande, Constanza): que sin él, el Pelado, el señor de los guantecitos de latex y el “vamo´arriba”, nuestro Macricito de bolsillo, les gana la interna. Tal es el drama del FA, y por extensión el de esta república devenida en balsa al garete. ¡Ay!

 

Con la excusa de que la Barra se lo pide, porque a su vez se lo pide la militancia y a la que a su vez se lo pide la “gente” (esa otra entelequia que comparten con el otro pelado, el de camisa blanca abierta a lo Paco Casal y pasado de feriante, alguna vez llamamos pueblo o ciudadanía) puede sortear el obstáculo de desdecirse, cosa que, por otra parte, a juzgar por su zigzagueante derrotero político desde que empezó a militar siendo un pibe en las huestes de Don Luis Alberto de Herrera hasta hoy y la infinidad de contradicciones que lo adornan (“como te digo una cosa, te digo la otra”), no sería un problema para él, ¿qué le hace una mancha más al tigre, verdad? Ni lo sería ciertamente para quienes lo siguen, allí donde el Estado pasa de largo y el resto de la dirigencia política mira con desprecio. Esos que él, con cierta cuota de cinismo y honestidad brutal definió como “los que no piensan”. Y que lejos de haber ayudado a que se incorporaran a la sociedad, adoptando sus usos y costumbres, a que abrazaran los valores y principios de la civilización y pudiesen progresar mediante el estudio, el trabajo y el esfuerzo, a que aprendieran a pensar, en definitiva, les vendió a los kun sang como modelo y se puso a sí mismo como ejemplo de vida. Mientras otros, "orwellianos" de nacimiento y "canas" de vocación, muy cerca de él, los usan como excusa para llenarnos de cámaras y drones en pro de nuestra “seguridad” y avanzar sobre nuestras libertades.

 

Con ese apoyo, que no es poco y sin el cual el FA podría perder las próximas elecciones, un octogenario Pepe se apresta a dar su penúltima batalla (con él nunca se sabe), para decepción del puñadito de seregnistas que sobrevive en las catacumbas de una izquierda que hoy ya no reconocen como propia y preocupación de otros tantos, quizás no muchos, que reparamos en un detalle para el resto insignificante: la Biología. Sí, ya sé: que Adenauer, que Churchill, que De Gaulle, pero, vamos, hablemos en serio…

 

Claro que asumir desde adentro del MPP (hoy Movimiento del PePe) que la avanzada edad de su virtual candidato es un problema, implicaría rebajarlo a la condición de ser humano e igualarlo con el resto de nosotros, simples mortales. Y por tanto, debilitar su imagen, su leyenda de imbatible, su aura de Anacleto Medina dispuesto a levantar la chuza para dar batalla, aunque para eso deban atarlo al caballo.

 

Quizás, por todo esto, ya sea hora de que sus rivales internos (que los hay y muchos) y externos (que no sé si son tantos) empiecen a verlo como es, un veterano vende humo, probadamente incapaz y narcisista, como un ser humano frágil y vulnerable, como todos nosotros, con una pésima gestión a cuestas, y no como el superhombre con el que quiere empaquetarnos.

 

Descorrer ese velo, mostrar su doble juego, su impúdica apuesta por la anomia y el caos y su prédica barbarizante, mucho más que sus antecedentes guerrilleros que ya todos conocemos (y que, por otra parte, fueron amnistiados por el Parlamento y por la misma sociedad), es una oportunidad que no debería desaprovechar una oposición demasiado engolosinada con la idea de la mano dura y la restauración conservadora.

 

Es hora de ofrecerle futuro a un país enfermo de pasado, de su peor pasado.

 


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