El Diario de un erotómano
Por Ercole Lissardi

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04.03.2010 09:58 / Mis artículos

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Pornografía paleolítica. Imágenes de la prehistoria de la industria de la fotografía pornográfica. Los años treintas, cuarentas, cincuentas. El amateurismo más torpe. Lugares miserables y gente miserable fotografiados con una luz implacablemente impía. Cuerpos que se doblan, pliegan, abren o estiran componiendo sin convicción ni ánimo el remedo de la pasión mientras los rostros distraídos, desconfiados o vagamente disgustados no expresan más que la espera del fogonazo de magnesio o argón. Desde hace tiempo vuelvo una y otra vez a estas fotografías tratando de oír lo que me dicen en su media lengua y más allá de sus tristes apariencias.


¿Se trata de nostalgia vicaria? Al fin y al cabo es la pornografía que pudieron haber consumido mis mayores. (Almas inocentes, que Dios los tenga en su gloria, seguramente que no tocaban esta basura ni con la punta de los dedos). Me parece que no, que otro es el mensaje, no el canto de sirenas desafinadas de la nostalgia. Y estoy como con la palabra en la punta de la lengua, desde hace meses, a punto de descifrarlo. Pero no termino de darme cuenta de qué es lo que me dicen, de qué se trata.


Harto de trajinar este desierto del alma lo dejo de lado. Abro Ordinary men, de Christopher Browning, otro desierto del alma, preguntándome por qué lo traje. Lo tomé del estante y lo puse en la caja sin preguntarme por qué. Lo leí hace como diez años. Hasta la náusea. Su lectura está en el orígen de Interludio, interlunio. ¿Por qué traerlo ahora que estoy realmente en otra cosa? me pregunto hojeándolo. (Pero ¿se puede -me pregunto, con Adorno- estar realmente en otra cosa respecto de Auschwitz, después de Auschwitz?). Me detengo en las fotos tomadas por los soldados del Batallón 101 de policía mientras realizan su tarea de vaciar de judíos los pueblitos de la llanura polaca para conducirlos a los campos de exterminio. Después de volver a mirarlas una por una otra vez, de pronto entendí. O tuve la impresión de que entendía. Aunque la impresión de haber entendido no alcanzaba para explicarme qué fue lo que entendí.


Es decir: de pronto tuve unas y las otras fotos -las de Rotenberg y las del Batallón 101- frente a mí, lado a lado, como en páginas opuestas de un solo libro, de un libro impensable, inadmisible, repudiable, horrible.
Esos rostros impávidos, mirándome desde la misma napa de pasado, esos cuerpos esmirriados, de gente común, sin gracia, gastada por el laburo, sosteniendo una pose congelada, involuntaria, durante un instante atrapado en esa mirada que espera sin esperanza el fogonazo del flash. De rodillas unos, vestidos con sus ropas de culto, las manos en alto bien abiertas, vacías, con el caño del fusil a centímetros de la nuca. De rodillas y desnudos los otros (conservando sólo los zapatos para no pisar descalzos el polvoriento y pegajoso suelo del estudio), desnudos y de rodillas para penetrar o ser penetrados, para chupar o ser chupados.


-Son los mismos -me dije sin pensarlo, sin comprender el significado de esas tres sencillas y habituales palabras-. Son los mismos -me repetí estupefacto aún antes de entender, como si me estuviera diciendo sencillamente que la misma gente estaba en unas y otras fotos, como si con el mismo rebaño de extras se hubieran filmado dos películas muy distintas, como si estuviera seguro de que si me ponía a buscar con cuidado, a revisar con una lupa, encontraría los mismos rostros en unas y en las otras fotos, los mismos, incapaces ya de asumir sus roles, cuerpos puro pellejo, almas pura amargura, dientes cariados, miradas vencidas, zapatos hartos de caminar.


Pero no era eso lo que quería decir al decir que son los mismos. Ojalá hubiera sido eso. Porque en ese caso hubiera podido denunciar una impostura, que unos no eran modelos para fotos sucias y baratas o que los otros no eran judíos polacos masacrados, y listo el pollo. Pero no era eso.
-Son los mismos -me dije, sin embargo, una vez más, neciamente, recalcitrante, aunque mi mente seguía sin poder penetrar en el significado de mis palabras, como una cuchara que no puede penetrar en una melcocha demasiado espesa y se dobla.
Me paré, apagué la radio, me desnudé, fui al baño, abrí la lluvia y me metí debajo, todo sin decidirlo, sin pensarlo, como si fuera la hora de bañarme o como si fuera sonámbulo o un muñeco teledirigido. Estuve bajo el agua un rato largo. El agua dejó de estar tibia y yo seguí ahí, sin poder desprenderme de mi certeza y sin poder comprenderla. Hasta que me dí cuenta de que ya no sólo me decía que son los mismos sino que cada tanto agregaba, vaya a saber si a manera de premisa o conclusión:
-Es lo mismo -lo cual me pareció, quién sabe por qué, peor.
-Es lo mismo. Son los mismos -y luego, simétricamente-: Son los mismos. Es lo mismo -y sacudía la cabeza desconsolado, desconsolado en el fondo no por ellos, que están más allá de todo consuelo o desconsuelo, sino porque, de todas maneras, no entendía.


Corté el agua y me quedé ahí parado esperando que el aire me secara la piel. Respiré muy hondo, suficiente como para regresar desde cualquier desconsuelo. Pero fue inútil. Era como si ese núcleo de afirmación, de aseveración en mi mente fuera un bloque de cemento, impenetrable e indesplazable.
-Es lo mismo -resonaba en mi cerebro como una orden de ver, de comprender, como una orden que retumba al principio en un espacio enorme, desierto y hostil, en el que se apaga sin efecto alguno, pero vuelve a resonar, una y otra vez, cada vez más imperativa, y de a poco la empiezan a acompañar fogonazos, refucilos y relámpagos que por instantes permiten entrever quizá, aunque aún no comprender, su sentido.


¿Los mismos porque unos y otros son esta misma pobre cosa, la especie humana? ¿Los mismos porque unos y otros representan, ponen en escena, de una manera esencial su miseria y su desdicha, o son puestos en escena, de una manera esencial, por su miseria y su desdicha? Es lo mismo, son los mismos, me repetí como se repite algo a un imbécil, ya rabioso e impotente, ya escupiéndome en la cara la rabia impotente. La misma gente contaminada por la muerte y por la desesperanza, devorada por la misma nada, la misma injusticia y el mismo olvido, devorada por el mismo virus de la completa incomprensión de qué mierda es lo que está pasando con sus pequeñas vidas y sus pequeños sueños, devorada por la misma máquina capitalista-fascista que es a lo que ha llegado, como se llega a un callejón sin salida, esta cosa de alguna manera equivocada a lo que los especialistas llaman la Modernidad. Que me cuelguen de las bolas si estos rebaños de muertos no son los mismos. Lo son aunque me pase años buscando y no pueda encontrar entre miles de fotos la misma cara. Son los mismos en el mismo atroz y fantasmal anonimato, coleccionados a fogonazos para el miserable disfrute de unos improbables, distraídos, remotos amos, yo incluído.


Un solo libro, un libro impensable, inadmisible, repudiable, horrible. Pero también un libro sagrado, porque contenedor de una verdad ineludible, esencial y última. Una verdad que sólo puede ser tocada con la punta de los dedos y que no puede ser refutada desde ningún a priori más o menos sofístico y sofisticado.
Volví a abrir la llave del agua y volvió a lloverme encima. Pensé que ni toda el agua del océano me limpiaría de lo que había entendido, o mejor dicho, de lo que podría haber entendido al darme cuenta de que eran los mismos (no parecidos, ni congéneres, ni prójimos, ni hermanos en la desgracia, sino los mismos), y que por falta de lucidez o de energía para la pulseada se me escapó, y se deslizó, se está deslizando ahora mismo, ya para siempre inatrapable, al menos para mí, por el resumidero.

(Tomado de Acerca de la natualeza de los faunos)

 



25.02.2010 00:18 / Mis artículos

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J.W.Goethe

El diario, poema en 24 stanzas y en ottava rima, es parte del escaso pero intenso legado erótico de J. W. Goethe. Escrito -o al menos terminado- en 1810, a los sesenta años de edad, es el relato de la fracasada peripecia sexual entre un viajante de comercio (¡afecto a escribir diarios en verso durante sus viajes, mismos que al regresar lee a su cónyuge!) y la joven empleada de la posada en la que tiene que pasar una noche debido a un desperfecto en su carruaje.

El poema conoció su primera edición sin censura 104 años después de escrito. No afectemos sorpresa ni nos rasguemos las vestiduras ante la pudibundez germana, al fin y al cabo el sentimiento de decencia nacional uruguayo logró que el Tratado de la imbecilidad del país, de Julio Herrera y Reissig, pronto para su edición en 1910, recién se publicara en 2006.

El asunto en El Diario, entonces, es que el veterano viajante no es capaz de hacerle el amor a la chica, que se muestra deseosa de convertirlo en su primer amante. Concluido el inconducente conato la chica se duerme, pero el viajante dispone de un persistente insomnio para padecer a gusto su desgracia. En tal situación comienza a recordar la intensa sensualidad que en su juventud disfrutó con la joven que ahora es su esposa.

En particular recuerda la ceremonia de bodas -versos en los que Goethe se permite un soprendente paralelo entre el crucifijo ¡y el órgano sexual masculino en erección!, paralelo que no deja de recordarnos el crucifijo-puñal de la Viridiana de Buñuel. Hay que recordar que Goethe se calificaba de "decidido no-cristiano". El Diario, de hecho, comienza afirmando que "los cristianos, por más vueltas que le den, no son menos pecadores que los paganos".

Tanto recuerda el frustrado viajante aquellas jornadas gloriosas de su juventud que, misteriosamente, la potencia le es restaurada. Todos los que, a la edad que sea, hayamos pasado por un trance semejante -de compartir el lecho con una ninfa aquiescente sin poder demostrarle aquello que le queríamos demostrar-, imaginamos la sensación de plenitud exuberante que debe de haberse apoderado del alma del pobre viajante.

Nuestra imaginación vuela y nos figuramos los placeres mutiplicados que debe de haberle deparado aquella noche al viajante -similarmente intensos a los que nos proveen las reconciliaciones.

Sin embargo, no. Hete aquí que el resucitado amante no despierta a su compañera de lecho, sino que sale del lecho, se sienta a la mesa y se pone a versificar una nueva página de su diario de viaje. Lo menos que podemos decir es que el desenlace que Goethe da a la peripecia nos resulta insatisfactorio y sospechoso.

Se me podrá decir que la anécdota goethiana deja en claro que, para quien vive un verdadero amor-pasión con su pareja, los demás potenciales objetos de deseo son indiferentes, y que lo más íntimo de nuestro ser no les responde. Se me podrá explicar que la anécdota goethiana refunda la institución matrimonial, alejándola de la exigencia de San Jerónimo para el cual "nada es más vil que amar (o sea: hacer el amor) a la esposa como si fuera una amante", proponiendo que lo que sustenta al verdadero matrimonio no es una serie de derechos y obligaciones a los que debemos atenernos sino la fuerza incorruptible del Deseo.

Se podrá aducir -y acaba de hacerlo alguien que lee por sobre mi hombro lo que escribo- que el fulano en cuestión sublima el impulso sensual en la escritura creativa. Aún así, por más que me esfuerce no soy capaz de imaginarlo al buen hombre... itifálico... perfectamente bien dispuesto para la batalla amorosa... saliendo del lecho en lo profundo de la noche... negándose... el cuerpo tibio, delicado y fragante... y negándole... a la doncella deseosa de debutar con un amante maduro...

No. Discúlpeme el Titán de las letras alemanas, pero esta, no se la llevo.

 



17.02.2010 18:37 / Mis artículos

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                                     Arno Schmidt y sus ficheros

En 1953, precisamente el mismo año en que Nabokov puso punto final a su Lolita -escribirla le llevó ocho años- y comenzó a ofrecerla, inútilmente, a los editores estadounidenses, Arno Schmidt publicaba en Hamburgo Momentos de la vida de un fauno. Ambas novelas tienen en común -considerado muy en general- el tema: el sexo entre personas de muy distintas edades. En ambos casos se trata de hombres adultos y chicas en edad liceal.

Dos años después, en 1955, Maurice Girodias, en París, se encargó de la publicación de Lolita en su Olympia Press. Sabido es el éxito extraordinario del libro de Nabokov -uno de los primeros éxitos instantáneamente planetarios de la literatura-, potenciado además por el éxito de la excelente versión cinematográfica que dirigió Stanley Kubrick. El término "lolita" entró en la cultura popular para designar a las jovencitas sexualmente precoces -sea esto lo que sea. La novela de Schmidt, en cambio, no pasó de ser un discreto éxito, y eso sólo en el ámbito restringido del lector culto de lengua alemana. Décadas habrían de pasar antes de que Schmidt comenzara a ser, cautelosamente, traducido.

Existen, por supuesto, varios factores para que dos novelas estrictamente contemporáneas que trataban el mismo tema tabú, escritas ambas con notable habilidad por dos escritores de primera línea, tuvieran tan distintos destinos. Por supuesto, a primera vista salta que la novela de Nabokov participa de una linealidad narrativa a la que los públicos más amplios están acostumbrados, mientras que el estilo denso y complejo de Schmidt no es apto para lectores perezosos o apresurados. Además la novela de Nabokov viajaba en la cresta de la ola de la cultura norteamericana, en plena expansión en esos años, mientras que la de Schmidt era producto de una cultura que, para expresarlo gráficamente, desde el fin de la guerra estaba "en cuarentena".

Pero había una razón más profunda para que esas novelas tuvieran tan diferentes recepciones. Del tema Nabokov ofrece al gran público (mon semblable, mon frêre) la versión que ese lector quiere, o está dispuesto a leer, o por lo menos a comprar: la versión hipócrita. Nos invita a vivenciar vicariamente los hechos -que es lo que desea un vasto sector de sus lectores, por supuesto- y a la vez nos lava de culpas haciéndonos vivir, también vicariamente, las lágrimas de cocodrilo y los sentimientos de culpa de su protagonista. Más allá de que Nabokov sea un buen escritor, el éxito de su novela se basa en esta ecuación que a la vez nos hace cómplices y nos exculpa.

Nada de esta melcocha hipócrita hay en la novela de Schmidt. Su protagonista ignora olímpicamente (soberanamente debiera decir, en el sentido en que Bataille habla de soberanía) los tabúes de la sociedad en la que vive, elude con habilidad las miradas indiscretas y vive con su Käthe la relación en toda su dimensión humana y de mutuo enriquecimiento. Se trata de esas personas, tales y cuales son, con sus especificidades, viviendo la relación que saben y pueden vivir. Para exculparse de sus goces de lectura no se le ofrece al lector de Schmidt un pañuelo lleno de mocos.

El referente mitológico de Lolita es la ninfeta (nymphet), término que acuña Nabokov a partir de "ninfa" (en la mitología griega: espíritu femenino de la naturaleza, con frecuencia objetivo de los sátiros lujuriosos). El giro que da Nabokov al término tiene por objetivo hacerlo específico: adolescentes (o preadolescentes) sexualmente precoces. Su intención profunda es subrayar que el pobre de Humbert es en realidad la víctima, deliberadamente seducido por la ninfeta. El arquetipo tuvo el mayor éxito a que podía aspirar: en todo el mundo y cada vez más las liceales se dedicaron a comportarse como lolitas, como ninfetas. La difusión del arquetipo potenció hasta la exageración una conducta de seducción natural en esa edad. La naturaleza imita al arte.

El referente mitológico de la novela de Schmidt es el fauno. El personaje de su novela a determinada altura de su vida comprende, asume y acepta la fuerza del deseo que dormía en él, constreñido por las normativas sociales reguladoras de la vida sexual. Siente el llamado de una naturaleza profunda, reprimida pero no destruída y sigue con total libertad ese llamado. La reflexión de Schmidt sobre la dimensión fáunica de la personalidad humana fue largamente ignorada. El primero -y que se me demuestre si no es así- en tomársela al pie de la letra, cuarenta años después, fui yo en mi novela Últimas conversaciones con el fauno.



 

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Sobre mí
Ercole Lissardi (Montevideo, 1950) publicó una única colección de relatos: Calientes (1995). Un vendaval de novelas continuaron su obra: Aurora lunar, Últimas conversaciones con el fauno, Interludio Interlunio, Evangelio para el fin de los tiempos, El amante espléndido, Primer amor último amor y Acerca de la naturaleza de los faunos. Casa editorial HUM editó recientemente una suerte de trilogía entorno a la infidelidad: las novelas Los secretos de Romina Lucas, Horas-puente y Ulisa.

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