Versión para imprimir 28/11/18



Beneficios del olvido

Cada vez que comienzo un texto me sucede. Pero cada vez he olvidado que iba a sucederme.

Como he contado alguna vez, mis textos provienen de una mónada insistente. Puede ser una imagen, un rostro, una palabra, una frase, una sensación, una atmósfera, algo que en todo caso persiste días y días en mi mente, y de lo que sé -o termino por saber-, sin lugar a dudas, que contiene in nuce una historia, una historia que desconozco por completo, pero de la que sé de antemano que si interrogo a la mónada ésta terminará por contármela.

Mi escritura consiste, pues, en el proceso de interrogación a esa mónada, siguiendo un método que consiste, fundamentalmente, en no hacerle preguntas. La interrogación consiste en aislarme -anular todo estímulo exterior- y dejarme habitar por la mónada. La mónada tiene, me consta, la mejor intención de contar su historia, por lo que no tarda en segregar un hilito, un hilo finito, tan anodino e insignificante como la mónada misma.

De manera que al final de la primera sesión de escritura lo que tengo es a la mónada más un hilito. La segunda sesión agregará un nuevo hilito, y así siguiendo. Se van sumando los hilitos sin que yo sepa hoy lo que habré de escribir mañana. Hasta que un buen día -un día ansiosamente esperado- por muy dispuesto a dejarme habitar que esté, no hay más hilito. Eso significa que la historia -por más abrupto que sea ese corte final, y tengo que confesar que muy a menudo el corte me deja con la boca abierta- ya está escrita.

El truco consiste, lo repito, en no hacer preguntas, en confiar a ciegas, sin garantía alguna, en que aquello que segregue mi actitud de dejarme habitar es aquello en que, en cada momento, la historia consiste. Muy pronto en mi trayectoria de escritura comprendí que esa era la manera en que para mí la escritura era posible. (Mucho tiempo, por el contrario, pasó para que comprendiera por qué esa y no otra era mi manera).

Y sin embargo, y aquí está lo misterioso del asunto, cada vez que comienzo un texto, cada vez que cedo a una mónada demasiado insistente, he olvidado, en buena medida, el método. La ansiedad por saber hacia dónde va la cosa, que siempre avanza muy lentamente -no escribo más que un par de horas por día, ya que el método, se comprenderá, es un tanto agotador-, me lanza a hacerme preguntas, a elucubrar continuaciones, y como ninguna de las ideaciones me parece adecuada, termina por sobrevenirme un pánico. Y si sigo insistiendo el pánico se ahonda. ¿Estaré en un callejón sin salida? ¿Me equivoqué y esta maldita mónada era trucha, y no tenía en realidad nada que contar? ¿Será que se secó la fuente de mi creatividad?

Una vez que, desesperado, he pasado revista en mi mente a todas las opciones -hasta las más absurdas- de seguir con la historia, y me he convencido de que ninguna de ellas es buena, hasta lo indecible confundido y mareado por la calesita de errores, caigo de rodillas -no exagero- y le imploro al dios de los ateos que tenga piedad de mis pobres talentos. Entonces, entre las brumas, empieza a hacerse cada vez más nítida la respuesta: dejarme de joder la pava con mis estúpidas preguntas y confiar en las virtudes de la beatitud, de la mente en blanco, de la blanda disponibilidad, de la confianza ciega en que es ella misma -la historia que estoy escribiendo- la que sabe muy bien a dónde se encamina.

Al principio me calentaba esta capacidad de olvido. Hasta pensaba en escribirme un decálogo privado y pegarlo en la pared frente a mi mesa. No lo hice. Olvidé seguramente hacerlo, por fortuna. Porque ahora estoy convencido de que esa inevitable crisis de olvido es parte de mi método, y que está ahí para algo. En primer lugar, por supuesto, para recordarme quién manda. Pero, más pragmáticamente, para recargarme las pilas a mitad de camino, con la energía que concentro con tanta ansiedad y tanta angustia.





Este artículo pertenece al blog:

El Diario de un erotómano
Por Ercole Lissardi

Más información:
http://blogs.montevideo.com.uy/hnnoticiaj1..aspx?32894,10738,10738,10738,,0,0